Mira que te lo tengo dicho

Sobre el blog

¿Qué podemos esperar de la cultura? ¿Y qué de quienes la hacen? Los hechos y los protagonistas. La intimidad de los creadores y la plaza en la que se encuentran.

Sobre el autor

Juan Cruz

es periodista y escritor. Su blog Mira que te lo tengo dicho ha estado colgado desde 2006 en elpais.com y aparece ahora en la web de cultura de El País. En cultura ha desarrollado gran parte de su trabajo en El País. Sobre esa experiencia escribió un libro, Una memoria de El País y sobre su trabajo como editor publicó Egos revueltos, una memoria personal de la vida literaria, que fue Premio Comillas de Memorias de la editorial Tusquets. Otros libros suyos son Ojalá octubre y La foto de los suecos. Sobre periodismo escribió Periodismo. ¿vale la pena vivir para este oficio?. Sus últimos libros son Viaje al corazón del fútbol, sobre el Barça de Pep Guardiola, y Contra el insulto, sobre la costumbre de insultar que domina hoy en el periodismo y en muchos sectores de la vida pública española. Nació en Tenerife en 1948.

Eskup

El viaje a Compostela

Por: | 26 de julio de 2013

Es cierto lo que decía Brecht: hay que cantar también en los tiempos oscuros. Y lo que decía Vallejo, hay golpes en la vida tan fuertes, qué sé yo. Pero a veces la realidad de la vida no permite las palabras sino el sentimiento, lo que viaja por dentro, lo indecible, lo que sólo está en la mirada. Estos días ha sido y es tan impresionante el impacto de la tragedia de Santiago de Compostela que ningún alivio, ni siquiera la quimera de que aún sea tan solo una pesadilla, es capaz de hacer que el círculo concéntrico de la pena halle otro aposento que la rabia.

       Esta mañana, en la televisión, una joven de veintiún años que cambió de tren en Orense y ya no siguió el viaje que la debía haber llevado a esa ruta nefasta en la que el tren descarriló decía que aún sentía en su cuerpo y en su ánimo la sensación de rabia por el destino de muchos de los que sí habían seguido. En cierto modo, a ella le tocaba, o le hubiera tocado ese destino, su trayecto natural concluía en Santiago, pero el azar de los billetes la detuvo en otra ciudad, y allí se quedó con sus amigos. Le quedaba un consuelo, que no era capaz de sacarla de su decaimiento, sin embargo: los amigos que había hecho en ese tren atroz se habían salvado.

       Pero murieron tantos. Uno ya son tantos, y ochenta son tantísimos. Soy de una generación que ya contempló muchas catástrofes, algunas de ellas en las islas Canarias, donde, en el aeropuerto de Los Rodeos, se produjo en mi juventud un accidente aéreo que aún pone los pelos de punta en las estadísticas y en los corazones. Más adelante vivimos otros azares atroces, como aquella tremenda escena de la niña Omayra muriendo ante la cámara en el proceso de las inundaciones del Nevado del Ruiz colombiano. La vida es, en algún momento, catástrofe; el verano (recuerden Biescas) convoca muchas de estas distracciones terribles de la alegría, estas tristezas inconmensurables de las que no se libra nadie, desde Indochina a Galicia, desde Estados Unidos a la India. Y no vale la advertencia de la precaución; los precavidos son también víctima de la fuerza de la coincidencia, de ese inclemente efecto mariposa que no se sabe dónde pica la flor maldita de la muerte.

Por razones que tienen que ver con la pasión literaria por Álvaro Cunqueiro me tocaba este fin de semana viajar a Mondoñedo, y ahí iré, pasando por Santiago de Compostela. Ahora, mientras escribo, está a punto de salir el avión; la ruta es la más bella entre las rutas bellas de España; allí, como diría Gonzalo Torrente Ballester, da la vuelta el aire de la civilización occidental, por allí pasan historias de poetas y artistas, sacerdotes y santos, laicos maravillosos y civiles que han hecho de su paso por la tierra una celebración de la vida. Y está el Obradoiro, y la gran literatura gallega, y la música. Sin duda, todo eso alivia del dolor, o debería; pero no es cierto, el dolor está instalado, es el presente más nítido y más terrible.

