Mira que te lo tengo dicho

Sobre el blog

¿Qué podemos esperar de la cultura? ¿Y qué de quienes la hacen? Los hechos y los protagonistas. La intimidad de los creadores y la plaza en la que se encuentran.

Sobre el autor

Juan Cruz

es periodista y escritor. Su blog Mira que te lo tengo dicho ha estado colgado desde 2006 en elpais.com y aparece ahora en la web de cultura de El País. En cultura ha desarrollado gran parte de su trabajo en El País. Sobre esa experiencia escribió un libro, Una memoria de El País y sobre su trabajo como editor publicó Egos revueltos, una memoria personal de la vida literaria, que fue Premio Comillas de Memorias de la editorial Tusquets. Otros libros suyos son Ojalá octubre y La foto de los suecos. Sobre periodismo escribió Periodismo. ¿vale la pena vivir para este oficio?. Sus últimos libros son Viaje al corazón del fútbol, sobre el Barça de Pep Guardiola, y Contra el insulto, sobre la costumbre de insultar que domina hoy en el periodismo y en muchos sectores de la vida pública española. Nació en Tenerife en 1948.

Eskup

Necesidad del editor

Por: | 31 de mayo de 2013

 

Corren vientos a mi juicio extraviados sobre el futuro de la edición literaria, en el mundo y en España.

Francamente pienso que es en este país, en la España de Carlos Barral y de Mario Muchnik, por citar dos patrones clásicos de este oficio, donde más tópicos se establecen acerca del futuro de la figura del editor. Una de las figuraciones que se hacen de su papel en la sociedad cultural es que, en efecto, podría llegar un día en que ya no sea necesario el editor como vigía de los textos de los escritores.

Ese disparate no tendrá lugar, tengo esa certeza, pero se esgrime como una de las artes, o artimañas, que se está utilizando para convocar a la gente, a los lectores y a los escritores, al aquelarre del final del libro tal como lo hemos conocido.

Es una falacia muy bien controlada y muy bien orquestada. Tiene su base en la ignorancia de lo que significa la figura del editor en el proceso de creación de la cultura literaria y, más aún, tiene como objetivo extender esa ignorancia a quienes creen, de buena fe, que los libros son exactamente iguales cuando salen de las manos o de la mente del escritor que cuando llegan al público que los lee.

Está sucediendo, pues, que se da por sentado que está al caer un nuevo fenómeno, la autoedición, que consiste en que los propios autores publican sus libros sin que por medio haya esa subrogación profesional al criterio de los editores. El editor, además de publicar el libro, y ponerle su sello, que es algo distintivo, esencial, para llegar al lector con la impronta de una colección o de un nombre que lo distinga de otras procedencias, es quien orienta al escritor en sus momentos de vacilación. Y no sólo eso: lo orienta para que publique y también para que no publique, para que no se exceda o para que se exceda. Lo orienta para que sea mejor escritor, para potenciarlo, no para controlarlo; para ayudar a que sea lo que quiere ser. El resultado de esa función es mejor cuanto más anónima sea; el editor trabaja para que sobresalga el escritor, no para que sobresalga él mismo. Las tentaciones de los editores de ponerse delante de los autores acaba siempre en fracaso, porque la función del editor es la del confesor, no la del publicista.

La edición sin editores es una aventura arriesgada de la que ahora se habla porque estamos en un periodo de la vida cultural en el que la crisis lo ampara todo. La crisis ampara la idea común de que se van a acabar las librerías, como resultado final de la catástrofe que se anuncia cada día a cuatro o cinco columnas en los medios impresos y también en los medios digitales y, por supuesto, en las redes sociales. No hay un periodista que hable del futuro del libro que no coloque la palabra muerte al lado de la palabra libro. Y los actores principales de este festival son aquellos que simulan preocupación por ese futuro que están asociando precisamente con el final de la cultura escrita. Por ese hueco de la escalera hacia la nada se ha colado la idea de que la autoedición es el futuro y de que el editor no sólo ha de cerrar las puertas sino que ha de desaparecer por completo. Es común ahora escuchar que eso será así y ello resultará incontrovertible. Los mismos que lo dicen y lo alientan son los que luego reflejan, en sus comentarios o en sus críticas, que unos libros u otros están descuidadamente editados; a estos les sobran páginas, a los otros les faltan, etcétera. Como si la tarea de impedir esos desperfectos no estuviera claramente en manos del editor, y esas son las manos que dan por finalizado un libro después de que el autor estimara que ya lo había terminado.

