Mira que te lo tengo dicho

Sobre el blog

¿Qué podemos esperar de la cultura? ¿Y qué de quienes la hacen? Los hechos y los protagonistas. La intimidad de los creadores y la plaza en la que se encuentran.

Sobre el autor

Juan Cruz

es periodista y escritor. Su blog Mira que te lo tengo dicho ha estado colgado desde 2006 en elpais.com y aparece ahora en la web de cultura de El País. En cultura ha desarrollado gran parte de su trabajo en El País. Sobre esa experiencia escribió un libro, Una memoria de El País y sobre su trabajo como editor publicó Egos revueltos, una memoria personal de la vida literaria, que fue Premio Comillas de Memorias de la editorial Tusquets. Otros libros suyos son Ojalá octubre y La foto de los suecos. Sobre periodismo escribió Periodismo. ¿vale la pena vivir para este oficio?. Sus últimos libros son Viaje al corazón del fútbol, sobre el Barça de Pep Guardiola, y Contra el insulto, sobre la costumbre de insultar que domina hoy en el periodismo y en muchos sectores de la vida pública española. Nació en Tenerife en 1948.

Eskup

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¿Por qué fue tan interesante la entrevista de Jordi Évole a Pablo Iglesias en el programa Salvados de La Sexta, emitida el pasado domingo? Estas consideraciones no tienen carácter político ni sociológico; pretendo analizarla desde el punto de vista profesional, puramente.

Desde ese punto de vista, lo que hizo excepcional esta buena entrevista de Évole es que, al contrario de lo que se suele entender como básico en el periodismo actual, el ya muy famoso entrevistador catalán se fue a ver al líder de Podemos con un cuestionario radical al que se ciñó para que esa entrevista no respondiera al clásico “¿justo el resultado?”

¿En qué consiste el concepto cuestionario radical? En que el periodista no basó su actuación en la ocurrencia casual o en la repregunta babosa, ni agresiva, sino que persiguió la opinión de su interlocutor con las armas de la propia dialéctica de éste o de su partido.

Para ello, Évole fue a la entrevista, que se realizó en Ecuador, con una base incontrovertible y escrita, que utilizó como elemento básico de su trabajo: el plan electoral presentado por Podemos para concurrir a las recientes elecciones europeas. Como se advirtió en el desarrollo de la conversación, Évole conocía tan bien como Iglesias el contenido de esas propuestas electorales. Por eso sus preguntas interesantes e incontrovertibles, no se basaban en suposiciones ni en ocurrencias.

Asimismo, los materiales provenientes de las declaraciones de Iglesias le dieron pie al entrevistador para ponerlo frente a posibles contradicciones suyas (u ocurrencias dichas en sus numerosas actividades televisadas), de modo que pudo incurrir con éxito en ciertas contradicciones o reacciones como esa en que al entrevistado le dieron oportunidad para identificar la palabra “cabrón” con la palabra periodista.

Fue una entrevista muy larga, como las que suele hacer Évole en este espacio que dirige y presenta. Por tanto, se pudo hacer en algún momento tediosa o reiterativa. No fue así. Tuvo algunos highlights producidos por alguna sorprendente revelación (la de que la reina Letizia se había interesado por él) o la espontánea exclamación de Iglesias (“sería la hostia”) cuando Évole lo hizo incurrir en el ya conocido asunto de la posibilidad que un día, en el hipotético caso de que llegara a ser presidente del Gobierno, tuviera un programa de televisión para él solo.

Esa respuesta, que provino de algunas repreguntas, desató tanto titular que incluso llegó a ser manipulada en posteriores interpretaciones de los medios sobre lo que en realidad dijo el líder de Podemos. En la más célebre de las manipulaciones se ve a Iglesias diciendo algo que en realidad no dijo: que sí, que quería un programa como aquel que hacía Hugo Chávez en la televisión desde la que ejerció el poder en Venezuela.

La manera de terminar la entrevista también fue interesante, me parece. Évole no hizo la acostumbrada excursión por los exordios y las gratitudes fuera de tono, de modo que cuando se acabó su cuestionario, el que llevaba en la cabeza, en el ipad y el que le fue asistiendo a medida que avanzaba la entrevista, la dio por terminada.

Creí percibir que al entrevistado le apetecía seguir siendo entrevistado, como si esperara que ese programa de televisión al que dijo aspirar ya estuviera en marcha. Pero, claro, esta última consideración tiene que ver tan solo con una impresión, que no responde sino a esa rara libertad que tiene el telespectador de pensar lo que le da la gana.

Lo cierto es que la entrevista terminó y fue, desde mi punto de vista, muy buena, porque el hombre que preguntaba se había aprendido con la misma intensidad el cuestionario y el personaje, mientras que éste no podía esperar que durante tanto tiempo el entrevistador se ciñera radicalmente a un cuestionario interesante.