Hay un instante en que el dolor humano es una pelota que cabecea sin destino sobre la pared oscura de lo que no tiene razón ni esperanza. Damos el pésame, cubrimos al otro de la habitual retahíla sentimental de las condolencias, pero sabemos que no basta. Manuel Rivas, el gran poeta, envió a sus amigos una fotografía, horas después de la tragedia, en la que se veía un nido vacío. Era su símbolo de desolación tras la tremenda conmoción vivida en su tierra y vivida en todas partes.

La imagen inolvidable –el por qué del suceso—del tren rompiéndose en pedazos en medio de una lluvia de llanto no tiene otro parangón que la imagen de esas personas que lloran desesperadas mientras buscan, en las listas y en los hospitales, el resquicio de una esperanza. Pero esa foto del poeta constituye una metáfora singular, esencial, de lo que es la desolación cuando no se puede decir.

El nido vacío, el centro del mundo de pronto despojado de un ser. Decía Rivas que cada persona es una nación; en medio de ese nido en el que habita cada uno de nosotros está nuestro mundo de afectos, la mano a la que nos agarramos cuando estamos solos. Y cuando se vacía el nido ya alrededor todo es estupor en los alrededores de nuestra vida. Brecht tenía razón, pero cuánta razón tenía sobre todo César Vallejo. Hay golpes en la vida tan fuertes, qué sé yo.

"Me encontré solo y escribí poemas" (Arturo Maccanti)

Por: | 20 de julio de 2013

En un cierto periodo de mi vida, que también fue de la suya, viajé por esos mundos con un libro de Arturo Maccanti en mi equipaje. Hasta que un día hice coincidir ese libro, en Perú, en el altiplano, en una librería viejísima que lo tenía todo, con uno de César Vallejo que en seguida le envié por correo al poeta de Aguere.

       En la vida uno se pasa el tiempo llevando libros de los poetas que quiere; los pone a dialogar con otros libros, con otros ecos, y al final esas coincidencias imponen el ritmo de lo que uno es. Uno no es ni su ambición ni su historia, o no únicamente; uno es al fin y al cabo el resultado de la poesía que escucha, de la música que lee, de la pintura que interioriza, del rumor extraño que forma su mente como consecuencia de todos esos estímulos.

       Por eso viajo con poesía en mi equipaje, porque la poesía es la síntesis perfecta de todas esas artes, y por esa razón durante tanto tiempo, estén o no sus libros en mi maleta, los versos de Maccanti, sus versos humanos, son parte fundamental de lo que siento. Sean o no sean siempre su sustento, mi ánimo en algún momento del día coincide con el que transpira esa poesía melancólica.

       Esa poesía es muchas poesías; se encuentran alzadas y juntas en una antología de 1989, publicada por la muy meritoria Biblioteca Clásica Canaria y prologada por el añorado Alfonso O´Shanahan. El título es el de uno de los libros de Maccanti, un eco cervantino: El eco del eco de un resplandor. En su muy ajustado prólogo a esa colección heteroclítica de libros pasados, O´Shanahan hace memoria de la estética de Maccanti y concluye explicando el resultado de su poesía: “”El resultado (…) es una poesía de candor voluptuoso, casi una erótica de la nostalgia, una historia (personal y civil) del dolor, la ambición y el absurdo, un cancionero del ansia”.

       Acaso por todas esas razones, por toda esa adjetivación ascética de su poesía, los versos de Maccanti me han servido en momentos extremos de mi vida, que en circunstancias seguramente distintas fueron también momentos graves de la propia vida del poeta. Pues lo que hace grandiosa, e imprescindible, la poesía es la facultad que tiene para retratar el ánimo ajeno contando el del propio autor. Y la poesía de Maccanti es como un breviario de afectos y de desengaños, de luchas y de pérdidas, y en medio de ese mar de riscos muy levantados hay zonas de sombra o de quietud a las que el poeta llega (y llegamos nosotros) desde el dolor, desde el ansia, desde la perplejidad de no saber de dónde vienen el dolor, la muerte, el castigo.

