Mira que te lo tengo dicho

Sobre el blog

¿Qué podemos esperar de la cultura? ¿Y qué de quienes la hacen? Los hechos y los protagonistas. La intimidad de los creadores y la plaza en la que se encuentran.

Sobre el autor

Juan Cruz

es periodista y escritor. Su blog Mira que te lo tengo dicho ha estado colgado desde 2006 en elpais.com y aparece ahora en la web de cultura de El País. En cultura ha desarrollado gran parte de su trabajo en El País. Sobre esa experiencia escribió un libro, Una memoria de El País y sobre su trabajo como editor publicó Egos revueltos, una memoria personal de la vida literaria, que fue Premio Comillas de Memorias de la editorial Tusquets. Otros libros suyos son Ojalá octubre y La foto de los suecos. Sobre periodismo escribió Periodismo. ¿vale la pena vivir para este oficio?. Sus últimos libros son Viaje al corazón del fútbol, sobre el Barça de Pep Guardiola, y Contra el insulto, sobre la costumbre de insultar que domina hoy en el periodismo y en muchos sectores de la vida pública española. Nació en Tenerife en 1948.

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Luz de agosto. 4. Blanco spirituals, de Félix Grande

Por: | 31 de agosto de 2013

Quise releer uno de los grandes libros de poemas de Félix Grande, Blanco Spirituals. Lo hice para la sección que escribo para Babelia con cierta frecuencia, El revés y el derecho (el título de Albert Camus del que ya hablé ayer aquí). Babelia lo ha publicado hoy y aquí lo incorporo a esta serie de lecturas de agosto.

 

Este libro narra la noche, su sutileza y su humo, el alcohol fuerte y el agua de la resaca en la cara, la guerra (la de Vietnam) y el desastre de nuestra propia guerra, las miradas empobrecidas de los padres y el rumor de clandestinidad en las aceras, en los cuartos y en los prostíbulos. Ya había salido Rayuela, y aquí está su espíritu, y latían con fuerza los poemas de posguerra de José Hierro, el suicidio de Cesare Pavese y también su sentido lacónico y potente de la soledad y de la amistad, y de la muerte, y sobrevolaba Rimbaud, aquella aspiración que fue de todos los poetas que no habían superado los veinte años todavía.

         Y aunque Félix Grande tenía 31 años cuando lo escribió, se imagina uno que de una sentada nocturna, o de 365 sentadas nocturnas, pues es como el diario de un día en la vida de todos nosotros, parece que lo deletreó con aquella edad ansiosa de Arthur Rimbaud. Pues entonces, 1966, casi todo el mundo tenía aquí veinte años, incluidos Pavese, Hierro, Rimbaud o Félix Grande. Era la edad de la rabia y de la ausencia, de la noche como antídoto del color gris de la vida. Era el tiempo de los contrastes: la guerra no se había acabado (verdaderamente) todavía, pues en el Pardo seguía la lucecita de velas de ceniza, y la muerte seguía poniendo huevos en la arena. España era un pobre país cuyos emigrantes se morían de anonimato y de tristeza en las casas funerales de Nueva York, como en el Réquiem de Hierro del que aquí hay tantos latidos. Y parecía que el túnel del tiempo se había abierto treinta años antes y no tendría fin el amargo desaire que la bota puso encima de las cabezas de varias generaciones, entre ellas la de este manchego que en este libro se atrevió con todo.

         Pues en Blanco spirituals, que fue premio Casa de las Américas cuando a este premio no le habían caído encima los oprobios, Félix Grande quema las naves, cree que la inmortalidad que confiere la poesía, y el entusiasmo que conserva en las venas, le permitirá (y le permite) contar los polvos que hubo y los polvos pendientes y los desconocidos; le permite arremeter (y luego se arrepiente, en ediciones posteriores está reparada la injusticia) contra aquel William Falukner desdeñoso e insensato ante el dolor y el color negro; le permite su audacia juvenil, y la vena de la poesía, viajar a Nueva York a recontar alcantarillas del primer mundo en el que se escucha el grito de James Baldwin. Este libro es una excursión amarga por la que parecía que iba a ser la última de las guerras, la de Vietnam. Está escrito para que ese instante de la humanidad fuera memoria. Y ahora se lee así, como el mensaje en una botella pop.