Es curiosa la vida en general, y es muy curiosa la vida de los libros. Pensaba en estas cuestiones y las hablaba, antes de presentar esta misma tarde de viernes, en la Librería La Central de Madrid, con Pepe Ribas, el hombre que fundó Ajoblanco y que ahora ha escrito una sensacional novela, Encuentro en Berlín (Desrtino), cuando topé en una de las estanterías con un libro de recopilaciones de textos de Peter Handke, Lento en la sombra (Eterna Cadencia). Lo abrí y busqué el índice; ya había escrito el principio de este texto, y por tanto ya lo había titulado. Y encontré que Handke titula una de sus evocaciones (en este caso poética e irónica a la vez) Al editor se lo necesita. No reproduciré todo lo que dice, con su ironía de acero, pero trasladaré aquí algunas líneas: “El editor le transmite al autor cuán único es, el autor. Aunque único es sólo él, el editor. (…) Puede (valiente) estar entusiasmado y (pueril) estar herido. Y ante todo puede leer. Al editor se lo necesita”. Compré el libro, claro; hay en él suculentos perfiles de algunos editores (como Sigfried Unseld, por ejemplo, que tanto problema tuvo con Thomas Berhanrd), y hay reseñas y confesiones. El editor que lo recopiló, para la editorial que lo publica en español, tuvo que hacer una pesquisa, un esfuerzo, tuvo en cuenta al lector, y tuvo en cuenta al editor. Sin el editor este libro no hubiera existido o sería de cualquier otra manera. Sí, al editor se lo necesita. Y no, no va a ser sumergido por la ola de la autoedición. Igual que el libro no desaparecerá, el editor estará ahí siempre. Se lo necesita, que diría Handke.      

El atrevimiento de Sandra

Por: | 25 de mayo de 2013

Si eres famosa como Sandra Barneda (37 años, presentadora de dos programas en Telecinco, De buena ley y El gran debate) publicar una primera novela constituye un atrevimiento porque los lectores tratarán de hallar rasgos personales de la autora. La novela se titula Reír al viento (Suma de Letras), trata de una mujer ligeramente mayor que ella que ha roto con su pareja y se va a Bali a vivir la aventura. Liga con un tipo espectacular que luego desaparece misteriosamente; ella se cura de la incertidumbre gracias a varias compañías femeninas que le dan sosiego y belleza.

         Ella no tiene miedo a que esos rasgos de la novela se interpreten como autobiográficos y florezcan en deducciones precipitadas; de hecho, ella ha ido a Bali, pero no en ningún proceso de huida. Además, vive sola y cultiva esa soledad como un talismán. Entonces, ¿hasta dónde llega y no llega en su libro? Su cara pasa, mientras responde, por varias fases, de concentración, de susto, de desconcierto. “No llego en muchas cosas que suceden. Llego”, dice, “en el desconcierto de poder reconocer por donde tiro. Donde no llego es en la aventura de amistad que se vive”. Esos personajes “están en las venas”, en cierto modo, “con lo cual llega un momento en que también tú los has vivido”.

         Pero ella sólo lo ha escrito. “Vas escribiendo y la tinta corre por tus venas hasta que llegas a confundir las vidas de esos personajes con la tuya propia. Es muy difícil marcarte el límite”. ¿Le resulta raro que la identifiquen? “Me resulta común. Creo que en la primera novela quieren identificar al autor, qué parte de él subyace, y esperaba que eso ocurriera siendo yo una persona pública. Además, el libro está escrito en primera persona y es de una mujer, por tanto puede tener cierta lógica que si buscan semejanzas conmigo. No me molesta pero creo que se pierden los matices, la belleza de lo que escribes”.