       Arranca O´Shanahan ese excelente prólogo, de las mejores piezas que le leí nunca al prologuista, relatando parentescos: Maccanti tiene “la angustia existencial de un Pavese, la profundidad de un Cavafis y la ternura de un Ungaretti. Además de ello”, prosigue el paisano grancanario del tinerfeño Maccanti, “su bondad es machadiana y su temperamento insular se entronca con Alonso Quesada”.

       “De pocos poetas canarios”, concluía O´Shanahan, “se puede decir lo mismo”. Ya es muy tarde, o tan tarde, lamentablemente, para comentar con Alfonso esa apreciación, pero es tan notable su sugerencia que valdría la pena prolongarla en el tiempo, y por tanto en el ahora mismo. Lo grandioso de la tradición poética canaria, gran parte de la cual se residencia en Arturo Maccanti, es el inmenso patrimonio que constituye, en relación además con otras lenguas y otras procedencias. En un tiempo se decía (lo decía otro Alfonso ya fallecido, Alfonso García-Ramos) que los canarios no estábamos dotados para la narrativa, que nuestro terreno de expresión era la poesía, y siempre sería así. No tuvo razón el extraordinario periodista y autor de Guad; pero sí es cierto que la poesía hecha en las islas a lo largo del tiempo, hasta ahora mismo, hasta la poesía, por ejemplo, de los Padorno (Eugenio y Manuel) o de Andrés Sánchez Robayna o del propio Maccanti, propone una lectura del mundo desde el acantilado o desde la orilla o desde el monte de las islas, pero entronca más arriba, en el eco de la poesía del mundo, en esas “raíces grecolatinas que constituyen los muros sobre los que se alza nuestra arquitectura cultural”.

       A mi me parece que los canarios nunca hemos sido muy conscientes, en los niveles universitarios o institucionales, de la importancia de ese bagaje; en realidad, del patrimonio cultural de las islas nunca se ha sido muy consciente en las islas. Siempre he tenido como un símbolo de esa dejadez el estado en que durante décadas (siglos) se ha mantenido en el norte de Tenerife la simple casa en la que nació Viera y Clavijo. Pero aparte de viviendas y de muros, lo cierto es que los canarios somos en general muy descuidados con respecto a la importancia que tiene la voz literaria como expresión de lo que siente un país, un pueblo, una región o como queramos llamar en este caso lo que acontece como realidad en el archipiélago. La burla a la que se somete todo lo cultural, en España y en Canarias, contrasta con la importancia radical, verdadera, que se le presta a estos patrimonios inasibles, los patrimonios del verbo, en tantos países que nos son cercanos, como Francia, como Inglaterra, como Euskadi o como Cataluña, por poner también en la nómina a esos otros territorios de la Península Ibérica.

       No sé por qué sucede eso, no sé por qué no se pone en valor eso entre nosotros. Probablemente porque nuestra posibilidad de olvido es similar a la capacidad de desdén de la que estamos dotados. No importa: ahí está, por ejemplo, la poesía de Maccanti, tanta poesía, como el eco del eco de un poeta que ayuda, y a mi me ayuda, a entender qué pasa cuando uno se conforta leyendo este verso que O ´Shanahan aconseja entre todos los de Arturo: “Me encontré solo y escribí poemas”. 

El llanto de Alegre

Por: | 13 de julio de 2013

Los adioses suelen llenarse de lugares comunes, pero esta vez, tras la muerte de la periodista Concha García Campoy, se ha producido una de esas excepciones que se guardan en la memoria como un hecho emocionante que se une a lo inolvidable.