Así que es, como Rayuela, y también como Requiém, un largo poema sobre la soledad de la noche, aliviada por la música y el cine y por los otros factores que entonces parecía que eran la frontera de la modernidad. Es, por decirlo con un lenguaje que es más de ahora que de entonces, un libro pop, en el que el autor se divierte igual que sus congéneres y sus coetáneos (los que tenían los veinte o los treinta) con descubrimientos que parecía que iban a estar siempre en nuestro universo o en nuestros oídos: los Beatles, Charles Aznavour, Juanito Valderrama o las cajetillas de LM, que fueron testigos olorosos de las esperas, de la desesperación y de la lenta fabricación de los celos. Silvie Vartan es un contrapunto de Sartre, a quien aquí se rinde tributo todavía, igual que Manolo Caracol es la reivindicación musical que requiere la pertenencia (del autor) a la más pura de las razas flamencas: la de los que la sienten en las venas.

Estaba todavía perviviendo y sobreviviendo la poesía social, y no había manera de deshacerse de ella; era un tiempo muy curioso: resultaban inevitables los materiales de Blas de Otero o de José Hierro, los testimonios, los recortes de periódicos, como instrumentos de la poesía, pero era imprescindible también incorporar el sueño nocturno, la pesadilla y la ensoñación, el enamoramiento personal, los documentos pop de la época. Es (podría haber sido su propósito) como una noche española pintada por Andy Warhol o gritada por Allen Ginsberg. Así se recitaba, así se cantaba cuando no nos oía nadie. Félix Grande se estaba yendo por el río de la narrativa sensual, no era tan solo la sociedad, la Onu, el entierro de los dioses, la mirada cansada de los padres, el dolor de James Baldwin, sino que aquí entraba, como entró en Jaime Gil de Biedma o en Juan Marsé, así que no necesariamente sólo en la poesía, la autobiografía, la imperiosa presencia del espejo. Están las lecturas propias, la música sentimental de Dávalos, el cabreo personal ante la frivolidad de Papini (que se burla de Sartre), y está, para que él lo aplique a su propia presencia ante el cristal (“la música me da en la calavera”) el eco herido de César Vallejo, el otro César, con Pavese, de Félix Grande.

El libro tuvo entonces, como en aquel tiempo sucedía, una acogida sorda y luego monumental. Lo leímos con la fe con que leíamos entonces. Un libro así (o cualquier libro) se lee ahora como si no hubiera sido escrito, con el desdén prescrito del que habla James Salter; el poeta sería de otra tendencia, mezclaba mucho los géneros, no se sabía si era Rayuela o Fogatas de agosto: esas cosas que se dicen para que no prosperen ciertos libros y sin embargo otros lleguen como obras maestras antes incluso de ser leídas. Pero quizá se leía entonces con la avidez de la adolescencia, y confieso que en aquellos años en que todos teníamos veinte años, o creíamos estar en esas edades, yo lo leí como leí Rayuela, como si hubiera sido escrito para mi, en el mismo cuarto en que mis amigos fumaban o bebían, escuchando clandestinamente discos cubanos con la voz de Pablo Neruda que nos habían traído los marineros que iban a África e iban desde La Habana a quién sabe dónde.

Tuvo muchos lectores buenos Blanco Spirituals, no solo nosotros, indocumentados universitarios. De su dossier de lecturas se podría hacer una pequeña enciclopedia, pero yo me voy a remitir a lo que escribió Fernando Quiñones, que quizá fue, entre los escritores que conocí y que ya no están, el más simpático de todos, un hombre de un raro desprendimiento. Escribió Quiñones en 1967: “Sobre los poemas de Blanco spirituals gravitan afortunadamente un fuego y un pensamiento puestos en su sitio, una acrecentada destreza (…) y un superávit de horas perdidas y ganadas con provecho plural”.