         Es inevitable, le dice el periodista. “Sí, es inevitable… Cuando leo a Stephen King escribiendo de asesinos en serie digo: ¡qué mente debe haber detrás! Todos tenemos esa parte que aparece luego en nuestra escritura, pero esa necesariamente no soy yo”.

         Lo primero que ocurre en la novela es que la chica que huye se folla, así se dice, a un holandés que parece esculpido por Miguel Ángel (eso también se dice), pero luego el hombre desaparece. Después, la relación es idílica, con mujeres y sobre todo con una mujer. ¿Le preocupó que se trasladara esa trama a la de su propia vida, que se interpretara la novela como autobiográfica? Ella dice “no, no”, y precisa: “Ella viene de una relación de toda la vida con la que no se aclara, con un hombre, y tienen un hijo en común. Lo que ella descubre en esa relación que luego viene es que eso es parte de su libertad, de su despertar, de dejarse llevar sin más. Mi vida es completamente distinta, no tiene nada que ver, pero sí me apetecía mostrarlo. En mi primera novela tiene que aparecer una historia homosexual, me apetecía y creía que debía aparecer porque forma de mi mundo y del mundo”.

         Pausa y advierte: “No me hubiera gustado que se centrara en eso, me parecía muy básico para quien lo leyera; no es lo más importante de la novela pero sí, está ahí”.

         La escribió, ahí está. ¿Cómo se quedó? “Bastante vacía, transformada porque también yo he vivido un viaje con ella, e incluso me he sentido triste por tener que despedirme de mis personajes”. ¿Y cómo está ahora, en qué momento? “En uno de atreverme, de estar conmigo. Era un miedo muy grande escribir, tenía ganas de escribir una historia sobre cómo quieres plantearte la vida”.

         Soledad, incomprensión, desconcierto, soledad, culpa. Una mujer famosa, “una tía buena” como la que se describe en la novela, qué raro que se rodee de esos vocablos. “Las personas no somos la primera capa, tenemos muchas más. Ese personaje de la televisión va más allá de ese éxito. Y por las vivencias que he tenido mi demonio es la culpa”. ¿De qué? “De fallar, de hacer daño. En mi vida personal y en mi vida profesional”.

         La fama acaricia y hiere. “Es una ficción, y si te la crees enfermas. Ahora integro la fama, pero no sirve para vivir de ella. Mi vida es otra cosa, tengo otras pasiones”. El libro es un atrevimiento. ¿El próximo? “El próximo atrevimiento será producir televisión”. ¿Y a nivel personal? “Buscarme por dentro. Ese es mi atrevimiento”.

         El libro, dice, “me sirvió para canalizar emociones que tenía enconadas. Sana si eres honesta, claro, y yo lo he sido. Ojalá me embarque en otra”. Cae una tormenta sobre Madrid y ella se va su casa. El templo, dice, de su silencio. La tormenta está en la ciudad. Con el libro dice que halló sosiego.

Los años con Carlos Fuentes

Por: | 18 de mayo de 2013

La ausencia de Carlos Fuentes, que murió hace ahora un año, supone un hueco enorme, una herida que ya es, como él, parte de la historia.

Hay personajes y literaturas, y a veces unos y otras van cada una por su lado. Carlos Fuentes era un personaje y una literatura, y los dos factores caminaban juntos, y muy acompañados. Carlos era un nombre propio, gravitaba en torno a él un mundo, y no era tan solo su mundo; era el impulsor de un torrente en el que él era uno de los principales atletas, y a él se concedió en un momento determinado la obligación de ser, además, el que pregonara la existencia de un grupo que resultó esencial y que ahora es parte de la historia, pero además de la historia en marcha. Porque el impulso que él mismo agarró en los sesenta, junto con sus compañeros de partida, no ha cesado de dar frutos.

Fuentes era un hombre para todas las estaciones literarias, pero también lo era cuando se trataba de intervenir en la política, en la adivinación de las tendencias, en la especulación sobre el futuro del universo o de la patria chica. Y era, además, un colectivo, el motor de un enorme vagón en el que, como decía Anthony Burgess de la obra de Shakespeare, cabía todo un universo. Él fue, por decirlo así, el primer portavoz del boom, y antes de morir dejó dicho que estábamos en otro boom, que las nuevas generaciones venían a hacerlo mejor. Su energía tenía también el valor de la generosidad: la derramó hasta donde mandan el magisterio, para que la experiencia no abrumara al que viniera, sino para que el nuevo sintiera que era igual o mejor que el antecesor.