Concha era una periodista fuera de lo común, y creó a su alrededor un ambiente igualmente excepcional: la atmósfera del respeto y de la amistad. El respeto por su trabajo por parte de quienes eran los sujetos de su información o de sus entrevistas y la amistad que se generó naturalmente en su entorno, de la que ella era el centro de irradiación. Consiguió ese clima siendo una periodista, lo cual desmiente algunos tópicos y muchos malentendidos.

       Existe la suposición, extendida por aquellos a quienes eso les interesa, que el periodista ha de ser un gruñón que además difunde su poderío –el de su palabra, el de su medio—hasta convertirlo en la base de su poder de amedrentamiento. Existe ese periodista, claro que sí, abunda en la grey, y se pone de manifiesto a todos los niveles, desde el nivel local al nacional; ese esquema le sirve a algunos –a muchos—para seguir mandando en función de la influencia que tienen sus medios y a la creencia extendida de que ante periodistas así es mejor manifestarse con prudencia y sumisión para no caer en sus invectivas. El chantaje tiene ese esquema y alcanza esas consecuencias.

       Concha actuaba de otra manera radicalmente distinta. Ahora he leído en muchos sitios balances de su trabajo, cruelmente truncado por tan precipitada desaparición. Ella misma ha contado cómo lo hizo, desde su procedencia ibicenca hasta los diversos saltos que hizo de medios y de emisoras, hasta que se consolidó como una gestora de opiniones ajenas y como una entrevistadora de primera división. Y una sola vez leí (en las semblanzas ajenas y también en sus propias palabras) un reproche, una mirada airada hacia atrás. Fue cuando le preguntaron por un nombre propio, el del periodista deportivo, tan notorio en otros tiempos, José María García.

Cuando ella le hizo una célebre entrevista a Alfonso Guerra, que aún tenía poder, el tal García, para afear a Concha sus preguntas, extendió el rumor sin fundamento alguno de que la periodista era amante del más polémico y poderoso –entonces—de los socialistas. Ese rumor era gratuito y además García sabía que le iba a salir gratis, como le salieron gratis en otro momento algunas otras invectivas. Pero Concha lo recordaba ahí simplemente porque le pusieron en la bandeja de los balances, en una entrevista, ese nombre en concreto, junto con otros a los que ensalzó con adjetivos que correspondían exactamente a su manera de analizar, con comprensión y justicia, a los que la rodearon en el oficio.

Esa misma manera de ser, justa, considerada, amable, la usó fuera del oficio, para trabajar con otros, para intentar sacarles a sus entrevistados y a los periodistas que trabajaron con ella, que fueron muchos --desde Fernando Delgado, que la descubrió, Javier Rioyo y Lorenzo Díaz, que la acompañaron en lo más trascendente de sus primeros años--, lo mejor que tuvieran dentro. En el caso de los entrevistados, esa no sólo era una actitud: se convirtió en una técnica. Ella creía que la amabilidad y el sigilo podían ser, en el periodismo que practicó, mucho más eficaces que el ofuscamiento y el grito; ahora ella no estaría cómoda en este griterío en el que se han convertido los espectáculos televisados de la opinión a ultranza que no respeta y además impide la opinión sosegada del otro. Ella ahora optaría por el silencio y el sosiego, y el sosiego fue lo que practicó siempre. Como entrevistadora, como conductora de las conversaciones periodísticas sobre la actualidad. Y como amiga, en la vida diaria, en la mesa y en el paseo, siempre. El sosiego y el entusiasmo fueron dos normas de su vida.

