¿Qué podemos esperar de la cultura? ¿Y qué de quienes la hacen? Los hechos y los protagonistas. La intimidad de los creadores y la plaza en la que se encuentran.
Juan Cruz es periodista y escritor. Su blog Mira que te lo tengo dicho ha estado colgado desde 2006 en elpais.com y aparece ahora en la web de cultura de El País. En cultura ha desarrollado gran parte de su trabajo en El País. Sobre esa experiencia escribió un libro, Una memoria de El País y sobre su trabajo como editor publicó Egos revueltos, una memoria personal de la vida literaria, que fue Premio Comillas de Memorias de la editorial Tusquets. Otros libros suyos son Ojalá octubre y La foto de los suecos. Sobre periodismo escribió Periodismo. ¿vale la pena vivir para este oficio?. Sus últimos libros son Viaje al corazón del fútbol, sobre el Barça de Pep Guardiola, y Contra el insulto, sobre la costumbre de insultar que domina hoy en el periodismo y en muchos sectores de la vida pública española. Nació en Tenerife en 1948.
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Me permito recomendar algunos libros en los que al periodismo se le junta la literatura para que vivamos la vida de los otros.
Uno, y principal, es el libro de Gay Talese Vida de un escritor, publicado por Alfaguara; ahí el maestro del periodismo explica cómo se fue haciendo, poco a poco, el escritor que es; lo hizo desde el periodismo y alcanzó las cimas que la observación, la curiosidad y la cultura convierten la escritura, cualquier escritura, en la mejor literatura. Es una antología genial de sucesos cotidianos que él convierte en metáfora de las vidas que vivimos aún sin saber que nos están ocurriendo cosas extraordinarias. Desde la historia humana de un edificio a la crónica de sus fracasos. Muy recomendable.
Una buena vida, de Ben Bradlee, publicada en español a finales de los 80, es la crónica suculenta de la vida feliz de uno de los mejores periodistas del mundo, que fue director del Washington Post cuando este gran periódico exploró con éxito un suceso contemporáneo que marcó las relaciones del periodismo con el poder, el caso Watergate. En el libro no sólo expone ese éxito, del que no se vanagloria, sino que narra cuáles han de ser las conductas responsables de los periodistas en el uso del poder que les da la pluma. Hay varias reediciones, y creo que está vivo en las librerías.
Editar la vida, de Michael Korda, publicado por Debate. Conozco pocas obras sobre el oficio de editar tan divertidas y verdaderas, tan sinceras y tan lujosas, de detalles, de conversaciones. Hay retratos memorables, como los de Tennesee Williams y de Truman Capote; pero lo fundamental, creo, es su descripción de las obligaciones del oficio de editor.
Vidas al límite, la antología de los mejores reportajes de Juan José Millás, publicada por Seix Barral, es un monumento vivo a una manera de ver, a una forma de entender el periodismo al límite, allá donde no pueden llegar ni la información ni la observación de la realidad, sino la intuición literaria, la capacidad de metáfora. Alguien dijo que es una especie de reportaje cervantino el que inventó Millás; se lee como si hubiera escrito para ahondar en la ficción cuando en realidad le está retorciendo el cuello a la contingencia. La historia de la vida de una mosca es una obra de arte.
Plano americano, de Leila Guerriero. Publicado por Ediciones Universidad Diego Portales de Chile. En este caso, una periodista minuciosa y exigente que no deja de mirar visita a personajes que, como aquellas vidas al límite, están en el abismo del recuerdo o de la melancolía; ella los salva, o al menos los arranca de su mutismo o de su desesperación y los convierte en personajes rehechos, esculturas humanas que ya viven en nuestro recuerdo con un raro fulgor. Aquí aconsejo leer, entre otras muchas cosas, su reportaje Quién le teme a Aurora Venturini.
Y
Eterna Parranda, de Alberto Salcedo Ramos, flamante premio de Periodismo José Ortega y Gassett. Publicado por Aguilar en Colombia. Quien lea el último texto, Las verdades de mi madre, entenderá la combinación feliz que anima estos textos periodísticos en los que se alterna la información exhaustiva con el sentimiento herido y goloso de sus personajes, que van desde astros de la canción a boxeadores tristes, pasando por el árbitro que se atrevió a expulsar a Pelé. Salcedo Ramos es de Barranquilla, donde se hizo Gabo, y a fe mía que tiene más puntos en común con el gran escritor del periodismo colombiano.