Era él y el mundo a la vez, y tenía potencia para llevar esa carga como si volara. Era ágil como conversador y como escritor; su pluma pesaba por lo que decía, pero volaba. Fuentes era uno que volaba escribiendo; hizo de lo profundo lo ligero, como querían Jorge Guillén o Eduardo Chillida, y nunca lo vimos desdeñando lo superficial si esto le venía bien para la ficción, ni jamás lo vimos dejando a un lado el peso de las ideas si ellas le convenían a la discusión a la que lo sometió todo. Fue el autor de En esto creo y de Los años con Laura Díaz; procuró el pensamiento y la historia, y las dos entidades del intelecto y de la imaginación las juntó en una escritura que jamás fue ceñuda o cejijunta, sino veloz y audaz, como si estuviera siempre sorprendiéndose de los hallazgos y de los azares de los que son capaces las palabras. Hasta que murió estuvo jugando con los escenarios de la literatura, y en Federico en su balcón, su novela póstuma, mezcló poesía, teatro y novela como si estuviera despidiéndose y afirmándose en todo lo que supo para tomar de nuevo impulso hacia cualquiera de esos ríos en los que nadó como nadie.

Cuando era escritor también era un personaje público, un agitador cultural y político; y cuando era un testigo y lanzaba su opinión acerca de lo que ocurría era un escritor y también un protagonista. Nada le era indiferente, y él no fue jamás indiferente, aunque a veces se desentendía, en la conversación, de los incidentes que dañaban la comprensión cabal de lo que ocurriera; era un novelista, pero no era anecdótico; era un ensayista, pero conocía el valor de la anécdota para precisar su pensamiento. Era un intelectual de opiniones contundentes y era un autor de ficciones tan diversas como su conversación o como su imaginería. Además, era un historiador, rebuscaba en nuestros espejos enterrados para darnos una visión de lo que pasa ahora, de lo que pasaba, en todo caso, basándose en lo que ya pasó. No dejó sin línea un minuto de su vida, y aunque su estilo se acomodó su gesto, a sus años y a sus experiencias, siempre hubo en Fuentes una sola literatura, un sonido igual, un tono, que era inequívocamente el tono de Carlos Fuentes.

       Como suele suceder ante desapariciones tan alevosas para la constitución del cuerpo literario al que pertenecía, su hueco no es solo el de la persona, el personaje y el escritor. Es, también, el hueco que deja su propio nombre en relación a otros. Él fue el pilar del boom, el que alentó desde la amistad (y desde la necesidad del momento) aquella pulsión literaria colectiva que aspiraba a convencer al mundo (y en gran parte al mundo español) que en el otro lado, en América Latina, se estaba haciendo una literatura diversa que había roto las amarras del costumbrismo y que constituía un desafío formidable que ya no se podía soslayar. Como un editor, y con la complicidad de editores preclaros allí y aquí, y con la asistencia impar de Carmen Balcells, la agente total, Carlos Fuentes se puso delante del desfile y fue señalando a cada uno una tarea. La primera tarea fue la de procurar que la amistad que los juntaba fuera también un elemento eficaz en la comunicación de la noticia: hay una literatura que no se puede dejar de lado y se está haciendo aquí, en América Latina. Nadie dijo boom, eso vino luego. Luis Harss le fue a ver para su memorable libro Los otros y allí Fuentes le señaló el camino: vete a ver a los colegas, a Cortázar, a Vargas Llosa, a García Márquez. Los fue señalando como el propio Gabo decía, en Cien años de soledad, que se fueron nombrando las cosas nuevas en Macondo.

