Mira que te lo tengo dicho

Sobre el blog

¿Qué podemos esperar de la cultura? ¿Y qué de quienes la hacen? Los hechos y los protagonistas. La intimidad de los creadores y la plaza en la que se encuentran.

Sobre el autor

Juan Cruz

es periodista y escritor. Su blog Mira que te lo tengo dicho ha estado colgado desde 2006 en elpais.com y aparece ahora en la web de cultura de El País. En cultura ha desarrollado gran parte de su trabajo en El País. Sobre esa experiencia escribió un libro, Una memoria de El País y sobre su trabajo como editor publicó Egos revueltos, una memoria personal de la vida literaria, que fue Premio Comillas de Memorias de la editorial Tusquets. Otros libros suyos son Ojalá octubre y La foto de los suecos. Sobre periodismo escribió Periodismo. ¿vale la pena vivir para este oficio?. Sus últimos libros son Viaje al corazón del fútbol, sobre el Barça de Pep Guardiola, y Contra el insulto, sobre la costumbre de insultar que domina hoy en el periodismo y en muchos sectores de la vida pública española. Nació en Tenerife en 1948.

Eskup

Llamazares ante el cielo de Ibiza

Por: | 29 de junio de 2013

La literatura es tiempo, y representa una lucha contra el tiempo, un espacio de silencio en el que quien escribe busca su curación y la procura también al lector. Saúl Bellow (citado por Antonio Muñoz Molina) recuerda que la única curación posible la proporciona un libro. Es consecuencia de un ritmo interior, y ha de conectar con el alma de quien lee, que en un instante mágico coincide con el sonido de quien ha inventado las palabras para sugerir o para recordar. Se escribe para parar el tiempo, o para concederle el espacio de lo eterno, para fijarlo. Así escribe Julio Llamazares y así escribió su último libro, Las lágrimas de san Lorenzo (Alfaguara), del que habló este viernes en el Museo de Arte Contemporáneo de Ibiza.

         Los territorios isleños son muy especiales, en su configuración y en su espíritu, e Ibiza es uno de esos espacios que, ocurra lo que ocurra, se llene de turismo en verano o se quede en silencio en invierno, siempre tendrá la zona en la que no se apaga la luz de su alma, la que cautivó a Aldecoa y a Azcona, y a Sánchez-Ferlosio, y la que sigue atrayendo a seres humanos que aquí recuperaron las ganas de seguir vivos. Tras ese coloquio con Llamazares en el MACE (la E es de Eivissa) un asistente llamado Carlos explicó que él era un hombre de negocios, poseído por la prisa y por la parte de fuera del tiempo; un día vino a Ibiza (a Eivissa) y aquí encontró otra dimensión de la vida; la risa, la amistad, la noche, el teatro pasaron a ser sus preocupaciones vitales, su ámbito de vida, y eso le devolvió una alegría que antes no había conocido. Un artista alicantino que vino aquí en 1976 y que ya es de Ibiza para siempre me contó, después de esa presentación, por qué se quedó. Ibiza te atrae o te rechaza, pero si vuelves, después de aquella primera experiencia, ya la isla es tuya, y para siempre. Algunas personas que escucharon a Llamazares contar cómo fue naciendo Las lágrimas de san Lorenzo –la historia de un hombre que vuelve a Ibiza con su hijo, tras una vida que requiere recuento sentimental, que él aborda mirando al cielo para explicar al muchacho el fenómeno de las estrellas fugaces—le dijeron al escritor leonés que ellos habían vivido personalmente muchas experiencias que se cuentan en el libro, que es obviamente un relato de ficción.

         A Llamazares no le extrañó; no extraña que un libro (como los de Onetti, como los del citado Muñoz Molina, como este de Llamazares, sean constituidos por la ficción o por la realidad) conecte con el alma del lector hasta convertirse en parte de esa experiencia ajena. Pues se escribe, ficción o realidad, para contar experiencias universales, y casi todas ellas (dijo Llamazares) tienen que ver con la búsqueda de la felicidad y con todo lo que hay mientras tanto: la soledad, la lucha por ahuyentar la sensación de ahogo que se produce en cualquier ser humano en el transcurso de esa búsqueda. Por eso, porque el escritor va buscando en el ahogo, el ritmo de la escritura tiene que ver con la música de la respiración, y siempre es una respiración que siendo peculiar y personal y de cada uno termina siendo de todos. Lo singular en literatura acaba siendo colectivo si el libro es bueno.

         Fue una sesión especialmente honda, sugerente; no siempre se halla en el coloquio sobre literatura (éste lo moderó Pilar Reyes, la editora de Llamazares, a instancias de Elena Ruiz, la directora del museo) la respuesta esencial a lo que la gente pregunta habitualmente: por qué escribe, por qué escribió en concreto este libro. Llamazares estaba hablando, como él dice, en una patria personal, la que le dio la literatura, pues él no es de Ibiza, y pasa aquí temporadas cortas desde hace décadas; pero para escribir este libro, para evocar esa historia de soledad y de explicación de la soledad, pensó en seguida en el cielo de Ibiza y en un tiempo como este, el verano de la isla cuyo cielo no recoge ni el ruido ni la ansiedad de la tierra, sino que se muestra, indiferente y magnífico, como un territorio en el caben todos los sueños.