Entre los textos más emocionantes que haya escrito, o que haya dicho, Fernando Savater, acaso el escritor más veloz y al tiempo más hondo de su generación, están estas líneas con las que concluye su visita a Octavio Paz, su amigo.
Esas líneas, que reproduzco más abajo, están en el libro Las ciudades y los escritores, el resultado de una gigantesca pesquisa que Savater hizo para la televisión y que ahora conoce también el beneficio de la letra impresa, de la mano de Debate.
En este libro, que es de lectura igualmente veloz y también igualmente profunda, el filósofo que también es periodista (muy bueno, por cierto) y narrador, se adentra en los mundos de Borges, de Pessoa, da Dante, de Cervantes, de Pío Baroja..., para explicar, a partir de cada uno de esos literatos, las ciudades o los lugares en los que cada uno de ellos vivió.
Cada entrega tiene un esquema similar, en todas hay una entrevista a alguien experto en cada uno de esos escritores, en todas hay un exordio en el que el escritor y en este caso también viajero por las atmósferas literarias describe sus propios sentimientos hacia el autor, su conocimiento de la ciudad, etcétera. De modo que todo se lee como si uno estuviera ante una sucesión muy nutritiva de reportajes y entrevistas que dejan ver, en muchas ocasiones, las propias influencias que cada uno de sus visitados han tenido sobre la obra del propio Savater. Éste nos ha acostumbrado desde hace décadas a atender a sus lecturas como sustento de nuestros propios gustos, desde La infancia recuperada hasta este mismo libro que acaba de aparecer tan oportunamente en los aledaños de las fiestas de los libros. De entre todos esos textos, hay algunos que aconsejo especialmente, como el que dedica a Borges, o el que le lleva a recorrer la Lisboa de Fernando Pessoa. Pero donde encontré más emoción, donde Savater es no solo el lector, el viajero, el hombre que mira los libros como si fueran parte de su propia vida a partir de la mirada de sus autores, es en el que dedica al México de Octavio Paz, su gran amigo; aquí, además, Savater entrevista a Juan Villoro, que desarrolla una lúcida teoría sobre la mexicanidad de Octavio.
En ese texto Savater vuelca cierta melancolía, algunos elementos de la rabia retrospectiva que siente al evocar los episodios en los que Octavio Paz fue tan injustamente preterido por sus opiniones o por sus posiciones políticas, por aquellos que años después adoptaron las mismas reticencias, por ejemplo ante el estalinismo soviético y ante otros estalinismos más contemporáneos y lingüísticamente mucho más próximos. Pero donde está esa emoción personal más evidente y más a flor de corazón es en el relato de su última visita a Octavio Paz, hace quince años ahora, cuando ya el poeta estaba muy enfermo y recibió a su amigo español.
Así lo relata Savater: "Llegué muy conmocionado, temiendo ver a mi amigo en estado de sufrimiento. Octavio se encontraba ya muy consumido, prácticamente no podía hablar, y lo trasladaban en silla de ruedas sólo el par de horas al día que se levantaba de la cama. Pero aún así, al verme me lanzó una sonrisa con el afecto y la complicidad que habíamos tenido durante muchos años. Yo no sabía qué decir, era tal la emoción que me embargaba. Entonces Marie Jo [la mujer de Paz] tuvo un gesto maravilloso y le pasó la mano por el cabello mientras me decía con ternura: ´Mira qué pelo más bonito tiene todavía`. Esa caricia me desgarró, pero también me llenó de vida. Fue la última vez que lo vi".
Una perla de ese libro de perlas literarias y urbanas, una emocionante descripción del hombre que se despide. Aconsejo el libro. Muy vivamente. Para volver a vivir, con Savater, miradas que son inolvidables para ver las ciudades que ellos miraron.
Esta tarde, la Casa de América le dedica en Madrid un homenaje a Octavio Paz, con una conferencia del poeta Marco Antonio Campos, titulada Octavio Paz y el poema extenso. Hoy se cumplen quince años de la muerte del poeta.