       Ese momento fue muy especial, el del libro de Harss y el de las indicaciones de Carlos Fuentes, que fue, por decirlo así, el tercer editor del boom. En Barcelona fue Seix Barral, en América fue Sudamericana, y por encima de esas estructuras editoriales benéficas estuvo la mano y la voluntad de Carlos Fuentes. Esa fue una gestión propia del entusiasmo y provenía de un sentido profundo, y extremadamente útil en términos de comunicación literaria, de la amistad. Fueron afinidades electivas las que convocaron en torno a aquel libro fundacional, Los otros, a una serie de escritores que luego serían, en efecto, los que dieron voz a la palabra boom y aún siguen resonando como una de las mejores cosas (con la generación del 27, por ejemplo) que le pasaron a la literatura en español en el siglo XX.

       Ese momento fue un milagro que tiene sus propios títulos. Hubieran nacido de igual manera, sin duda, pero ese impulso de comunicación que hubo en torno a esta llegada de los bárbaros (así la llamaron Jordi Gracia y Joaquín Marco en un libro que debería haber circulado más) resultó esencial para que la literatura hispanoamericana de aquel momento hiciera su insólito viaje universal. En un texto de 1971, publicado en España por la impagable revista Cuadernos Hispanoamericanos, que entonces dirigía Félix Grande, Julio Cortázar advertía que un día en todo el mundo de habla española se tendría noticia del valor diverso que tenía la calidad de la literatura hispanoamericana que estaba escribiendo gente como él. Cortázar cifraba en el cuento el género más fértil entre los que practicaban sus colegas. Y es verdad que el cuento fue, y sigue siendo, un patrimonio mayor de estas literaturas hispanoamericanas, desde Horacio Quiroga y el propio Cortázar hasta Onetti y, cómo no,Carlos Fuentes.

       Pero la novela era ya un asunto contundente en la expresión escrita de la inspiración de los colegas del boom. Frente a la novela española, que se estaba desperezando, abandonando poco a poco los materiales del realismo social, los escritores latinoamericanos que habían sido convocados por el entusiasmo de Fuentes y de los restantes editores ya habían dado de sí obras maestras, como Rayuela, Cambio de piel, Tres tristes tigres, Cien años de soledad o La ciudad y los perros. El éxito fue imparable, y no fue, como es evidente, flor de un día. El sonido del boom sigue hasta hoy, aquellos autores siguieron siendo fértiles hasta su muerte, en los casos de Cortázar, Fuentes y Cabrera Infante, y ninguno dejó nunca que disminuyera la exigencia literaria que convirtieron en tan promisorias sus primeras literaturas.

       En ese aliento que dura hasta hoy, y que seguirá durando, fue un componente principal, casi fundacional, la respiración de Fuentes, el aire imparable de su sentido del tiempo que se estaba viviendo cuando le señaló a Harss y a sus colegas el camino: escribir es también comunicar, aliarse con editores para convertir lo que se hace en un acontecimiento. Él fue, digo, el tercer editor del boom, su pilar literario y comunicativo más preclaro, y más solidario en aquel momento. Al final de su vida reeditó esa confianza, en un libro que seguro que hubiera seguido revisando, La gran novela latinoamericana. Los que somos testigos de cómo procuró que fueran conocidos los jóvenes que vinieron luego sabemos que no fue una casualidad que fuera él, precismaente, el que se fijara en aquellos amigos suyos de los años 60, cuando todos eran unos chiquillos, para decir que la voz literaria de América Latina merecía la atención que se debe reservar a las grandes literaturtas. Y él era consciente de que estábamos, ahora mismo, en una especie de renacimiento de la voz. Y él volvía a ser ahora su veterano portavoz.

Sergio Ramírez, música entre las flores

Por: | 10 de mayo de 2013

La escritura de Sergio Ramírez, que publica ahora en España y en América Flores oscuras (Alfaguara), está teñida por el texto imprescindible de la novela contemporánea, es decir, de la que arranca en Miguel de Cervantes y se instala en la modernidad más rabiosa demandando de los narradores lo mismo que siempre fue necesario en los cuentos  y en las novelas: que lo que cuenten parezca real. Y, además, que tengan música.