Para él, “esta isla tiene como una especie de veneno” que te hace regresar o soñar con el regreso, igual que les pasó a tantos de los que, como Aldecoa, como Azcona o como Ferlosio, o como el propio Llamazares, sintieron que aquí había una luz especial y no era tan solo la luz del cielo ni la luz del sol ni la luz de las noches. Hay una luz en Ibiza que sólo se entiende si uno mira por dentro ese resplandor, y eso sólo se logra atendiendo a la música, a la palabra, al alma de algunos libros como este que Julio Llamazares le ha regalado a la isla.

 

Ahora se posa el tiempo como un mirlo o como un cuervo sobre Rayuela y unos dicen, los que son como cuervos, que se le pasó el arroz, mientras que los que son como mirlos (o los que somos como mirlos) la atraemos a este tiempo para que siga siendo el sonido de la primera vez que ese libro empezó a decirnos lo que nos parecía que queríamos escuchar.

Se imprimió tal día como hoy en Buenos Aires hace medio siglo; otros libros salieron entonces y antes; sorprende que sea Rayuela precisamente aquel que recibe más verificaciones de añada, como si el libro mismo fuera culpable de su vejez, o como si su vejez fuera un accidente capital y no un mérito o una circunstancia que se añade al hecho mismo de que siga existiendo.

En fin.

Lo cierto es que de ese libro se ha hablado tanto, y se seguirá hablando tanto, que ni siquiera el eco que merece se escucha sin merma, como si a Rayuela hubiera que quitarle rayas hasta su desaparición final. Ignoro qué pasará dentro de veinte años o de cien años; el olvido es lo que no hay, decía Borges, y sobre esta obra no habrá olvido, como no lo hay sobre los poemas juveniles de Rilke o sobre los sonetos de Octavio Paz. El desdén no es olvido sino una recreación de la envidia para que los autores sufran aunque ya no existan. 

En un tesoro debido a Luis Rosales y a Félix Grande, un número especial de Cuadernos Hispanoamericanos dedicado a Cortázar y publicado en 1980, hallé una hermosa carta de Juan Carlos Onetti, que ya no era un chiquillo ese año; en ella, el autor de El astillero le cuenta a Julio, tanto tiempo después, qué le pareció Rayuela. Y como Onetti es tan inasible, tan escaso en su correspondencia conocida, y tan grande, me pareció que su juicio podía ser un buen punto final a esta serie de crónicas de un lector de esa novela que cubre zonas sagradas de tantas bibliotecas.

Dice así lo que concierne al libro que comenta Onetti:

“Pasaron años y Cortázar, no sé si en París o Buenos Aires, publicó un libro de cuentos, varios libros, que me deslumbraron y siguen haciéndolo cada vez que los releo. Y son muchas veces. Después, sin aviso previo, apareció Rayuela. Ahí Cortázar se descolocaba y colocaba. Se descolocaba de la tradición novelística de nuestros países, aceptada o robada de lo que se escribía en España o Francia. Su actitud resultó escandalosa para infinitas momias, rechazo que no lo conmovió porque deliberadamente se trataba de provocarlo. Y el autor se colocaba, sin buscarlo, sin buscar nada más o menos que un entendimiento consigo mismo, al frente de una juventud ansiosa de apartar de sí tantos aplomos, de respirar un poco más de oxígeno, de entregarse con felicidad a la zona lúdica y sin respuesta satisfactoria de su propia personalidad”.

Y ya directamente le dice a su amigo Julio:

“Claro, Julio, que las momias lo siguen siendo –aunque a veces se desembaracen de algunas escasas vendas—y la literatura nuestra necesita muchas e imprevisibles Rayuelas”.

Ahí está, el libro, cincuenta años después, alertando a las momias que quisieron sepultarlo. Ahora Rayuela es parte del tiempo.

Crónica de un lector de Rayuela 6. El autor en persona

Por: | 27 de junio de 2013

Para un lector de Rayuela encontrarse con el autor suponía entonces (y en cualquier tiempo) un acontecimiento mayor de la vida. Y me encontré con él en Ámsterdam, en el curso del primer viaje que hice a Europa, acompañado en su último tramo por un gran amigo mío, arquitecto y fotógrafo, Carlos A. Schwartz, que sigue ejerciendo ambos oficios.

Era 1972 y aún vivíamos como si la vida siguiera en los libros; en Canarias ese libro, igual que Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante, había causado un impacto muy especial. Había amigos que se sabían capítulos de memoria de ambas novelas, y no sólo el famoso capítulo 7 de Rayuela. Los más osados de entre nosotros llamaban Julito a Cortázar y Guillermito a Cabrera Infante, aunque nunca supieron de ellos más que por sus libros. Pero era enorme la familiaridad. Aun ni Carlos ni yo conocíamos a Cabrera Infante, de quien luego fuimos muy amigos, igual que somos amigos de Miriam Gómez, su viuda.

