Quise releer uno de los grandes libros de poemas de Félix Grande, Blanco Spirituals. Lo hice para la sección que escribo para Babelia con cierta frecuencia, El revés y el derecho (el título de Albert Camus del que ya hablé ayer aquí). Babelia lo ha publicado hoy y aquí lo incorporo a esta serie de lecturas de agosto.
Este libro narra la noche, su sutileza y su humo, el alcohol fuerte y el agua de la resaca en la cara, la guerra (la de Vietnam) y el desastre de nuestra propia guerra, las miradas empobrecidas de los padres y el rumor de clandestinidad en las aceras, en los cuartos y en los prostíbulos. Ya había salido Rayuela, y aquí está su espíritu, y latían con fuerza los poemas de posguerra de José Hierro, el suicidio de Cesare Pavese y también su sentido lacónico y potente de la soledad y de la amistad, y de la muerte, y sobrevolaba Rimbaud, aquella aspiración que fue de todos los poetas que no habían superado los veinte años todavía.
Y aunque Félix Grande tenía 31 años cuando lo escribió, se imagina uno que de una sentada nocturna, o de 365 sentadas nocturnas, pues es como el diario de un día en la vida de todos nosotros, parece que lo deletreó con aquella edad ansiosa de Arthur Rimbaud. Pues entonces, 1966, casi todo el mundo tenía aquí veinte años, incluidos Pavese, Hierro, Rimbaud o Félix Grande. Era la edad de la rabia y de la ausencia, de la noche como antídoto del color gris de la vida. Era el tiempo de los contrastes: la guerra no se había acabado (verdaderamente) todavía, pues en el Pardo seguía la lucecita de velas de ceniza, y la muerte seguía poniendo huevos en la arena. España era un pobre país cuyos emigrantes se morían de anonimato y de tristeza en las casas funerales de Nueva York, como en el Réquiem de Hierro del que aquí hay tantos latidos. Y parecía que el túnel del tiempo se había abierto treinta años antes y no tendría fin el amargo desaire que la bota puso encima de las cabezas de varias generaciones, entre ellas la de este manchego que en este libro se atrevió con todo.
Pues en Blanco spirituals, que fue premio Casa de las Américas cuando a este premio no le habían caído encima los oprobios, Félix Grande quema las naves, cree que la inmortalidad que confiere la poesía, y el entusiasmo que conserva en las venas, le permitirá (y le permite) contar los polvos que hubo y los polvos pendientes y los desconocidos; le permite arremeter (y luego se arrepiente, en ediciones posteriores está reparada la injusticia) contra aquel William Falukner desdeñoso e insensato ante el dolor y el color negro; le permite su audacia juvenil, y la vena de la poesía, viajar a Nueva York a recontar alcantarillas del primer mundo en el que se escucha el grito de James Baldwin. Este libro es una excursión amarga por la que parecía que iba a ser la última de las guerras, la de Vietnam. Está escrito para que ese instante de la humanidad fuera memoria. Y ahora se lee así, como el mensaje en una botella pop.
Así que es, como Rayuela, y también como Requiém, un largo poema sobre la soledad de la noche, aliviada por la música y el cine y por los otros factores que entonces parecía que eran la frontera de la modernidad. Es, por decirlo con un lenguaje que es más de ahora que de entonces, un libro pop, en el que el autor se divierte igual que sus congéneres y sus coetáneos (los que tenían los veinte o los treinta) con descubrimientos que parecía que iban a estar siempre en nuestro universo o en nuestros oídos: los Beatles, Charles Aznavour, Juanito Valderrama o las cajetillas de LM, que fueron testigos olorosos de las esperas, de la desesperación y de la lenta fabricación de los celos. Silvie Vartan es un contrapunto de Sartre, a quien aquí se rinde tributo todavía, igual que Manolo Caracol es la reivindicación musical que requiere la pertenencia (del autor) a la más pura de las razas flamencas: la de los que la sienten en las venas.