          He leído ese libro de cuentos, en el que hay asesinatos, sexo, venganzas, amistades y odios, como si cada uno de esos fragmentos oscuros (y claroscuros) hubieran pasado realmente, pero no sólo en Nicaragua o Costa Rica, que son dos de sus escenarios, sino en mi casa de Tenerife, en mi barrio, en el barranco de mi barrio, bajo la carpa del circo que venía cada año a nuestros descampados. Los personajes (el asesino, el bueno, el imperdonable y el que perdona, el inolvidable y el que olvida, el mago y el que se traga el fuego) son, también, aquellos a los que yo vi en mi infancia y en mi adolescencia, aquellos a los que vi luego, o entreví en las pesadillas, o aquellos de los que me hablaron mis padres, mis amigos, antes o en cualquier tiempo. Incluso ahora mismo.

          Él dice que cada uno de esos relatos, que son, efectivamente, flores que halla en los intersticios de la gloria cuando ésta es también miseria, como aquellas flores de muerte de la célebre película Muerte entre las flores, son sucesos que leyó en la prensa. En su mayoría, esa es la procedencia. Luego está la cocina sutil del escritor, que convierte esos sucedidos tremendos en historias que ya pueblan la mente como si la ficción se dijera al oído. Así ha escrito siempre Sergio Ramírez, como si la realidad le fuera diciendo, con su aliento tantas veces increíble, lo que pasó, y ese es el material de sus ficciones. Pero hay un material que no dan ni las crónicas ni las noticias, ni siquiera los rumores que circulan en los pueblos y en los barrios como dagas circunspectas. Eso que faltará siempre para que una obra de escritura sea también, aparte de periodismo o noticia, obra de arte, es lo que cada vez más tiene Sergio Ramírez en su balance de materiales en este caso intangibles: ritmo, música, capacidad para susurrar, como Borges, lo que parece que no ocurrió pero que en el instante mismo en que resulta dicho ya parece que pasó de manera incontrovertible.

          Ese es el tono cervantino, y borgiano, que se ha apoderado de manera muy fructífera de la escritura de Sergio Ramírez;  él ha reservado ese susurro, ese sosiego sin límites, para cada uno de los ámbitos en que se desarrolla su actividad literaria: los artículos, los relatos (como estos de Flores oscuras) y las novelas, e incluso en los ensayos más largos cuya base es la experiencia de oír además de la experiencia de leer. El otro día le pregunté en Madrid a Sergio Ramírez de dónde podría venirle esa música que le emparenta con Rubén Darío, con Lorca, con Borges y con Octavio Paz, por citar un cuarteto que también podría ser un cuarteto musical. Me había enseñado la foto de su nieta más chica tocando el piano, pero de eso hacía un rato. Así que su respuesta no tuvo necesariamente relación con ese detalle tan preciso, la foto de su nieta tocando el piano.

          Lo que me dijo, terminando un whisky de malta que le habían servido cerca de donde solía comer Lorca con Cernuda, precisamente, en el renovado restaurante Carmencita de Madrid, fue que su abuelo le llevaba muchas veces a tocar el piano, y que quizá sea el recuerdo de esos ritmos que aprendió entonces lo que seguía dentro de su cabeza desde entonces, y que son esos susurros los que ahora se le ponen en las manos cuando escribe. Mientras lo decía recordó algunas melodías, y de vez en cuando las tocaba sobre la mesa de mármol, como si estuviera reproduciendo en su recuerdo de ahora los sonidos de antaño.

          Lo verdaderamente notable de este libro, además, es cómo ha combinado la escritura burocrática de los atestados, a los que recurre en algunos casos para explicar asesinatos o reyertas, con ese aprendizaje ya inapelable del ritmo. Cómo ha sido capaz de hacer escritura poética recurriendo tan solo a lo más alto de los materiales de la narración o del texto: el ritmo, la música. Si un cuento es un puñetazo en el aire, que decía Azorín, estos de Sergio Ramírez son como los hachazos de los que hablaba Cabrera Infante para decir cómo hubiera escrito Alejo Carpentier acerca del asesinato de Trotsky.