Entonces había pocas fotografías, pero sí los habíamos visto. A Cortázar, en concreto, en unas hermosas fotografías de Antonio Gálvez, que con frecuencia nos hacía llegar José-Miguel Ullán para ilustrar sus excelentes crónicas culturales que enviaba desde París para las páginas literarias de mi primer periódico, El Día de Tenerife. Así que Carlos, que es tan alto como lo fue Julio Cortázar, lo conocía perfectamente, porque además había leído Rayuela. Por eso no fue extraño que él lo reconociera de inmediato caminando por una plaza de la hermosa ciudad holandesa. Me dijo:

    --Juan, Cortázar.

    Nos acercamos a él, el fotógrafo Schwartz y el periodista Cruz. Era muy alto, muy delicado, flaco, pecoso, muy formal; llevaba una chaqueta de solapas cortas, y sus hombros parecían salirse de las costuras, pues esa delgadez rellanaba con dificultad esos tejidos. Nos dimos la mano, nos presentamos. Cuando le dije mi nombre me dijo algo que tuvo que explicarme. Como el Martín Fierro tenía un amigo que se llamaba Sargento Cruz él me dijo, de broma, que siempre recordaría mi apellido. Como no capté la chanza él me explicó esa circunstancia y ya no he podido olvidar el poema de José Hernández siempre que me acuerdo de Cortázar.

    Ese encuentro duraría un cuarto de hora, o diez minutos; con la avidez que entonces yo abordaba cualqueir hallazgo o cualquier encuentro, esa rememoración ocupó muchas columnas en mi periódico. Con razón me dijo Cortázar, cuando recibió en su casa ese material conmemorativo de nuestro encuentro en Ámsterdam, que yo era un tipo francamente exagerado. Luego, en París, traté de encontrarlo por teléfono, y lo hallé, fue cuando me habló de mi exagerada crónica del breve encuentro. Pero ese hallazgo telefónico tiene mucho de cortazariano; como se produjo entre testigos me atrevo a contarlo aunque parezca una fantasía. Sólo tenía el número de su calle, pero no tenía su teléfono. Y su nombre no venía en el directorio. Cuando descubrí esa circunstancia decidí llamar a cada uno de los abonados. Empecé por la mitad de la lista; era un tal Dupont, médico interno de hospital. Parece mentira, pero ese número era en efecto el que correspondía al domicilio de Julio Cortázar. Hablamos un rato; que esa coincidencia fuera posible trasladaba al terreno de la realidad lo que nos pasaba con la novela: todo es posible, y la fantasía es más tangible que la realidad.

    Luego lo vi otras veces. En Madrid, casi al final de su vida. Cuando supe de su muerte fue como si el mundo hubiera clausurado una puerta. Ahora que rememoro aquí su libro más importante sé que no estoy hablando de alguien cuya obra fue sólo su escritura. Respiró, bailó, cantó Rayuela para que nosotros respiráramos, bailáramos, cantáramos ese libro. Para celebrarlo vengo escribiendo esta crónica estos días. Tal día como mañána salió Rayuela de la imprenta. A muchos nos cambió la manera de saludar la literatura. Y la vida.

Crónica de un lector de Rayuela. 5. El libro mismo

Por: | 27 de junio de 2013

Primero leí Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante. Fue después de un examen de Historia de la Filosofía, en la Universidad de La Laguna. El profesor, Emilio Lledó, que entonces tenía 39 años, era para nosotros Don Emilio, y así siguió siéndolo para muchos, entre otros para mí. Ya entonces era un hombre con una enorme autoridad moral entre nosotros; enseñaba Filosofía e historia, y no sólo historia de la filosofía, y nos despertó un enorme interés por la lectura. Todo podía estar en los libros, y él hablaba desde los libros para explicarlo todo; o, más bien, desde las palabras. La palabra era la esencia, y en la palabra estaba el ritmo, el alma de las cosas, de los sucesos y de las personas. En aquel momento él acababa de ponderar un atrevimiento, pues nos había pedido un ensayo, cualquier ensayo, que tuviera como sustento nuestro conocimiento de las palabras, y yo le había hecho un trabajo sobre el movimiento pánico que entonces agitaba (esa es una buena apalabra, agitaba) Fernando Arrabal en París. Cuando dejé el aula y tomé la guagua que me llevaba a mi pueblo iba con la soñolencia adecuada para el sueño y para el sueño de la literatura. Como entonces las guaguas paraban mucho, ésta me dejó en La Orotava, en el norte de la isla, a unos kilómetros del Puerto de la Cruz, mi pueblo. Y paramos justamente delante de una librería en cuya estantería más visible vi aquella portada mítica del libro más famoso de Guillermo Cabrera Infante. Cuando llegué a casa lo empecé a leer, y no acabé hasta que vinieron las luces del día siguiente. Fue un descubrimiento extraordinario, un gozo. Una lectura voraz que hacía imprescindible cada palabra y cada ritmo y cada sustancia del humor del cubano. Inolvidable, y ya inolvidable para siempre.