Es un libro vehemente e irreverente, y plural, el resultado entristecido y rabioso de un joven que desde el púlpito roto de la poesía lírica asiste “resistiendo” a “la precipitación de lo que nace”. Escribe, “y recuerdo imagino pienso” mientras alrededor y dentro de él se queman la guerra y la posguerra y sobre todo aquella guerra que marca de tristeza los rostros de los padres manchegos que vienen a ver a su nieta de meses.

Es la crónica de un día en la vida de Félix Grande, o de cualquiera de nosotros; la poesía es muchas veces (como en Pavese, como en Hierro, como en Biedma, como en Ángel González), como decía Fernando Savater para otro propósito, como un manuscrito hallado en un campo de concentración. El mundo que se describe en Blanco Spirituals, Vietnam, el racismo, la gris vigilancia de la España franquista, las generaciones perdidas, es también una partitura escondida en la ceniza de una metralla que sonaba aún en 1966.

 

Blanco Spirituals, de Félix Grande, está en Biografía 1958-2010), la obra poética del autor, edición publicada por Círculo de Lectores/ Galaxia Gutenberg en 2011.  

Luz de agosto. 3. La caída, El primer hombre. Albert Camus

Por: | 30 de agosto de 2013

Quizá sea El primer hombre (Tusquets Editores, traducción de Beatriz de Moura, 1994) el libro más entrañado, más abiertamente sentimental de Albert Camus, mientras que La caída (Alianza Editorial, traducción de Manuel de Lope, edición de 2012) es quizá uno de los más duros, de los más despiadados.

Es natural. El primer hombre es el regreso de Camus a lo más esencial de su infancia, al descubrimiento de la vida y de la gente, al reconocimiento de la fortaleza y la dignidad de los pobres, al encuentro con lo más puro de esa edad: la madre y el maestro. Mientras que La caída es un monólogo abrupto, cabreado, sobre la justicia y, sobre todo, contra la injusticia. En este último libro domina el cinismo, la paradoja, y en el otro la ternura lo desborda hasta extremos que parece que ahí en lugar de Camus escribe Albert, el Camus que se está haciendo, que en la novela se llama Jacques Cormery.

Los dos libros están marcados por el tiempo, y ahora también se leen con el tiempo encima, como una sombra pero también como un amparo. La caída fue publicado en 1956, en la Europa del desencanto; después de la guerra mundial y de la reconstrucción que la siguió, las instituciones empezaron a formalizar su desapego de lo que debería ser más propio de sus oficios, la defensa de la rectitud y de lo público. La justicia ya estaba siendo gravemente lesionada en esas funciones principales, que fueron obsesivas para Camus, y el escritor monta este monólogo, una ficción, como un alegato sobre la naturaleza humana, sobre los abogados y sobre los jueces. Y sobre la política: “´Nuestros guías, nuestros jefes deliciosamente severos, ¡oh líderes crueles y bienamados…`. En fin, como usted puede ver, lo esencial es no ser libre y obedecer con arrepentimiento a alguien más pícaro que uno mismo. Cuando todos seamos culpables, entonces viviremos en democracia”.

Me dijo alguien, cuando le comenté que estaba leyendo La caída en esta traducción de De Lope, que esta novela breve debería leerse en todos los juzgados de España. Es aquí donde escribe Camus esa frase que ahora forma parte de su ideario de piedra: “Cuando se ha meditado largamente sobre el hombre, por oficio o por vocación, se llega a sentir cierta nostalgia por los primates. Ellos no tienen segundas intenciones”.

En cuanto a El primer hombre, fue escrita por Camus en el último periodo de su vida, y el manuscrito (144 páginas “escritas al correr de la pluma”, como dice la hija del escritor, Catherine) fue hallado junto a su cuerpo cuando el Nobel sufrió el accidente que le costó la vida volviendo a París el 4 de enero de 1960. “Al correr de la pluma”. Hay en esa frase de Catherine Camus no sólo una descripción de lo que se percibe por fuera de El primer hombre; es que por dentro del libro mismo hay como una urgencia camusiana por dejar para la historia lo más importante de su vida: su niñez, su formación, la comprobación pública, tantos años después, de quienes fueron sus verdaderos maestros.