          Después de hablar de esos ritmos y de esas flores oscuras hablamos un rato de su tiempo en la revolución sandinista y luego en la política. Ya escribió de ese periodo, en parte, en Adiós muchachos. No le dije nada, pero cuando le pregunté por la última vez que estuvo cerca de sus antiguos compañeros (y sobre todo del más conocido de sus antiguos compañeros de lucha), percibí que en el alma de este narrador formidable se le está deshaciendo un nudo del que saldrá alguna vez una memoria que pugna por decir su nombre.

          Ojalá, será otra lección de ritmo interior, otra manera de explicar la vida como quien hace sonar los nudillos para que el resultado sea otra melodía inolvidable.

Todo lo que parecía sólido en Valencia

Por: | 05 de mayo de 2013

Ves el cielo de Valencia, lleno de agujas arquitectónicas que ahora parecen la patética comprobación de algunas de las metáforas aportadas por Antonio Muñoz Molina en su ensayo manifiesto Todo lo que era sólido (Seix Barral), y ahí encuentras la vía para entender qué pasó en esta región cuya prosperidad se basó en un tiempo en este tipo de agresiones al paisaje.

Ese skyline goza de todos los ingredientes de la filosofía estética que se acuñó con el apellido de Calatrava. Lo que lo compone es a la vez grandioso e inútil. E hiriente. En los filos de estas construcciones que quisieron hacer de Valencia una Manhattan mediterránea relacionada con Dios pero sin hacerle ascos al Diablo (del dinero fácil) hay una apelación arrogante y desesperada a la grandeza, a la grandeza del cemento y de la piedra.

El resultado de aquel desmán es hoy una tierra empobrecida, bajo cuyos lodos empiezan a regurgitar ahora preguntas que ensombrecen sin paliativos aquel periodo de esplendor supuesto que también lleva los apellidos de Camps, Barberá, Cotino, y los seudónimos de El Bigotes o Gürtel. Como las preguntas no pueden esperar para siempre, unas muy sencillas, lanzadas desde un programa de televisión (Salvados, La Sexta) por un joven periodista de apellido Évole, han servido de cauce para que los valencianos (y todos los españoles) vean sin tapujos y oigan sin manipulación alguna lo que tenía que decir uno de esos apellidos (Cotino) acerca de uno de los escándalos más sofocantes del pasado. Y no tenía que decir nada.

La actuación de Cotino ante las cámaras del programa de Évole ya ha dado la vuelta al mundo de las redes sociales, y este viernes se concentró como una sola persona preguntando en la Plaza de la Virgen de Valencia, adonde fui yo también, propulsado por aquella actuación televisiva y por el hecho cierto de que los ciudadanos hemos de preguntar, seamos periodistas, jueces o zapateros, siempre que en el horizonte de un hecho se guarde adrede una sombra. En ese programa se denunciaba el silencio al que el Gobierno valenciano sometió el accidente más grave habido aquí, el de metro Jesús, en el que perecieron en 2006 43 ciudadanos de toda edad y condición. Ya se sabe, porque lo han dicho quienes estaban allí, cómo se comportó la comisión de investigación, manejada por los gobernantes (entre ellos Cotino, que era consejero; ahora es presidente de las Cortes), para dejar en nada las preguntas que había acerca de lo que había sucedido. En el programa, Évole hizo esas preguntas, se las hizo a Cotino, y éste reclamó su derecho a seguir callado. La gente ahora ha salido masivamente a la calle, impulsada por ese programa, a hacerle las mismas preguntas. En la calle, junto a las iglesias que él frecuenta como católico.

Estuve allí, escuchando, oyendo hablar, hablando con algunos de los concentrados. Fue un día de reivindicación y de periodismo, el día, precisamente, de la Libertad de Expresión en el mundo. Por la mañana, trabajadores de la Radiotelevisión Valenciana, en lucha por sus puestos de trabajo, pidieron perdón a las víctimas porque estos canales oficiales nunca se han ocupado de sus reivindicaciones. Y por la tarde la gente concentrada celebraba que, con otros medios valencianos que no están bajo el control de la Generalitat de Camps y sucesores, este programa de Évole viniera a arrojar luz sobre un hecho aviesamente silenciado para que se viera mejor la visita del Papa.

 

El País

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