Esas armas no eran estrategias o tácticas, eran armas humanas, profundamente humanas, que fueron las que la convirtieron en la gran amiga de todo el mundo, la que se manifestó siempre con entusiasmo, hasta en los momentos más oscuros, para que los demás no recibieran las noticias del sufrimiento sino el aliento de su esperanza. Así hizo amigos; ahora he visto las fotografías de la despedida de Concha. Ahí, entre muchos, que lloraban y se abrazaban, expresando una desolación que representa la incredulidad que produjo noticia tan terrible y tan temida, singularizo a uno que en las primeras crónicas no estaba identificado en los pies de foto. Es Luis Alegre. Aragonés polifacético al que algunas crónicas del pasado llamaron, con justicia, el amigo de todo el mundo, Alegre responde a su apellido; su manera de ser concita en su entorno la alegría y la amistad, la expresión personal del contento para que los otros estén contentos. Él es para muchos el amigo alegre, el amigo Alegre; para Concha lo era en grado sumo, para Concha y para los amigos de Concha. El llanto de Alegre simboliza, me parece, el mejor subrayado de amistad que tiene la esencia de esta despedida emocionada de Concha García Campoy, periodista.

La ilusión devastada

Por: | 10 de julio de 2013

Concha García Campoy era una ilusión, una sonrisa, una voluntad de hierro en tiempos oscuros, y en tiempos luminosos. Representó en la regeneración ilusionada de la radiotelevisión española (y de Televisión Española) la apuesta por los nuevos rostros pero también por las nuevas dicciones, por una nueva imagen de este país dicha por gente joven que detrás tenía entonces la ilusión intacta.

Hizo un camino inverso al habitual, de la televisión a la radio, y luego hizo otra vez ese camino. Señaló su tiempo con su imagen pero también con su palabra; informó, entrevistó, le dio voz y cara a las noticias, pero dentro tenía el alma que le confirió a todo, y no desmayó ante el micrófono. Quiso saber, saber jugando, saber riendo, y también saber pensando, inquiriendo, tratando de hacer de las viejas sentencias del periodismo (periodista es gente que le dice a la gente lo que le pasa a la gente) una oración laica, una manera de estar ante los otros, y sobre todo ante los que miran o los que oyen.

Fue una bendición para la radio y para la televisión. Y para la amistad. Hace nada se comunicaba con sus amigos repitiendo la jaculatoria que no abandonó: volveré. No volvió. Murió hoy, en lucha por conservar la ilusión, la sonrisa y la risa. No puedo recordarla sino riendo, sonriendo, con las cejas unidas por una preocupación, pero presta siempre a cambiar el ceño para ayudarte a vivir.

Unas horas antes, por la mañana, otra noticia trágica, otra ilusión devastada. Esta vez, Jesús Robles, el artífice, con su mujer, María Silveyro, de la más audaz actividad librera, la que combinaba cine con libros con guiones con copas y con amigos, Ocho y Medio, la mítica librería que subsiste (gracias a la lucha de ellos dos) en la calle Martín de los Heros de Madrid, donde (aun) hay cines y donde (aun) subsiste esa librería.

Tuvieron tiempos terribles, y los sobrepasaron, con emoción y con esa audacia que ahora ya no ha podido con el cáncer. Tan joven Jesús. La noticia ha sido la crónica de otra devastación en un día aciago en el que parecía que todo iba a irse, en el calendario, como una fecha más de este verano que en Madrid no deja que crezcan los pájaros ni las frutas. Pues Jesús se ha ido.

Y no sólo eso; de pronto, mientras pasaba la tarde, las noticias se aceleraron en torno a lo más oscuro de los calendarios y apareció en las pantallas de los teléfonos la información de la muerte de un editor, Manuel Fernández-Cuesta, que hace una semana nos comunicó a los amigos que había sido invitado a dejar su puesto en la dirección de Península.

La última actividad en la que estuve con él fue hace unas semanas, en la presentación del libro de Manuel Hidalgo El banquete de los genios, crónica inolvidable del inolvidable encuentro de Buñuel con directores de cine en Los Ángeles. Allí hizo de editor, expresó su entusiasmo y también su cariño, por el autor, por el libro; cumplió con creces la tarea más imprescindible de todas las que son obligatorias cuando un autor te confía un manuscrito: asistir con entusiasmo al bautismo. Él aprendió ese oficio de otros maestros.