Este último sábado El Gran Debate de Telecinco llevó a su plató el asunto de las fotos en las que se ve al presidente gallego Alberto Núñez Feijóo posando en un yate con un traficante de tabaco (y luego de drogas) de su región. Las fotografías las publicó EL PAÍS y la información era de dos compañeros de la Redacción gallega, entre ellos Xosé Hermida, veterano colega que lleva muchos años trabajando desde Santiago para el periódico. Me fijé, en el último tramo del debate, que quienes estaban frente a él en la interpretación sobre la importancia sociológica y política de esas fotografías hicieron todo lo posible para que Hermida no dijera ni pío, a pesar de que él era quien tenía una información más precisa, más documentada y más relevante sobre lo que había ocurrido cuando se tomaron las fotografías (hace algo más de quince años) y sobre las justificaciones que el ahora presidente gallego había dado a sus diversos encuentros con el citado traficante, Marcial Dorado.
Me llamó la atención la insistente maniobra que algunos de aquellos contertulios puso en marcha para que el periodista no dijera nada; educadamente, él atendió las distintas llamadas de algunos de sus interlocutores (y del propio director del debate) a que esperaran a que ellos mismos dijeran sus argumentos. El resultado es que ese filibusterismo consiguió que llegara el final del programa sin que el compañero nos ilustrara con lo que sabía.
Me vino ahora a la cabeza esta situación porque he intentado responderme a la importante pregunta que se hace José María Izquierdo en su nuevo libro, ¿Para qué servimos los periodistas? (Hoy), que ha editado Catarata y que se presenta hoy, precisamente, en el Círculo de Bellas Artes. Deja muy claro Izquierdo, que es un gran periodista, y además muy buen escritor (de opinión, o de lo que le pongas por delante), que periodista es aquel capaz de obtener, organizar y divulgar la información, antes que cualquier otra cosa. No es, en principio, un opinador, no es alguien que con sus columnas o con sus artículos o con sus comentarios intente derribar gobiernos o sistemas. Es, muy modestamente, y eso lo dicen también otros grandes del periodismo al que él ha convocado al libro (desde Maruja Torres a Joaquín Estefanía pasando por Jesús Ceberio o Sol Gallego), un informador, alguien que sale a la calle, llama por teléfono, confirma, contrasta, y al fin relata lo que pasa con el único fin de dar testimonio de lo que sucede, ofreciéndole al lector (o al oyente) todo aquello que sabe diciendo además por qué lo sabe y qué no sabe.
En aquel coloquio quien más sabía, y lo dejó ver cuando tuvo algunos resquicios, era Hermida. Frente a él había, sobre todo, personas que deducían, según los indicios de su corazón, lo que les hubiera gustado que pasara. Pero el que sabía qué había pasado, el que lo investigó, el que lo contrastó, el que hizo las preguntas a las personas adecuadas (entre ellas, al presidente gallego) era el informador que levantó la historia y la condujo a la consideración de los lectores. El ruido alrededor no era informativo, era sobre todo el ruido de la opinión. Legítima, quién lo duda, pero opinión al fin, dicha en este caso, sobre todo, para oscurecer la información.
¿Utilidad del periodista? Izquierdo lo deja claro en su libro: cuanto más información, mejor periodismo; la especie, que cala en los estudiantes y en muchos lectores u oyentes, que cuanto más alta es la voz de los que opinan mejor es lo que dicen, cuanto más acuerdo tenga lo que se dice con la pasión de los que escuchan, mejor periodista se es, resulta una falacia que recorre el espinazo del oficio y lo pone en duda.
Un periodista es "un profesional que busca historias, que sabe encontrar los datos y contextualizarlos y, finalmente, que posee la capacidad de contársela de forma atractiva y eficiente a los demás". Eso dice Izquierdo. Y dice en el frontispicio del capítulo que incluye el título del libro (¿Para qué servimos (hoy)?) Soledad Gallego-Díaz: "Los periodistas suelen ser personas con una mala salud de hierro. Mucha paciencia y curiosidad, que se dedican a indagar en los hechos, de acuerdo con unas reglas. Suelen ser molestos porque, cuando hacen bien su trabajo, preguntan por cosas que no se quiere que se sepa y que siempre irritan a los más poderosos".
Pues por eso no querían que hablara Hermida, porque es un periodista que tenía la información, y por eso su semblante educado y contrariado me ha venido a la cabeza cuando he leído el libro de Izquierdo sobre la utilidad (hoy) del periodista.