       Rayuela vino inmediatamente después, y fue una lectura muy distinta, más pausada, más obligatoriamente, y más placenteramente, pausada; como si ese libro de Cortázar sujetara la respiración bajo el agua, leí Rayuela conteniendo la respiración, modulándola, como si lo estuviera leyendo por dentro. Lo compré en seguida que leí la reseña de Rafael Conte en Informaciones; Lledó era nuestro gurú en la Universidad, Conte era nuestro gurú literario en los medios. Lledó nos llevó a las palabras, Conte nos llevaba a las novelas. Ya he contado qué pasó cuando empecé a leer Rayuela. Le dije a doña Antonia, la señora que cuidaba los cuartos del Colegio Mayor San Fernando, que no tocara el mío mientras yo estuviera leyendo ese libro; era ya un fetiche, un objeto que respiraba por su cuenta, desde la rayuela de la cubierta a los capítulos prescindibles, pasando por los más famosos capítulos, por los diálogos disparatados, por la melancolía indisimulada o por el hundimiento verdadero de las almas que no tienen otra salvación que el sueño.

       Ya era Rayuela, pues, más que un libro, era el descubrimiento de mi propia alma en surcos o caminos que yo mismo desconocía y que desconocería para siempre pero que seguían latiendo, y laten aún, como el principio indeterminado de una vida que se ha hecho leyendo y esperando. Leyendo libros o imaginando libros, esperando aún no sé qué, aunque en Rayuela, como en Tres tristes tigres, como en las clases de don Emilio Lledó, creí ver vías por las que ir caminando. Y por ellas voy caminando aún, en un mundo de adultos que a veces son incapaces de hacernos reír o pensar o vivir deseando que el otro también sea feliz. Rayuela, el libro. Aquella edición se perdió por el camino, delante de mi, en este escritorio, hay una edición parecida, pero no es aquella. Respira igual, me parece, y es el libro que leí para seguir leyendo.

Hay un libro fundamental para seguir lo que fue el boom de la literatura latinoamericana mientras estaba estallando ese momento peculiar en el que el entusiasmo y la ficción se agarraban de la mano. Es La llegada de los bárbaros. La recepción de la literatura hispanoamericana en España (1960-1981), cuyos editores fueron Joaquín Marco y Jordi Gracia. Lo publicó Edhasa en 2004 y es desde entonces una joya de obligatoria consulta.

       En La llegada de los bárbaros, que reclama una reedición quizá, o una versión más abreviada para que quepa en un bolsillo (tiene 1181), se recoge aquel movimiento de recepción que no fue siempre admirada, pero que en todo caso reflejó el fervor con la que el boom fue comentado en los círculos periodísticos y culturales españoles. Esa recepción dio paso, precisamente a partir de principios de los años 80, a una sintonía más descreída, menos fervorosa, hasta que a principios de los 90 se produjo un enfriamiento que afectó a algunos autores. Entre ellos, a Julio Cortázar.

       Pero en aquel momento, a mediados de los años 60, como recogen Marco y Gracia en su extraordinaria antología, Cortázar estaba en el centro del asombro.

Un crítico literario que ha sido y es fundamental para entender la relación de España con la literatura iberoamericana y extranjera, Rafael Conte, dio en su periódico, Informaciones, cuyo suplemento literario dirigía entonces antes de ser el corresponsal de ese periódico en París, noticia muy cumplida de ese asombro personal ante Rayuela.

       Como solía hacer Rafael Conte, aunque escribiera en periódicos en los que el espacio no resulta infinito, se entretuvo en situar a Cortázar antes de resaltar la importancia de la novela que tanto le había llamado la atención. La revista Índice de Juan Fernández Figueroa había hecho un amplio despliegue sobre la figura de Julio Cortázar, con textos del imprescindible Luis Harss, de Francisco Fernández-Santos y de José-Miguel Ullán, y con fotografías de Antonio Gálvez, que era entonces en París lo que ahora es, y muy gozosamente, Daniel Mordzinski. Así que la gente ya lo sabía: Cortázar era alguien muy especial, y Conte quería situarlo. Era el 2 de septiembre de 1967; Rayuela había sido publicada por Sudamericana el 28 de junio de 1963; pero entonces las cosas iban despacio. Y se leía más despacio; algunos dicen que mejor.

       Para empezar Conte puso a Cortázar al lado de Borges. Relativamente. “Suele decirse”, comentaba Rafael, “que Cortázar nace de Borges. Esta es una verdad relativa. Indudablemente, Cortázar es un escritor argentino, mejor todavía iberoamericano, y también es cierto que la literatura intelectual ha surgido en dicho continente de la mano sapiente y espléndida de Jorge Luis Borges. Borges ha sufrido un evidente influjo anglosajón”.

       Pero Cortázar… Lo dice Conte: “Cortázar, nacido de su línea, ha sufrido otra vieja influencia europea: la francesa”. Y esa es la raíz de Rayuela, el binomio del que disfruta no es tan solo el que marca la procedencia argentina del autor y su pasión por la literatura sino la querencia de Cortázar por autores de fantasías tan disparadas como Poe, los patafísicos, Jarry, Cocteau o Apollinaire, todo eso amalgamado con pasiones acaso extraliterarias (o no tanto), como el cine o Charlie Parker. Un argentino en París, dos de las casillas confundidas de la rayuela.

       Esas combinaciones aleatorias darían de sí, dice Conte, el asombro de Rayuela, que Cortázar pensaba (y decía) era dos libros. Esa broma metafísica del autor llevó a un universo entero de lectores a buscar las distintas maneras de leer el libro, cuando en realidad había que haber seguido su propia enseñanza (dictada en un cuento célebre) sobre la mejor manera de desplazarse: ir a pie, como siempre se ha ido; es decir, leer y leer, y leer sin otro orden que el que dicta el sentido común literario.