Aunque su abuela fue la que llevó en su primera existencia el amparo de su indigencia, la que lo llevó a la escuela, la que lo manejó, siempre está la madre (una analfabeta menorquina cuyo marido muere en seguida en la primera guerra) como conmovedora mano a la que recurría de chico y a la que él adoraba hasta los extremos (escritos aquí) que sólo un hijo puede decir de su madre sin que la sublimación no alcance los extremos literarios de lo sensible.

Y está el maestro, Germain, que en el libro aparece con un nombre supuesto y a veces con su verdadero nombre; fue quien creyó en él, quien lo apoyó para que fuera el escritor que sería más tarde; es muy conmovedora la escena de su reencuentro en París, muchos años después, cuando el maestro es soldado de la guerra mundial y ambos luchan en el mismo bando, contra Hitler. El libro entero está marcado por una descripción sentimental que ya estaba en El revés y el derecho (Alianza Editorial), uno de los pequeños grandes libros de Camus, y que aquí está dicha así, en la traducción de Beatriz de Moura. Allí, en ese librito, escribe Camus: “El sol que reinó sobre mi infancia me privó de todo resentimiento”. Aquí, en El primer hombre, Camus evoca el carácter de su madre, resultado de años de fatiga, “al servicio de los demás, los suelos lavados de rodillas, la vida sin hombre y sin consuelo entre los restos engrasados y la ropa sucia de los otros, los largos días de faena acumulados de una existencia que, a fuerza de estar privada de esperanza, había perdido todo resentimiento, una vida ignorante, obstinada, resignada a todos los sufrimientos, tanto los suyos como los ajenos”.

Es impresionante ver cómo se convierte El primer hombre en el resumen de una vida, la de Camus, como si en la infancia estuviera todo lo que luego lo condujo a ser el autor de El extranjero o de La peste, un hombre perplejo ante la naturaleza humana, pero agradecido a ésta por haberle dado a conocer las figuras que lo instruyeron en la nobleza mayor de la vida, la madre y el maestro.

Volver a estos libros, como volver a Camus, es regresar a lo que nos hizo leer, a lo que me hizo leer desde que era un muchacho. Y he querido aquí rendir tributo a ese autor y a ese tiempo. Por eso volví a él en este tiempo de agosto que ahora acabo precisamente en la tierra donde lo leí por primera vez, subrayando entonces aquella frase de El extranjero: “Comprendí entonces que había roto la armonía del día, el silencio excepcional de una playa en la que había sido feliz”. 

Luz de agosto. 2. Quemar los días, de James Salter

Por: | 29 de agosto de 2013

Debemos a Antonio Muñoz Molina muchas cosas, y primero que nada su propia literatura, llena de experiencia personal y de cultura, cálida y rítmica como un saludo de noche. Pero le debemos también la lectura que nos recomienda. Hay un libro suyo que yo recomiendo a mi vez, Pura alegría, que es como un compendio de sus lecturas, clásicas o contemporáneas, pues la mezcla forma parte de su gusto y lo unívoco, lo total, forma parte de su disgusto.

         En abril de este año Muñoz Molina recomendó en uno de sus muy sustantivos artículos de Babelia la escritura de James Salter, al que él acababa de descubrir. Ahí citó algunos libros del expiloto norteamericano, que también ha sido cineasta, hombre de teatro y finalmente escritor de un poderío increíble, tanto como para haber mantenido despierto a su colega granadino, que declaraba en aquel artículo que leyó Light years en una noche, hasta que amaneció. Desde que saltó el nombre de Salter mi memoria lo fue buscando hasta que este verano, temprano en agosto, me puse a leer lo que me recomendaron más, sus memorias, Quemar los días, publicadas en España (como otros de sus libros) por Salamandra.

         La traducción es de Isabel Ferrer Marrades, y seguro que le hace justicia al ritmo y a la ironía de Salter, a su capacidad para contar sin que uno llegue al cansancio o al desmayo, deseando que las horas duren tanto como las horas o los días del escritor. Ese es un gran mérito de la traductora y lo subrayo con muchísimo gusto porque ya se sabe que el traductor traiciona si no responde bien a lo que traslada y sublima si es fiel a lo que escucha. Esta traductora sublima.

