Fue la semana en la que supimos que el Ayuntamiento de Madrid jugó a la yenka con la memoria del más importante de los actores españoles del teatro de la posguerra, Fernando Fernán Gómez.
Justo cuando se cumplían los seis años de su muerte, los nuevos rectores de las Artes del municipio madrileño estimaron oportuno primero eliminar su nombre del teatro del Centro Cultural de la Villa. Luego la alcaldesa Ana Botella los mandó rectificar, y finalmente alcanzaron una solución que parecía heredar su vergüenza ante sus sucesivos desatinos y han mezclado el nombre del genial Fernando con el nombre genérico del centro.
En su columna del El país de hoy domingo 24 de noviembre Elvira Lindo habla de este exabrupto ridículo y reaccionario de la vida municipal, y lo hace con la indignación justa que proviene del buen conocimiento de la enorme labor que este hombre, Fernán-Gómez, hizo en este país a favor del cine, del teatro, de la memoria; fue nuestro Vittorio Gassman y fue nuestro Lawrence Olivier, y, como dice Elvira, tenía que tener en la plaza de Colón un monumento tan grande como “esa banderaza” que preside el lugar.
En los tiempos de Miguel Munárriz como director de ese teatro municipal se notó la amplitud y la profundidad de las referencias y de la sensibilidad de este escritor, periodista y poeta asturiano, que redescubrió para el público madrileño nombres propios importantes que además deben ser inolvidables, y así cultivó la propia memoria de Fernando Fernán- Gómez, pues lo que allí se hizo estuvo a la altura de la propia exigencia del autor de El tiempo amarillo.
La defenestración abrupta de Munárriz parecía preparar el terreno para lo que ahora parece estar pasando con este centro y con su teatro, a las puertas, parece, de la privatización que como una cuchilla está pendiendo del cuello de todo centro cultural de carácter público en Madrid.
Lo que pasó esta semana me produjo vergüenza ajena. De ello escribí este último viernes para la sección que leo cada día en el programa Hora 14 de la cadena Ser. También hablé del premio Cervantes a Elena Poniatowska, pero en este caso las urgencias del día (el premio se concedió cuando iba a empezar el programa) me obligar a dictarlo sin escribirlo, de modo que no figura aquí. Escribí una columna en El País (Pequeño caballo que va a la ópera), que salió publicada el miércoles, junto a otros textos muy interesantes y a una semblanza magnífica que escribió sobre la autora de La piel del cielo su compatriota, y amigo, y buen conocedor, Juan Villoro.
A los textos de esta semana que no se han publicado en El País sumo en esta entrega la crónica que hice del estreno de Kathie y el hipópotamo, la obra de Mario Vargas Llosa que se estrenó este último martes en el Matadero de Madrid, perteneciente al Teatro Español. Se publicó en Clarín de Buenos Aires.
LA HIERBA CANTA POR DORIS LESSING
Doris Lessing creía que la televisión marcó el final una civilización más sensata, la de la radio. Antes de que empezara esta devastación de ahora me dijo, poco después de ganar el Nobel, que aquel derroche no presagiaba nada bueno. Luchó por los negros en África y se comprometió contra la guerra de Irak y contra la invasión de Afganistán. Batalló por los derechos de la mujer y se irritaba si le preguntabas si la suya era literatura femenina.
LA HISTORIA Y LOS CUENTOS DE HADAS
El historiador Santos Juliá dijo anoche, en el homenaje a su colega José Álvarez Junco, que hacer historia sirve para establecer la verdad sobre lo sucedido. Y alertó contra los que construyen una fábula que mitifica lo que nunca pasó. Es una manera mendaz de hacer historia, que hace felices a los que la inventan pero crean un malestar civil cuyas consecuencias ya hemos padecido. Santos no estaba hablando de siglos atrás sino
de la manipulación que sucede en este mismo minuto.
RAIMON Y ESPRÍU
Esta noche oiremos a Raimon otra vez en Madrid. Será en el Círculo de Bellas Artes. El cantante de Al Vent y de Diguem No pondrá música a los poemas en los que Salvador Espriu expresa la pasión ibérica que dejó escrita en La pell de brau o la poesía civil de Inici del cant en el temple. Ahora que se buscan motivos de diálogo para acabar con el desencuentro provisional España-Cataluña escuchar a Espriu, oír a Raimon, es una manera de caminar por un puente.
DESFACHATEZ
Fernando Fernán-Gómez fue aquí nuestro Laurence Olivier, o nuestro Vittorio Gassman; escribió memorias que lo retrataban como un escéptico quijote del siglo XX, en el cine fue todos los personajes que quiso hacer y fue uno de los más extraordinarios actores y directores de teatro de su tiempo. Acaso el mejor. Ahora el Ayuntamiento de Madrid ensaya el juego mezquino de quitar o a mezclar el nombre que le pusieron a su teatro. Y lo hacen en el aniversario de su muerte. Qué desfachatez, amigos, qué bochorno.
Vargas Llosa va con Zavalita al teatro
Hay algo de juvenil, de adolescente, en Mario Vargas Llosa. Este martes, cuando agradeció al público del Matadero, uno de los escenarios del Teatro Español, los aplausos con que acogieron su obra teatral Kathie y el hipopótamo, dijo que hace años, cuando escribió ese texto, no soñaba con un montaje así. En realidad, a lo largo de su vida, y ya tiene 77 años, se ha pasado cumpliendo lo que quiso hacer pero dudando de si alguna vez lo haría. Por eso lo hace, porque es un joven que sigue siendo inseguro ante el empleo, ante el folio que le espera, ante lo que los demás vayan a pensar de lo que hizo quitándole tiempo al sueño o a la holgazanería.