“Efectivamente”, concedía entonces el crítico, “Rayuela puede leerse normalmente, empezando por la primera página y terminando en las trescientas y pico de las casi seiscientas que tiene el libro. La otra manera de leerlo es seguir un orden, aparentemente arbitrario, indicado por el autor al principio, según un número que lleva cada capítulo fragmento, o hasta unas pocas líneas numeradas y que añadidas como apéndices explicativos –culturales, religiosos, informativos, documentales, diálogos inconexos, citas, trozos de periódicos, refranes, poemas, etcétera--, constituyen el resto del libro”.

       Rayuela representa lo mejor de Cortázar; Conte cree, lo dice entonces, que el escritor ha puesto en su libro “toda la gama de innovaciones técnicas de la literatura contemporánea”. Y lo hace en nombre de una actitud literaria: “la agresión a la realidad”, según el crítico. “Cortázar agrede a la realidad, la deforma y la maneja, sin por ello falsearla, sino explicándola con una ironía negra, perfectamente agresora, y siempre cruelmente lúcida”.

       Conte nos puso a muchos a leer. Fue esta nota, en concreto, la que a aquellos lectores juveniles nos llevó a las librerías. Queríamos saber qué era la Rayuela de la que hablaba Rafael Conte. Y salimos con el libro y ya no salimos de esa rayuela. Como dice ahora Harss, nos hicimos rayuelitas. Hasta hoy.  

Cronica de un lector de Rayuela 3. La edad del libro

Por: | 24 de junio de 2013

Hay gente que pregunta la edad de los libros y decide, en función de los años, qué pasa con ellos, o qué debe pasar, hasta cuándo duraron o hasta cuándo deben durar. Cuando deciden que los libros han envejecido porque ya tienen los años suficientes cometen el mismo error que cuando los arrinconan porque son demasiado jóvenes. Los libros no tienen edad o tienen la que los propios lectores se adjudican. O tienen las edades que uno les adjudique, o tienen todas las edades. Con Rayuela ha pasado desde hace algún tiempo que algunos le toman la temperatura o que otros le toman el pulso o que otros decretan su muerte. Es un libro que fue para adolescentes o para jóvenes, dicen. Entonces, ¿no es viejo? Es viejo pero fue joven para aquellos jóvenes. Ah, ¿y los jóvenes de ahora no podrían tener gustos similares a aquellos que lo leyeron en torno a 1965 como si estuvieran bebiéndose el elixir de la contranovela?

       Esta reticencia que mantengo ante los que decretan con respecto a esta obra mayor de Cortázar la vejez o el envejecimiento viene de un hecho que yo mismo presencié y ante el que sentí el mismo estupor que ahora padezco cuando evocan la edad del libro como argumento para arrinconarlo. Era 1992, cuando en España algunos habían decretado un boicot activo al boom de la literatura latinoamericana; tal día como hoy, 24 de junio, me habían nombrado director de Alfaguara, que era la editorial que mantenía los derechos de Julio Cortázar, y en una de las primeras reuniones que sostuve con mis compañeros de la editorial pregunté a qué se debía la anómala situación que consistía en tener los derechos del autor de Rayuela y ocultar sus libros en los almacenes. He contado en algún otro lugar la respuesta que obtuve: “Es que a Cortázar habría que traducirlo”. La indignación que me produjo esa frase fue el origen del mayor despliegue editorial que yo organicé en aquel entonces: reeditamos los libros de Cortázar, con especial énfasis en Rayuela, montamos una serie de actos en la Fundación March con las marcas Hay que leer a Cortázar y Queremos tanto a Julio, le pedimos al pintor Eduardo Arroyo que hiciera un póster que incluyera el capítulo 7 de Rayuela y nos sentimos muy gratamente sorprendidos cuando vimos entrar en los actos a numerosos jóvenes que querían saber de Cortázar, que querían leerlo y que llenaron aquellas salas de la March como si estuvieran ante una novedad musical de las que levantan masas.

       Aparte de todo ello, pusimos en marcha una colección, la de Cuentos Completos, que inauguramos con los cuentos de Cortázar, acaso lo mejor de su producción general; esos cuentos completos siguen siendo un éxito editorial, igual que Rayuela y como otros libros de Cortázar. No fue una resurrección, fue un justicia que se levantó frente a la incomprensión de los que decretan sin miramientos la muerte de un autor o el envejecimiento prematuro de un libro en concreto.

       Ahora que ha pasado medio siglo de la publicación de Rayuela quiero alertar contra los que la ponen a un lado, en el sitio de los libros viejos. Cuando vi la reedición del cincuenta aniversario, en la Alfaguara que ahora dirige Pilar Reyes, me llevé la alegría que me llevaba en días como hoy, cuando de niño me sentaban en una silla adornada de frutas y de plantas para recibir el día de San Juan. En mi caso, aquella emoción infantil no ha envejecido, igual que la emoción de releer Rayuela sigue intacta. Porque los libros que has amado, y que sigues amando, sólo tienen la edad que tu ánimo tenga en el momento en que los lees. Rayuela es un termómetro de tu tiempo, pero eso no tiene sino la edad del tiempo en el que tú mismo vives.