Peridis titula con un dibujo suyo su último libro, que publica Turpial como un álbum de tapas blancas, una iluminada contribución editorial a la bibliografía del legendario dibujante de EL PAÍS.
En la portada, la columna en la que reposa Rajoy le tiene a éste, echado, fumándose un puro. Abajo, el oleaje que no consigue tumbar la columna. Lo que dice la viñeta es "¡Dios mío! ¿Qué he hecho yo para merecer esto?" Al final del fumetti escapa hacia las olas un fugitivo José Luis Rodríguez Zapatero.
¿Quién lo dice? ¿Quién dice ´¡Dios mío! ¿Qué he hecho yo para merecer esto?`? ¿Rajoy? ¿Zapatero?
Lo dice la vida misma, nosotros, los ciudadanos, los lectores de Peridis, los que hemos hecho de la contemplación cotidiana (¡todos los días, todos, desde que nació EL PAÍS el 4 de mayo de 1976!) una manera de reconciliarnos con la teoría (y la práctica) de que el exceso de seriedad no ayuda a entender qué pasa.
Un poco de Peridis es mucho, y ese mucho que hemos tenido a lo largo de estas casi cuatro décadas es un milagro por el que habría que dar, por seguir con las invocaciones, gracias a Dios..., pero sobre todo a Peridis.
Es un dibujante extraordinario, pero sobre todo un ciudadano ejemplar: comprometido con el medio ambiente y con el ambiente que la historia creó para los hombres; devoto de la arquitectura, que es su oficio, se ha dedicado toda su vida a rescatar monumentos románicos que forman parte de la firma estética de su tierra; conversador respetuoso que no conoce la fatiga; solidario con los otros, no conoce ni la envidia ni la maledicencia.
Por todo eso se ganó desde hace años respetos muy diversos, de personas contrapuestas, algunas de las cuales se han juntado, además, porque él ya las juntaba en sus dibujos. Fue amigo de Carrillo y de Fraga, de Martín Villa y de Alfonso Guerra, de Felipe y de los contrarios de Felipe... Vio siempre a sus personajes (a los reales, que con como él los dibuja) como seres humanos de los que destacaba y destaca sus defectos y sus afectos como podría destacar los suyos propios, y jamás se ha ensañado con ninguna de las figuras que pasan por el enorme retrovisor cordial de su lápiz.
Su lápiz es el objeto a través del cual Peridis verifica su milagro. No lo levanta del papel, y al final de esos minutos en los que vierte lo que ha intuido, lo que imagina y lo que sabe, aquello que empezó siendo el trazo minúsculo con el que aborda la idea, ya la viñeta es un relato. Trabaja como un poeta, en cierto modo, pues lo que hay en su cerebro es una imagen de la realidad; lo que consigue, al fin, es mirar la realidad desde el otro lado. Y no somos nosotros, sus lectores, o sus personajes, los únicos que nos sorprendemos de la perspectiva que alcanza: él mismo se sorprende de lo que logra. Por eso creo que jamás ha faltado a su cita diaria: porque él mismo quiere saber qué hacen o qué dicen los personajes que él traslada a la viñeta, para que la realidad que crea sea mejor, más imaginada o imaginativa, que la realidad que sucede. Pero muchas veces la realidad que él cuenta es luego la realidad que pasa.
El libro se presenta hoy, 5 de abril. Recoge lo que publicó en EL PAÍS en siete años en los que hemos vivido una realidad convulsa que produce vértigo, desde que este país volvió a ser gobernado por los socialistas (Zapatero escribe uno de los prólogos del volumen) hasta 2011, cuando Rajoy se subió a la columna desde la que mira a Peridis, que sin duda forma parte del oleaje. Dice el académico Antonio Bonet Correa, en el otro prólogo del libro que edita Turpial, que "las viñetas de Peridis (...) constituyen una crónica histórica de la actualidad". Éstas, en concreto, "salvan del olvido inmediato al pasado más reciente".
Ese es el milagro del libro, alentar la memoria, del mismo modo que una a una nos han alentado a entender el presente. El milagro cotidiano, desde hace 38 años, es cómo este hombre menudo y ágil, benevolente y risueño, generoso e inteligente, ha sabido decir, sin levantar el lápiz de papel, lo que hay por dentro de los personajes que retrata.