Un día, cuando no lo conocía aún, en 2005, me condujo a leer Editar la vida, de Michael Korda, que él había editado con entusiasmo y tino. Eser libro cambió mi vida cuando estaba variando del sector editorial al periodismo que volví a ejercer. Él supo, me cabe ese consuelo, hasta qué punto fue tan importante ese libro en mi vida, y por tanto lo importante que es su figura de editor en mi propia autiobigrafía en relación con los libros. Me llegó la noticia de su muerte mientras hacía una entrevista, precisamente; el latido de la vida siendo el contrapunto de la muerte. La vida siguiendo, editándose a sí misma, mientras los teletipos nuevos van dando cuenta de esta enorme devastación que es al fin y al cabo vivir.

Un comunista en calzoncillos

Por: | 07 de julio de 2013

Claudia Piñeiro ha escrito un libro muy emocionante, Un comunista en calzoncillos, la crónica familiar del momento en que de pronto se despierta todo en una adolescente argentina que presencia cómo el golpe militar solivianta su vida, la de su familia, la de sus compañeros de colegio, la de su país perplejo, dormido y doliente.

Preside ese escenario que parece una pesadilla después de hacer sido rocoso como un sueño un padre que presume de ser comunista y que alguna vez soñó con ser un héroe que saboteara, con humor y cierta alevosía, a los militares que toman el poder.

En la esencia de la historia están los descubrimientos, narrados con la velocidad sentimental con que ocurren a esa edad en que todavía se pregunta en silencio por el sexo o por la política o por la familia o por el amor.

La llegada de los militares al poder, después del desastroso y cruento regreso de Perón, instala en el país una dictadura cuyos símbolos de terror son ahora metáfora del poder ejercido para dañar y para matar, para anular; el modo que tiene Claudia Piñeiro de contar esa experiencia, que es la piel y el hueso de la generación a la que ella pertenece, es un ejemplo de narración autobiográfica (o aparentemente autobiográfica); el detalle marca el lenguaje y lo domina, y el recuerdo es a la vez lo que se cuenta y lo que se intuye, lo que se lee y lo que se adivina; es, a la vez, el sobresalto y el sosiego.

Claudia Piñeiro adelanta lo que es probable que sea ficción, o mentira, en su relato, pero yo he preferido leerlo como si siempre fuera verdad, desde la presencia del ombú, el árbol totémico de su vida en la plaza de Burzaco, donde nació, al descubrimiento inquietante de una mujer, la maestra, que ella teme que le robe el corazón a su padre.

Es un libro sobresaltado y bellísimo, que he leído como si fuera de visita, y para quedarme, a una época en que todos tuvimos el mismo susto que aquella adolescente que fue Claudia, aunque ninguno de nosotros tuvo el espanto tan cerca y, además, ninguno de nosotros tendremos probablemente el privilegio que adorna la principal virtud de Claudia Piñeiro: contar con sencillez y hondura un drama que seguramente ha configurado lo más bello y misterioso de su mirada.

Usa Claudia una frase de Léxico familiar, de Natalia Ginzburg. Ese libro es como un guante en el que guardar Un comunista en calzoncillos. "Sólo he escrito lo que recordaba. Por eso, quien intente leerlo como si fuera una crónica encontrará grandes lagunas (..) La memoria es débil, y los libros que se basan en la realidad con frecuencia son sólo pequeños atisbos y fragmentos de cuanto vivimos y oímos". Eso dice Ginzburg. Tras leer el libro de Claudia Piñeiro uno se siente parte de esa memoria, y también de lo que probablemente inventó la autora, porque la literatura produce ese latido: es verdad todo aquello que ya tú integras en tu propia biografía. 

La generación paréntesis de Joana Bonet

Por: | 06 de julio de 2013

La generación que ahora tiene por delante dos décadas para seguir influyendo en la creación del futuro de este país vive en estado de paréntesis; nació en una sociedad que descubrió valores públicos que ahora están en entredicho y fue depositaria de una fe en la política que ahora se ha hecho añicos.