       ¿Cincuenta años? Quizá, pero habrá quienes lo lean hoy y sientan, como ante Stendhal, o ante Proust, o ante Hemingway, o ante Onetti, que ese libro se escribió ayer y para esa persona en concreto que lo está leyendo. Y será como un regalo de Reyes o como un regalo de San Juan que yo mismo me voy a hacer ahora.

En su libro Los nuestros, que es la biblia mayor del boom, Luis Harss explica su encuentro con Julio Cortázar, que lo había maravillado con Rayuela. Harss publicó su colección de entrevistas y encuentros (con Borges, con García Márquez, con Carlos Fuentes, con Mario Vargas Llosa, con Onetti, con Cortázar…) en 1966, tres años después de que hubiera aparecido el libro más importante de su casi paisano argentino (Harss nació en Chile pero se crió en Buenos Aires; como Clarín nació en Zamora). Ese libro insuperable, mítico y hasta hace un año verdaderamente inencontrable, ha sido publicado otra vez por Alfaguara, y es de nuevo un gozo sumergirse en él para redescubrir, por ejemplo, esa exaltación rayuelita (la palabra es de Harss) que a todos los lectores de esa novela nos entró en muchos casos hasta ahora mismo. Todos los rayuelitas quisimos vivir dentro de ese libro y Harss disfrutó de la circunstancia de decírselo en seguida a su autor.

       En la reedición de Los nuestros Luis Harss cuenta que él mismo quiso ser Cortázar, que “esperaba reconocerme en su mirada”. No había visto ninguna foto suya, cree, así que no le ponía cara… “Y me sorprendió… Era un pelirrojo pálido, flaco, pecoso, casi lampiño”. Tenía “algo del maestro de escuela de provincia que había sido, esos maestros que de noche se escapan a ser poetas. Y algo también de ese paseante secreto de pasillos que era en la Unesco, donde trabajaba como traductor. Era de una amabilidad que ponía distancia. (…) Un expatriado de alma, que era otra manera de ser argentino”.

       Como dice Harss, en ese momento ya Cortázar era “una figura en la imaginación de la gente”. Todos queríamos ser como él, hablar como él, caminar como sus personajes, y creíamos, además, que la literatura tenía otros modos de hacerse, pero que ninguno podía ser mejor que aquella que había abordado Cortázar. Nos planteábamos la literatura, como en Rayuela, y precisamente de eso habla Harss con Cortázar, como una consecuencia de la vida, y también como la vida misma, sin palabras o sólo con las palabras que escuchábamos en esos balcones oscuros en los que ocurrían acontecimientos extraños con los que nosotros soñábamos como si los viviéramos al tiempo que los contaba Cortázar. Como si a nuestra lectura sucediera el libro y éste no existiera antes de tenerlo en las manos.

       Esta conversación de Harss con Julio Cortázar es, más que probablemente, la más literaria del libro; parece una paradoja pero no lo es: es, también, la más vivida del libro, la que sustancia más la palabra vida. En algún momento Cortázar le dice a Harss que en sus libros anteriores (Bestiario, Las armas secretas) él no había llegado aún al alma humana, al hueso mismo de la vida, y que eso empezó a ocurrir en Los premios y terminó de pasar en Rayuela. La vida, la libertad y el humor, esos son ingredientes máximos de la novela. Los percibió Harss y de ello hablaron. Al principio, en esa conversación, Julio fue el hombre tímido que su entrevistador describe; como si entre ellos dos comenzara un combate de tímidos, uno va siguiendo ese discurso doble como quien ve bailar en un alambre (o en la tabla sobre la que Oliveira ve venir, en el vacío, a la mujer que le trae objetos que precisa para su obra doméstica) a dos seres humanos que han sido señalados para explicar Rayuela como si este libro fuera un ser humano.

       “Me di cuenta”, dice Harss, “que nos habitaba a todos”. Julio nos habitaba a todos, Cortázar nos hacía escribir a todos, todos nosotros bailábamos, sentíamos, caminábamos para imitar los pasos de la rayuela. Inauguró esa saga de bailarines Luis Harss; él comprobó un elemento que no tiene por qué estar en el libro de Cortázar, pero que se insinúa en el suyo y es evidente en las cartas que ahora habría que leer para tener claves de cómo se hizo el boom: Cortázar se alegraba de los premios ajenos, sugería los nombres de los otros para que no sólo Harss los fuera a buscar, le abría camino a los que él consideraba merecedores de ser considerados en la historia literaria, no cerró puertas ni balcones, ni le quitó el aire a nadie. Y, además, había escrito un libro que nos puso a respirar a todos los rayuelitas. Ahora hay que dar las gracias, además, al gran Harss, autor del mejor reportaje que mereció Cortázar.  

Crónica de un lector de Rayuela 1

Por: | 22 de junio de 2013

Una semana antes de que se cumpla (será el 28 de junio) el 50º aniversario de la impresión de la primera edición de Rayuela estuve escuchando en Madrid a una ilustre lectora del libro, la profesora cubana Ana María Hernández del Castillo, que desde hace mucho tiempo vive y enseña en Nueva York.