Lewis Carroll decía que quería saber de qué color es la luz de una vela cuando está apagada. Este Peridis pudo habérselo dicho. En el libro está la luz (y está la sombra) de una época contradictoria y difícil a la que el dibujante se refiere como el niño que le dijo al Rey que estaba desnudo.
España no es un país previsible, al contrario de lo que piensan algunos de los que mandan en él; en las pasadas elecciones y en las anteriores, el actual presidente del Gobierno se presentó como un hombre previsible, es decir, adecuado a un país que tendría que ser previsible, confiable, una joya de Occidente.
Pues no es previsible, este país no es previsible, ni el mismo presidente es previsible. Además, por doquier le surgen circunstancias imprevisibles y personajes imprevisibles a los que él da respuestas que sin embargo ha convertido en previsibles: ninguna. Por un lado, alguien a quien está confiada una región donde el narcotráfico ha sido un azote dice que no sabía qué era el narcotraficante que lo llevaba al yate; otro al que él mismo confió el tesoro de su partido tiene a éste bajo las cuerdas de su chantaje cotidiano.
En este mundo imprevisible es difícil que España cumpla su tarea como nación en función de pronósticos previsibles. Así que está muy bien que Miguel Ángel Aguilar haya titulado España contra pronóstico (Aguilar) el libro que presentó anoche en la sede donde ahora está la fundación del diario Madrid, aquel periódico en el que él se hizo y que fue dinamitado por la dictadura.
España contra pronóstico, España contra todo pronóstico. De pronto, este país se ha convertido en la cesta en la que quería meter el agua Harry Belafonte. Rebosa, se hunde, se levanta monárquico y se acuesta republicano, hace la siesta con un escándalo y se levanta con uno diferente; las malas noticias duran hasta que vienen peores, y a las buenas les suceden las malas. Las instituciones se tornan indecisas y cuando se creían marmóreas se convierten en barro puro o en barro contaminado por la corrupción de los que se habían arrimado a sus columnas.
La desconfianza en la política, en las instituciones y en los agentes sociales es total; de pronto es como si se hubiera hecho, como decía el poeta argentino, la noche en la mitad de la tarde. Naufragó (lo decía el historiador José Álvarez Junco en la presentación) la educación para la ciudadanía, estigmatizada por una derecha cavernaria y caótica que además se dice católica. Se prolongó (decía Aguilar) la vocación caciquil de las familias, y también de las familias políticas, y el país se ha ido rompiendo por las puntas de modo que ahora, como le decían a una amiga en Miami, por ahí nos ven como si estuviéramos recogiendo escombros que nosotros mismos hemos producido.
Conocí a Miguel Ángel Aguilar hace un millón de años, más o menos; por alguna razón que desconozco, lo primero que recuerdo de él, sentado ante una mesa blanca de formica en aquel Madrid triste pero confiado, es una carcajada que nos tenía de testigos a Piluca Navarro, la querida amiga que acaba de morir, a José Luis Fajardo, el pintor, a Domingo Pérez Minik, el escritor canario, y a Juby Bustamante, cómo no, la excelente periodista cultural, la mujer de Miguel Ángel. Desde aquella carcajada hasta este mismo momento han pasado millones de carcajadas (suyas, fundamentalmente); es así como él se enfrenta a lo que pasa, aplicando la teoría de la relatividad (la de Einstein y la suya) y ofreciendo siempre una salida (o una teoría, generalmente basada en la física que domina) que produce a la vez sonrisa y pavor.
En este libro pasa eso: lo empiezas a leer como si Aguilar fuera a soltar en algún momento una carcajada. Y de pronto te azota con la evidencia de una realidad cuyas paradojas inquietan, abren boquetes en el futuro, muestran el presente como esa cesta de mimbre a la que se le escapaba el agua.
El libro está escrito por él, con la colaboración de la excelente periodista Paloma Tortajada. A partir de una conversación de los dos, Aguilar escribió luego España contra pronóstico. En la presentación intervino David Trueba. Dijo que una de las habilidades admirables de Aguilar es afrontar las catástrofes con humor. Ahora estamos ante una catástrofe, leer este libro conduce a afrontar el desafío aprendiendo de la teoría de la relatividad que Miguel Ángel pone en práctica en cuanto deja de reír. Sentido común para verificar un pronóstico, experiencia para contar que lo que pasa es previsible porque las manos que conducen el cotarro son desde hace rato familiares e imprevisibles.
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