Esa generación fue la adolescencia de la movida, cuyos cabezas de filas son ahora sus mayores; aunque estos últimos no estén aún en franca retirada, sí es cierto que a aquellos adolescentes que ahora tienen entre cuarenta y cincuenta años les correspondió pronto la antorcha, pero súbitamente se dieron cuenta de que casi no había fuego. Esa es la generación paréntesis; de ella escribe con una fuerza inusitada, con una melancolía que parece de fuego, Joana Bonet, periodista, escritora, madre de dos hijas, que conserva en la mirada una ilusión rara, porque no abunda. Ella era una de las adolescentes de aquella movida. Ahora no mira atrás, y si lo hiciera no se volvería estatua de sal: se volvería loca.

Lo que fue la movida es ahora una pavesa, una dulce nostalgia de la que se conmemoran aniversarios, pero no hay una herencia cultural clara, no se despierta la pavesa, y este país va a trompicones, como si se hubiera interrumpido la ilusión; como si la vela de la que hablaba Lewis Carroll (“me gustaría saber de qué color es la luz de una vela cuando está apagada”) no tuviera dentro ni la ilusión de la luz.

Así que esa generación que vino después, y que demostró fuerza y arrojo e ilusión, y que creyó que todo el monte era orégano, después haber sido marihuana, por ejemplo, se ha quedado ahora paralizada, en medio de la mordida burocrática, en un país oscurecido por el pesimismo de los datos y la evidencia de una crisis que no es tan sólo económica. Se han cambiado los paradigmas económicos, pero también se han hecho trizas los trajes que habíamos usado para mostrarnos en sociedad; y ya no sirven las viejas vestimentas, pero tampoco hay vestimentas nuevas. En el universo en el que antes se inventaba en libertad ahora no hay dinero ni para acudir a ver de cerca el resultado de los inventos. La cultura es la lesionada mayor de toda esta historia; pero también están en el banquillo de los jugadores en estado agónico la educación (que es la madre de todas las batallas), la información, y sobre todo está en el banquillo la posibilidad de entender que si no se mueve el estado inmóvil todos vamos a ser estatua de sal. O acabaremos locos.

Ese libro que ha escrito Joana Bonet (Generación paréntesis, Planeta) es una sacudida, un tango escrito a modo de twist o de rock, una especie de saludo poderoso a aquellos y a aquellas que de pronto se han parado como le pedía Espronceda al sol que se parara: para saludarlo y para que siguiera andando, alumbrando este tiempo sin proteínas. Y lo que esta mujer joven aun propone es precisamente una sobredosis de proteína para seguir caminando. He leído el libro como una carta multilateral, dirigida a las distintas generaciones que aún conviven con la suya, y he salido de ella con la consciencia de que es imposible que volvamos atrás (nosotros) pero con la esperanza de que ese tapón del que ella habla, ese paréntesis, se abra de una puñetera vez.

Joana Bonet te mete en lo que pasa sin contemplaciones, y desde el inicio: “El año nuevo llegó con sus costuras planchadas, precintado con papel de regalo, pero antes de nacer ya le garabatearon encima un grafiti con símbolos fatales: los pronósticos, tiznados por una incertidumbre que se desparrama de la misma forma que, lejos de disimularse, va extendiendo su cerco igual que si tuviera vida propia”. Así, en la frente, la primera; Rafael Azcona decía que este país tenía algunos personajes de cuya proteína dependía nuestra esperanza. Esa proteína ha sido despejada a córner; la generación paréntesis que radiografía Joana Bonet es esa proteína que el país ha despreciado; la ha dejado aún peor, entre corchetes. Sin empleo, o con empleos precarios, la espada de Damocles del desempleo sobre la identidad de sus ambiciones; el país ha derrochado décadas de educación suficiente (estudios en el extranjero, especialidades, doctorados…) y ha dejado de imaginar un porvenir para los que creyeron que tenían toda la vida por delante.