Ana María Hernández dijo, en ese acto que se celebró en el Centro de Arte Moderno (Galileo, 52, en el barrio de Argüelles), que Rayuela le salvó la vida cuando la leyó. Todos los lectores de Rayuela, y yo soy uno de ellos, tenemos una circunstancia que nos une al libro, que nos une también a Cortázar como si lo hubiéramos conocido, como si le debiéramos una aspiración o una esperanza. Este viernes era la primera vez que escuchaba a alguien decir que ese libro le había salvado la vida. No me extrañó.

Hasta entonces cada año Ana María, un mujer enjuta y vivaz, que lleva en su cara y en su mirada atisbos atlánticos de su ascendencia canaria, había pensado en suicidarse, y cada año posponía esa decisión. Hasta que leyó el más famoso libro de Julio Cortázar y éste le devolvió las ganas de vivir. Rayuela tiene poderes especiales; no es solo un libro, o un pensamiento, o una música; es un libro que te saca del pozo o te mete en él para que sepas que del pozo se puede salir; es un libro sobre la angustia, y sobre la angustia del otro, pero también es una nave para que navegues de ahí hacia el humor y hacia la vida. Ana María Hernández disfrutó de esa experiencia cuando leyó Rayuela. Y ahí está, feliz de contarlo.

Luego, por intermedio de Juan Goytisolo, que era su profesor en la Universidad de Nueva York, Ana María tomó contacto con el escritor argentino, que vivía en París. Lo conoció finalmente en 1972. Se hicieron amigos. Ella lo sabe todo de Cortázar, como si aún lo viera caminar por Montparnasse.

El resultado de su correspondencia (en el lado de las cartas de Julio, no de las suyas) está en los tomos 4 y 5 de la fabulosa colección que prepararon la viuda de Cortázar, Aurora Bernárdez, y el profesor Carles Álvarez, y que contiene una documentación exhaustiva sobre la personalidad literaria y humana del autor de Rayuela.

Ana María contó que cuando estuvieron en París ella y Cortázar, el escritor, un hombre ocupadísimo entonces como muestra precisamente esa correspondencia, le dio su tiempo y su conversación y juntos emprendieron un diálogo que para ella no ha terminado. En este acto de Madrid ella presentaba un libro singular, Circe La Maga. La hechicera en la obra de Cortázar, en el que aborda, desde el punto de vista del psicoanálisis jungiano, la consecuencia que tuvo en Cortázar su audaz lectura de John Keats, sobre el que escribió un libro que permanecía inédito a la muerte de Julio y que yo tuve el honor de reeditar en Alfaguara a mediados de los años 90. Cortázar murió en febrero de 1984.

La obra de Ana María Hernández del Castillo ha sido reeditada ahora por el Centro de Arte Moderno, en su colección de libros de bibliófilo, y precisamente para la presentación de ese volumen estábamos escuchando las confesiones de la autora de Circe La Maga, animada en el estrado por otra lectora apasionada de Rayuela, la profesora Mariángeles Fernández.

  Claro, lo que primero me impresionó, y lo que ya me abandonó en sus palabras autobiográficas sobre el resplandor que para ella fue Rayuela, fue aquella confesión, el libro la había salvado. Cada lector es un universo en relación al mismo libro; los libros tienen manos que cada uno toma como le parece, y la memoria devuelve luego la experiencia de la lectura con el vigor o la melancolía que haya impregnado esa experiencia. Y Rayuela es, para muchos y para mi también, un caso muy especial que aún late, casi cuarenta años después de su lectura, como si, en cierto modo, me hubiera cambiado la vida,  pues ya me la había salvado, en cierto modo, Tres tristes tigres de Guillermo Cabrera Infante. Cuando comencé el libro de Cortázar, en la vieja edición que conservé hasta que el viento de otras manos se la llevó, me pareció que aquel pedazo de vida que tenía en las manos debía permanecer intacto en mi memoria y en el cuarto del Colegio Mayor San Fernando de La Laguna, así que le pedí a la señora que arreglaba la habitación que no moviera nada, que dejara ese sitio intacto hasta que acabara el libro.

Luego conocí a Cortázar, en Ámsterdam, por casualidad, con mi amigo Carlos A. Schwartz, también en 1972, el año en que Ana María lo había encontrado. En París lo busqué y lo encontré gracias al azar extraordinario de los teléfonos, y luego lo encontré en Madrid cuando él acababa de publicar su obra sobre Nicaragua, hasta que fui su editor entusiasmado en los años 90, cuando en España dominada el desdén por el boom y decidimos mis compañeros de Alfaguara en América y yo mismo en España lanzar aquella campaña que se llamó Hay que leer a Cortázar y que llevaba como apoyo el subtítulo Queremos tanto a Julio.

 De esa experiencia editorial surgida de la admiración común por el autor de Rayuela nació la iniciativa de publicar la colección de cuentos completos latinoamericanos que se inició con las obras de Cortázar y de Juan Carlos Onetii. Luego conocimos esas cartas que primero Aurora Bernárdez y luego Aurora con Carles han ido seleccionando para que sepamos qué decía Julio cuando era tan solo Julio y se comunicaba con lectores como Ana María, dándoles la generosidad del tiempo y de la conversación.