En cuanto al libro: la primera parte me asaltó como un mazazo en la cara y en el espíritu. La guerra, que es lo que cuenta, pues fue piloto en la guerra mundial y después, es en sus memorias el subrayado de la naturaleza humana, grande y mezquina a la vez, ruin y generosa; expuesta al momento en que la vida es precisamente a vida o muerte, esa grandeza o esa ruindad alcanzan grados candentes de metáfora. Y esas metáforas que están debajo y dentro del libro de Salter son las que te atenazan la garganta de lector. No hay ni un minuto de respiro, no hay un instante sin que no esté latente el peligro del fuego. El viaje es aquí una constante avanzadilla hacia la probabilidad de la nada, pues no es el accidente lo que te espera, sino la metralla, y a esa la dominan el azar y la locura.

         Esa parte del libro es una explicación de la guerra tal como se ve desde arriba. Hay un episodio conmovedor y terrible en el que Salter cuenta qué es para él la guerra desde que la vio como piloto. Después de describir el horror (el que sufrían otros, el que quizá le esperaba, el que sufrió Lorca, el que pintó Goya, el que narró Tucídides o el que narró Isaac Babel), Salter acaba con estas palabras: “…Pero en la guerra nada dura y los poetas caen junto a los labriegos, un festín de moscas en sus caras. Para nosotros era sencillo y siempre lo mismo: ¿quién constaba en el plan de vuelo? ¿Cuál era el pronóstico meteorológico, qué habían visto las misiones anteriores?”

         La segunda parte del libro es la vida de Salter después del aire quemado de su experiencia en la guerra; ya es un escritor, encuentra a colegas suyos (Irwin Shaw, sobre todo), frecuenta a agentes y a productores, se hace amigo de editores, conoce mujeres, y conoce el dolor y la angustia de perder a una hija, una experiencia que nunca llega a contar del todo porque simplemente se siente incapaz. Ahí sube de tono la capacidad de Salter para emocionar; aquella manera átona, casi distante, de contar la guerra se convierte aquí en el bisturí que él destina a desvelar su propia alma hasta los extremos más delicados del pudor.

 “¿Cuándo fui más feliz, más feliz que nunca en la vida. Era difícil decirlo”, escribe Salter. Leyendo su libro de memorias uno ha transitado por espacios en los que es posible vislumbrar esas felicidades chiquitas que decía Sciascia que era la felicidad, pero como para Scott Fitzgerald (que es una referencia) o como para Hemingway, o como para todos esos escritores que él admira, como Capote o como el propio Shaw, el martirio de la literatura es que sirve de vehículo para contar la dicha pero siempre ofrece instrumentos para no creérsela.

Ahora cuando me piden que recomiende un libro les digo que lean éste y que si no tienen demasiado tiempo para conocer bien a Salter empiecen por la segunda parte. “La vida verdadera se vive en algún sitio”, escribe en la página 230, “pero no donde tú estas”. De ese conmovedor vacío va el libro. Léanlo, busquen tiempo.

 

 

 

 

Luz de Agosto. 1. ´La gran Marivián

Por: | 28 de agosto de 2013

Un mes sin blog. Sin escribir en él, sin mirarlo. Un tiempo entero lejos de este espacio en el que en otro tiempo escribí a diario, también en este periodo en el que la palabra vacación parece ser una obligación o un oficio. En estos treinta días he querido estar con los libros, con los que leo o con el que escribo; y aunque he escrito para el periódico, textos que ya estaban programados y otros que fueron ocasionales, voluntariamente quise abandonar este espacio como si así conmemorara los muchos años que hace ya en que nunca fui infiel a esta cita. A aquellos que notaron la ausencia, mis disculpas y mis explicaciones. A los que les dio igual, que serán una aplastante mayoría, imagino, mis disculpas también por perturbarles ahora con estas explicaciones.