Esta situación, este paréntesis, es un drama que Joana Bonet cuenta con el gaznate lleno de ideas (ella vislumbra el futuro, ve salidas) pero también repleto de esa incertidumbre con la que abre su comprometido discurso. El siglo XXI empezó mal, como un dolor en la historia; y ya se ha ido cayendo y cayendo, y decayendo, hasta el momento en que, otra vez, hay que invocar aquellos versos en los que, en el peor momento del siglo XX, Bertolt Brecht dijo que también se cantará en los tiempos oscuros.

Generación paréntesis es una canción en los tiempos oscuros. Hay que estar atentos a la música que ella describe, pero mucho más a la letra: la letra es sangre de lo que está pasando, el resultado de haber puesto entre paréntesis la proteína.

Llamémoslo paréntesis, pero es drama.

 

 

Lucas, una historia de amistad

Por: | 03 de julio de 2013

Fernando Delgado ha escrito una historia sobre la amistad y para ello ha usado la metáfora de un perro, Lucas. El libro que la contiene (Me llamo Lucas y no soy un perro, Planeta) será presentado hoy por el autor y por Elvira Lindo en un restaurante de Madrid, Nänay (Barco, 26, a las 19.30) que también es un espacio cultural en el que se admiten perros. Será Elvira Lindo, la escritora que, disfrazada de Manolito Gafotas, fue acompañante asidua de Fernando ante los micrófonos de A vivir que son dos días en las temporadas en que él fue su director y conductor. Elvira escribió en elpais.com estos días un hermoso blog sobre su relación con los perros; es, también, una hermosa historia de amistad.

En el caso del libro de Fernando Delgado, Lucas es un perro que habita, en medio del odio, de la indiferencia o del amor en una familia de la que recibe todo ese tipo de sentimientos. Él cree que no es un perro, aspira a ser un niño, del mismo modo que el niño de la familia aspira a ser un perro. Finalmente, prospera el sentimiento más enconado, el del odio, y Lucas se ve fuera del ámbito de la familia, lejos de la mamá que lo adora y que lo mima. Una larga aventura posterior lo devuelve a la condición ya inexcusable de perro, hasta que las vueltas de la vida lo sitúan en el mismo ámbito en el que vivió años antes. Pero, como en el famoso poema de Pablo Neruda, Oda a las cosas rotas, ya nada es igual, todo se rompió.

Ese es, por decirlo así, el esqueleto del cuento que ha escrito Fernando. Pero dentro, en las venas y también en el hueso de la historia, hay una investigación sentimental en las razones que marcan los comportamientos humanos (o perrunos) con respecto a la lealtad, a la amistad, y en general a las relaciones que organizan, a veces involuntariamente, nuestras vidas. En este caso, el libro se puede leer, en efecto, como la historia de ficción de un perro que quiere romper la inercia de su estado para ser otro. Y también como la reflexión acerca de las ilusiones truncadas de un ser que lucha por ser uno distinto en un mundo en el que todo se impone para que no haya cambio ni posibilidad alguna de tenerlo. Yo lo he leído como la historia emocionante de la búsqueda de la amistad; Lucas se encuentra en algún momento de su aventura con un mendigo que quizá vivió en el mismo círculo cínico que lo arrojó a las tinieblas exteriores. Es ese filamento humano de amistad el que al final añora el perro porque es donde está el calor de su salvación.

Los que hemos tenido perros (yo tuve uno, también, cuando era un niño, y finalmente tuvo una historia lejanamente familiar a la de Lucas, y murió por el camino; luego vino Rita, más reciente, que había sido abandonada hasta llegar a nosotros) sabemos hasta qué punto esa mirada insistente de los perros demanda de nosotros lo que nosotros buscamos en ellos: el calor de una amistad sin otra contrapartida que un gesto. Con hondura poética, pero también con una enorme eficacia narrativa, Fernando Delgado ha sido capaz de trasladar en este cuento largo (137 páginas) su manera de mirar a Lucas de modo que lo leemos viendo cómo Lucas lo mira a él.  

El País

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