Lo único que supe cuando salió el primer ejemplar de EL PAÍS el 4 de mayo de 1976 es que el periódico había salido a la calle. Ya es leyenda que se rompieron ejemplares mientras tanto, que la máquina dio innumerables disgustos y sustos a los que se habían congregado para celebrar la fiesta. Pero, al fin, el periódico salió a la calle, para satisfacer la necesidad social de un periódico nuevo en un mundo que se abría a universos democráticos que hasta entonces se habían guardado en los corazones de la clandestinidad. Se había muerto Franco, España empezaba a ser otra.
Pero yo era corresponsal en Londres, y el periódico era de papel. No podía pulsar una tecla y hallarme con la primera cabecera, la primera noticia, la primera foto; todo aquello era de papel, tanto es así que ahora cuando imagino un periódico siempre lo imagino de papel. Como si fuera un viejo contando batallitas, si pienso en un diario, si cuento lo que vi en él, si me imagino una noticia y la digo, en mi mente tengo el recuadro, la mancheta, la tinta, las letras, todo sobre un papel. Así es la vida a los 65 años, casi cuarenta después de que mi amigo Julián Martínez me llevara, el 5 de mayo de 1976, el ejemplar arrugado del periódico EL PAÍS del 4 de mayo de 1976.
Hoy es 4 de mayo de 2014. Acabo de estar en Argentina. Allí le daba a una tecla, sobre la mesa de un hotel sin nombre, en una ciudad que apenas se despertaba, y de pronto todo lo que mis compañeros (en España, en América, en Roma, en Londres, en París, en México, en cualquier sitio) habían elaborado con un esfuerzo que yo conozco y que llegaba a mi sitio, donde yo estuviera, sin desayunar, sin saber aún (como aconsejaba Rafael Azcona) que funcionaba mi mano izquierda, y que era útil aún mi mano derecha, que mi corazón latía, o que mi vista seguía mirando por mi, que mi tacto me conduciría a afeitarme, por ejemplo…, sin saber nada de eso yo ya podía saber qué pasaba en el mundo. Sin papel, si bajar a ningún sitio, sin combatir con las teclas supersónicas de un ascensor cubierto de espejos, sin sacar un peso del bolsillo, sin pedirlo, sin hablar con nadie, yo ya lo sabía todo. O casi. En el ipad, en la computadora, en el teléfono, ya estaba ahí el ejemplar del periódico, hecho seguramente con las mismas artes intelectuales, con el mismo corazón, con que entonces hicieron otros compañeros aquel ejemplar roto que me entregó Julián Martínez en una esquina de Fleet Street, la calle de los periodistas viejos en la ciudad de Londres, donde ya no hay periódicos, ni quioscos, por cierto.
Pues han pasado casi cuarenta años y casi todo cambió. Menos el corazón de los periódicos, la gente que lo hace, la ansiedad con que los jóvenes (y los viejos, es cierto) se siguen sentando ante la máquina de escribir (que ahora ya tampoco existe) para decir qué pasó, cómo pasó, a quién le paso, cuándo pasó y, además, sobre todo, por qué pasó.
Hoy EL PAÍS que en años sucesivos fue dirigido por Juan Luis Cebrián, Joaquín Estefanía, Jesús Ceberio y Javier Moreno, comienza una nueva etapa, cuando el 4 de mayo de 2014 me trae todos aquellos recuerdos del periódico que salió entonces y que me llegó arrugado a Londres. Al frente, Antonio Caño, que ahora era corresponsal en Washington, donde en un tiempo también recibió el periódico como en la lejanía de los tiempos también recibiría arrugado el periódico de hacía unos días. Ahora él se estrena como director, con un equipo nuevo. Les deseo, desde la vejez que permite recordar lo que hacía un antiguo corresponsal cuando apareció el primer número, toda la suerte del mundo al frente del periódico al que he dedicado, con afán y con ganas, lo mejor de mi vida.