Otra de esas virtudes que afirman su ya larga adolescencia es su convicción de que él no tiene imaginación, que todos sus libros (fábulas o no) se basan en el esfuerzo que ha hecho para escribirlos, librando una batalla para vencer esa falta de ficción que habita en su cuarto de escritor. Esto no es cierto, claro, porque el autor de La verdad de las mentiras no ha parado de crear ficciones. Pero sí es verdad que casi todas ellas (desde La ciudad y los perros a El sueño del celta o al más reciente, El héroe discreto) provienen de hechos que han acontecido, algunas veces en su propia vida.
En este caso, en Kathie y el hipopótamo, que es una obra teatral sobre la imaginación y sobre el esfuerzo mismo de escribir y de inventar, resulta evidente que Mario Vargas Llosa se ausentó de sí mismo sólo circunstancialmente, para imaginar; pero en la realidad de lo que cuenta se llevó consigo a Zavala, o Zavalita, el periodista humilde que lo acompaña desde el celebérrimo diálogo sobre cuándo se jodió el Perú en Conversación en La Catedral.
En la obra teatral, Zavalita ya era Zavala, era País en 1959, aquel escribidor de la ficción estaba casado con una mujer a la que él no quería, y por razones alimenticias se fue a trabajar para una rica de Perú que quería publicar un libro sobre sus propias andanzas de niña rica en África. Pacientemente, Santiago Zavala hizo cada día sus dos horas de negro, o escritor fantasma, a satisfacción de la señora. Mientras tanto, a ella y a él, a Kathie y a Zavala, se le fueron enredando las faldas de la vida y no sólo eso: Zavala en concreto fue desengañándose de algunos afectos o pasiones que habían marcado su primera juventud y renunciaba a ellos con el vigor del que se arrepiente de haber perdido el tiempo con ideologías que le resultaron un fraude. La vida le estaba enseñando que había otra parte de la vida, y a ella se iba derecho.
El trabajo alimenticio era a la vez un sacrificio y un alivio, pues ese periodo de tiempo tasado por la ricachona y a veces ampliado por ella para su propio placer de contar, le servía al escritor de encargo para adiestrar su propia manera de concebir la ficción. La realidad de otro, en este caso la de Kathie, era el alimento de la propia ficción de Zavalita.
Como es lógico, esta es una ficción, escrita por Mario Vargas Llosa en Londres hace muchos años, lejos de sus primeros tiempos en París. Sus propias convicciones, literarias, políticas, culturales, sentimentales, estaban consolidadas, y descritas en novelas, en ensayos, en artículos. Aquí, pues, se establecían dentro de los cánones del teatro y constituían un manifiesto sobre la ficción. Con toda su carpintería adecuada y con todo el verbo fluido y apasionado que requiere una representación. Y así venía a Madrid la obra, como segundo estreno en la programación que el Teatro Español dedica a la producción teatral del Nobel. Venía después de La Chunga, que ocurre en los bajos fondos del profundo Perú y no en los vericuetos lujosos, de lujo prestado en este caso, de los primeros años de Zavalita en la capital de Francia.
Pero ocurrió algo singular, aunque no inesperado: en una conferencia de prensa previa al estreno de anteayer, Vargas llosa deslizó la información sobre un hecho real: él tuvo una experiencia parecida a la que da raíz a Kathie y el hipopótamo: él escribió un libro para una mujer efectivamente rica y peruana (Cata Podestá) que le pidió en París que pasara a papel lo que ella apenas podía balbucir en sus cuadernitos. La noticia de esa aventura juvenil que unió el hambre con las ganas de comer fue avanzada hace años en las memorias de su tía Julia, que fue su mujer en aquellos tempranos años parisinos, y fue ratificada por Vargas Llosa en aquella conferencia de prensa.
Como ahora todo explota en seguida y sucesivamente, de inmediato el escritor peruano Guillermo Niño de Guzmán relató en un largo artículo, publicado en El País el último sábado, todas las circunstancias de ese encargo y de la muy solvente respuesta literaria de Mario Vargas Llosa. Claro, lo que sucede en seguida es que se desata el morbo del espectador: ¿vamos a ver exactamente lo que hizo Vargas Llosa con lo que le iba contando Cata Podestá en París? ¿Kathie y el hipopótamo es una crónica de ese suceso?
Para nada. Kathie y el hipopótamo es una obra de teatro que le sirve al Nobel peruano para alegar en escena a favor del tema literario de su vida: la construcción de la ficción, cómo ésta le permite al hombre imaginar mundos que lo salven de la lucha terrena contra la pena que es al fin la vida. Como aquellos tiempos eran lo que fueron, es, además, una crónica intensa, apasionada, como es implícito en el texto de la obra general de Vargas, de lo que pasaba en la Europa de posguerra y en el Perú tan desigual de aquellos tiempos.
Así pues, Kathie y el hipopótamo es una obra teatral, una ficción, para la que, como en casi todos sus libros, Vargas Llosa cuenta con la complicidad fértil de la realidad. Y, en este caso, de la directora, Magüi Mira. Y ya en la escena, con un trabajo apabullante de dos grandes actores españoles, Ana Belén, que además canta como los ángeles (a Brel, por ejemplo), y de Ginés García Millán, que se desdobla (como los otros actores, Eva Rufo, Jorge Basanta y David San Juan, el pianista) de una manera admirable. Cuando Vargas Llosa salió a saludar dudó un segundo del nombre del actor principal; pensé que en algún momento lo iba a llamar Zavalita, o Mario, en lugar de llamarlo Ginés.