         Y como he pasado estos días de agosto a la luz de los libros, recordándolos o leyéndolos, voy a hacer una breve excursión por lo que leí, y empezaré anotando un libro extraordinario, y raro también, de Fernando Aramburu, el escritor donostiarra que vive y escribe en Alemania. Ahora escribe, además, buen periodismo, deportivo, literario o político, en EL PAÍS, y es, a mi gusto, una de las inteligencias divertidas –en el sentido que le da Juan Cueto a la palabra divertido—de la cultura española. Es de los hombres serios más alegres que conozco; su sensatez desborda el vaso y eso le permite ser implacable y agudo en las conversaciones. Muchas veces aprecio eso de las personas que además escriben bien, que dé gusto estar con ellos porque no te apabullen con su inteligencia ni te hundan con su sarcasmo. Es, en ese sentido, un tipo normal que escucha, y da gusto también estar con él cuando calla.

         Así pues, muy pronto en julio leí La gran Marivián, su última novela, que salió en torno a la primavera en Tusquets. Como me ocurre últimamente con la ficción, me costó entrar en ella, hasta que decidí que no era ficción, que era un libro sobre la dominación masculina y sobre todo aquello que es dictatorial en la vida, y no sólo en lo militar o en lo político. El nuestro es un ámbito tan machista como puede ser machista el universo musulmán, lo que pasa es que a nosotros nos parecen llamativos algunos modos del machismo árabe, que es público y desvergonzado, y ya le prestamos escasa atención al nuestro, que es igualmente grosero. El nuestro es un machismo vergonzante que no osa, ahora, decir su nombre. En cuanto entré en La gran Marivián, que se desarrolla en una dictadura imaginaria seguramente del Este de Europa, sentí ese latigazo de la dominación del hombre sobre la mujer como uno de los asuntos que estaba abordando Aramburu. Súbitamente esa mujer, Marivián, una dama del teatro y del cine y de la música que alterna ser heroína nacional con ser perseguida nacional, se convierte en fuerza motriz de otras ambiciones, alguien que maneja a los que la tratan de poner bajo su yugo. De inmediato la biografía de la dama es también la biografía de un país; hereda su miseria y su ambición, y es víctima de los modales más deleznables de los que es capaz la política.

         Como se comprende en seguida, Aramburu ha puesto su inteligencia al servicio de una metáfora, y la novela se ciñe a ese dictado metafórico que lo anima. Ese país no es exactamente un país inexistente, es una mezcla de países, en alguno de los cuales vivimos o hemos vivido. En cierto modo, está el franquismo que nos precede, y del que siguen excrecencias notables y muy desafortunadas, entre ellas el machismo de nuestro ambiente, y están los malos modales corruptos que por desgracia acompañan hasta ahora al sistema democrático que tanto desasosiego nos mete en el cuerpo siendo, como es, el único que se acerca a lo que querríamos soñar.

         El país de Marivián, Antíbula, que ya ha sido espacio de otros libros de Aramburu, se parece, pues, al nuestro, y en cierta manera se parece además al alma de la que venimos, de modo que el libro se lee, inevitablemente, como si el novelista estuviera haciendo un tratado sarcástico de España, aunque el sustento administrativo de Antíbula sea una dictadura. “Qué país más triste”, se dice en La gran Marivián, “en el que nadie es lo que es, nadie cree en lo que dice y en el que, para permitirse un gesto de sinceridad, debe uno tomar toda clase de precauciones”.  Si Aramburu fuera convocado por EL PAÍS para escribir un sus páginas un artículo que trate de España, o de cualquier otro país o sociedad presente en este momento, tendría que variar muy poco de lo que se dice en ese entrecomillado.

         A la ficción se le pide, sobre todo, capacidad de convicción, sensación de realidad. Que sea un periodista quien narra en La gran Marivián le permite a Aramburu dotar al libro de la verosimilitud que uno busca cuando un libro es tan abiertamente ficticio. Al final pasó que el libro me dijo más de mi propio país y de algunos de los personajes que lo pueblan que muchas de las crónicas a las que nos someten ahora los medios. Fue como si conversara con Aramburu y como si también lo escuchara en medio de sus tan nutritivos silencios. Un gran libro extraño que recomiendo muy vivamente. 

El País

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