Estaba todavía perviviendo y sobreviviendo la poesía social, y no había manera de deshacerse de ella; era un tiempo muy curioso: resultaban inevitables los materiales de Blas de Otero o de José Hierro, los testimonios, los recortes de periódicos, como instrumentos de la poesía, pero era imprescindible también incorporar el sueño nocturno, la pesadilla y la ensoñación, el enamoramiento personal, los documentos pop de la época. Es (podría haber sido su propósito) como una noche española pintada por Andy Warhol o gritada por Allen Ginsberg. Así se recitaba, así se cantaba cuando no nos oía nadie. Félix Grande se estaba yendo por el río de la narrativa sensual, no era tan solo la sociedad, la Onu, el entierro de los dioses, la mirada cansada de los padres, el dolor de James Baldwin, sino que aquí entraba, como entró en Jaime Gil de Biedma o en Juan Marsé, así que no necesariamente sólo en la poesía, la autobiografía, la imperiosa presencia del espejo. Están las lecturas propias, la música sentimental de Dávalos, el cabreo personal ante la frivolidad de Papini (que se burla de Sartre), y está, para que él lo aplique a su propia presencia ante el cristal (“la música me da en la calavera”) el eco herido de César Vallejo, el otro César, con Pavese, de Félix Grande.
El libro tuvo entonces, como en aquel tiempo sucedía, una acogida sorda y luego monumental. Lo leímos con la fe con que leíamos entonces. Un libro así (o cualquier libro) se lee ahora como si no hubiera sido escrito, con el desdén prescrito del que habla James Salter; el poeta sería de otra tendencia, mezclaba mucho los géneros, no se sabía si era Rayuela o Fogatas de agosto: esas cosas que se dicen para que no prosperen ciertos libros y sin embargo otros lleguen como obras maestras antes incluso de ser leídas. Pero quizá se leía entonces con la avidez de la adolescencia, y confieso que en aquellos años en que todos teníamos veinte años, o creíamos estar en esas edades, yo lo leí como leí Rayuela, como si hubiera sido escrito para mi, en el mismo cuarto en que mis amigos fumaban o bebían, escuchando clandestinamente discos cubanos con la voz de Pablo Neruda que nos habían traído los marineros que iban a África e iban desde La Habana a quién sabe dónde.
Tuvo muchos lectores buenos Blanco Spirituals, no solo nosotros, indocumentados universitarios. De su dossier de lecturas se podría hacer una pequeña enciclopedia, pero yo me voy a remitir a lo que escribió Fernando Quiñones, que quizá fue, entre los escritores que conocí y que ya no están, el más simpático de todos, un hombre de un raro desprendimiento. Escribió Quiñones en 1967: “Sobre los poemas de Blanco spirituals gravitan afortunadamente un fuego y un pensamiento puestos en su sitio, una acrecentada destreza (…) y un superávit de horas perdidas y ganadas con provecho plural”.
Es un libro vehemente e irreverente, y plural, el resultado entristecido y rabioso de un joven que desde el púlpito roto de la poesía lírica asiste “resistiendo” a “la precipitación de lo que nace”. Escribe, “y recuerdo imagino pienso” mientras alrededor y dentro de él se queman la guerra y la posguerra y sobre todo aquella guerra que marca de tristeza los rostros de los padres manchegos que vienen a ver a su nieta de meses.
Es la crónica de un día en la vida de Félix Grande, o de cualquiera de nosotros; la poesía es muchas veces (como en Pavese, como en Hierro, como en Biedma, como en Ángel González), como decía Fernando Savater para otro propósito, como un manuscrito hallado en un campo de concentración. El mundo que se describe en Blanco Spirituals, Vietnam, el racismo, la gris vigilancia de la España franquista, las generaciones perdidas, es también una partitura escondida en la ceniza de una metralla que sonaba aún en 1966.
Blanco Spirituals, de Félix Grande, está en Biografía 1958-2010), la obra poética del autor, edición publicada por Círculo de Lectores/ Galaxia Gutenberg en 2011.