Me sobresaltó escuchar a Ana María diciendo que Rayuela le había salvado la vida, pero no me extrañó. Los libros tienen manos, te suben. Luego he pensado, ante este folio cibernético en el que escribo rememorando mi propia lectura del libro más famoso de Cortázar, que a mi también me salvó Rayuela, aún no sé de qué, porque sigo leyéndola, pero sí sé que mi gratitud por ese libro es la que se suele sentir cuando un buen amigo te devuelve la vida o el saludo. 

Rayuela, un resplandor

Por: | 19 de junio de 2013

Hoy se pone a la venta la edición conmemorativa de Rayuela, de Julio cortázar, que salió por primera vez el 28 de junio de 1963. Hace 50 años. Ese día Sudamericana en Buenos Aires publicó una novela decisiva de nuestro tiempo. Después de miles de días y de millones de horas y de millones de lectores, la novela sigue viva y sale otra vez de otra imprenta, la de Alfaguara en España y en América. El tópico sugiere que ya no se lee igual, que el tiempo pasó por ella; esa expresión es una maldición literaria, una estupidez y un desprecio a la inteligencia del libro, que es por dentro y por fuera un desafío, un estudio del ser humano como es y también como no quiere ser, es un dedo en el ojo de la historia para hacerla llorar. Vale la pena vivir, y entre otras cosas para seguir leyendo a Julio Cortázar. Al libro le siguen creciendo patas y miradas y manos, como si nunca dejara de crecer, es un ser y una voz y también un silencio y un niño; ahora que se puede debe leerse, también, junto a las cartas que en ese periodo escribió Cortázar, sobre todo a su amigo el editor Francisco Porrúa. Esa correspondencia equivale a otro libro y pone en su lugar una relación mítica a la que el mundo literario no puede renunciar, la figura del editor. Conmueve encontrar ahí a Cortázar, inseguro, locuaz, enfadado, curioso, siguiendo minuto a minuto la salida del libro, desde la coma más inverosímil a la cubierta, pasando por las correcciones y hasta por los títulos de crédito. Volver a Rayuela es conmoverse otra vez como cuando se escucha a los niños decir las primeras palabras largas. Una felicidad y un resplandor. Larga vida a Rayuela. 

La España inmóvil

Por: | 16 de junio de 2013

Alertado por un artículo de Elvira Lindo en El País supe que Diego Galán había estrenado un documental, Con la pata quebrada, sobre la represión de la mujer tal como la ha tratado el cine español desde que aquí existe el sonoro. Vi el documental esta tarde y cuento aquí mi impresión de la película. 

Con la pata quebrada describe la evolución del tratamiento de la mujer en el cine, pero sobre todo retrata la dificultad para que entre nosotros la historia sea pasado. Los vicios y las costumbres represoras que cubren desde ese periodo republicano, en el que se produjo un respiro educativo, hasta nuestros días, persisten de alguna manera en la sociedad; y a veces persisten de manera grosera e indignante, en las más diversas formas, la peor de las cuales es la violencia doméstica que durante años fue tolerada e incluso alentada.

Tras aquel respiro educativo republicano, que se refleja en la película de Diego Galán, la Iglesia y el poder militar se aliaron para devolver a la mujer a lo que el machismo nacional y el régimen consideraron que era su sitio, la casa, y con la pata quebrada.

Tras la muerte de Franco y después de la transición, que dieron de sí un cine a veces estrafalario pero que reflejaba con mucho realismo la ansiedad del cambio hacia la igualdad, la cultura y la educación españolas se mostraron herederas naturales, y a veces sobrenaturales, del déficit educativo que la alianza régimen-Iglesia provocó en España. Hubo libertad y libertades, pero en el fondo del alma ibérica seguía sobresaliendo el empobrecimiento de las mentes de los que insistían en que la mujer debía quedarse en casa, haciendo sus labores y soportando el furor del macho.

La película va siguiendo esos pasos, tan solo con el argumento que van sugiriendo las películas que Galán tomó como ejemplo de cada uno de los periodos o de los asuntos (el sexo, el matrimonio, la casa, el trabajo) en los que se siguen prodigando la desigualdad en la que se sigue desenvolviendo la naturaleza de las relaciones hombre-mujer en España. El director no interviene, una tenue descripción (que lee el actor Carlos Hipolíto, que es también la voz de Cuéntame) va llevando al espectador de un asunto al otro como en un trávelin.

Dentro de ese argumento que Diego ha editado a veces con humor y a veces con estupor sobresale un hecho maldito que nos persigue: la falta de una educación verdaderamente igualitaria y sensible está en el origen de esta España inmóvil que se sigue lanzando a la calle para impedir que los derechos ya alcanzados (el aborto, sobre todo) sigan su curso legal en favor de la liberación de la mujer.

Que sea actualidad esa expresión, la liberación de la mujer, es un elemento sustancial del fracaso educativo y moral que arrastramos. España ha hecho muchos avances sociales, culturales y políticos, en el derecho y en las costumbres, pero ese concepto del que parte la película, que la mujer ha de estar siempre disminuida ante el hombre y ante la vida, convive con nosotros como un mantra. El cine lo cuenta y Diego Galán, con sutileza y sentido de la historia, y sentido común, lo ha contado en una película que aconsejo.

 

El País

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