La fascinante tarea de Ben Bradlee

Por: | 22 de octubre de 2014

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Bradlee (a la derecha) con Woodward | BILL O'LEARY


JUAN CRUZ

“El periodista es gente que le dice a la gente lo que le pasa a la gente”. Como no es nada más, ni nada menos, al oficio lo han mixtificado hasta niveles estrafalarios, de modo que el periodista ha pasado a ser mucho más (más bien, mucho menos) que lo que dice esa histórica definición que hizo el italiano Eugenio Scalfari ante un grupo de estudiantes de la Escuela de Periodismo de EL PAÍS.

Tras esa definición, y de su porvenir, fui a finales de 2008 en busca de grandes periodistas cuya experiencia les diera autoridad para imaginar qué iba a ser el futuro del oficio, en ese momento ya tocado por los males que ahora lo disminuyen, lo amenazan y, además, cambian esa definición tan precisa, sencilla y noble que hizo Scalfari ante audiencia tan promisoria.

Uno de esos periodistas fue Ben Bradlee, el legendario director del Washington Post cuya vida se parecía como un mar a otro a la frase de su colega el antiguo director de La Repubblica de Roma.

Bradlee murió anoche a los 93 años. Entrevista con Ben Bradlee en 2009.

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El oficio. 12. Zepeda Patterson y la manera de empezar una columna

Por: | 16 de octubre de 2014

Cantaba Raimon que del hombre mira siempre las manos. Pues de las columnas hay que procurar mirar cómo empiezan, pues de eso se deduce cómo terminan. Una columna, lo saben todos los lectores, seguramente, y seguramente también lo desconocemos muchos columnistas, es no sólo el sombrero de un traje sino que a veces es el traje mismo. De ahí dependen la elegancia pero también el dato, la apariencia y la sustancia.

Si alguien tiene claro cómo empezar una columna, muy probable sabrá acabarla. En la era contemporánea (es decir, ahora mismo) hemos tenido y tenemos columnistas magníficos, desde Francisco Umbral a Juan Cueto, y aparecen nuevos, entre los cuales citaría (por no incurrir en mi propio periódico) a jóvenes como Manuel Jabois o David Gistau. En ellos me fijo como lector y también como columnista ocasional. En esa pesquisa he hallado en América ejemplos preclaros de buen columnismo en gente como Jorge Fernández Díaz, Josefina Licitra y Juan Villoro, teniendo en cuenta también a nuestra Leila Guerriero (¡ya incurrí en nombrar a los nuestros!).

Había uno en México que es el padre de todos, Jorge de Ibargüengoitia, al que habría que leer obligatoriamente en las escuelas y en las redacciones, y no me resisto a recordar a uno que descubrió Arturo Pérez-Reverte, Germán Dehesa, que escribía crónicas magníficas en Reforma de México DF.

En esa pesquisa admirada del columnismo periodístico me tropecé hace tiempo con Jorge Zepeda Patterson, que ahora es notorio entre nosotros (en España y en el mundo de habla española) porque le acaban de dar el Planeta en Barcelona por una novela sobre la corrupción en su país, México. Hubo bromas al amanecer, pues no sabía mucha gente (en España, donde nos sentimos el centro del habla) quién era el galardonado.

Es un gran periodista, un hombre aún joven que está en la mejor tradición del gran periodismo de crónica que surca el siglo XX (y el XXI) en América Latina y también en la América del Norte, y que despunta ahora en España en virtud, sobre todo, de ese influjo americano. Su trabajo como creador de periódicos y como maestro de periodistas procede de un magisterio que es común, el de Tomás Eloy Martínez, que escribía como dios y que, como dios (es decir, como García Márquez, entre otros), comenzaba sus columnas o sus perfiles sabiendo qué iba a seguir y cómo iba a acabar. Eran, en el caso de Tomás y lo son en el caso de Zepeda, fogonazos de luz, brillantes descripciones de una ocurrencia que de pronto se convierte en una idea y por tanto en una atmósfera. En una columna, en todo caso, pues esos son los ingredientes de un buen artículo.

Pues en tiempo muy reciente, el 24 de junio de 2014, Zepeda publicó en EL PAÍS una columna gloriosa, que era también una crónica, y que si se hubiera prolongado se hubiera convertido en una novela en la que estaban, otra vez, los ingredientes que uno quiere tener en un guiso tan complicado como ese cuyo resultado debe ser el asombro ante la claridad de la calidad.

La columna, o la crónica, iba de la reina Letizia, que fue alumna suya en el diario Siglo21 de Guadalajara, México, y que unos días antes había sido proclamada  Reina de España. Se titulaba con un guiño a una novela de Pérez-Reverte, Letizia, La Reina en el Sur. Y comenzaba así: "Probablemente yo era el único periodista del Hemisferio Occidental que desconocía la noticia". ¿Cómo no seguir leyendo? En esa condensada confesión está la columna vertebral, y la dentadura, y los ojos, de un periodista; entonces lo celebré como se celebran ahora estas cosas, emitiendo en twitter mi alegría por el texto; celebré, por tanto, ese comienzo y el artículo en su totalidad, pues por leer cosas así, como esa, merece la pena hacer periódicos y leerlos.

Ahora que Planeta lo premia he querido recordar a los lectores aquel texto; si la novela es como escribe Zepeda, ahí tendremos una buena oportunidad de seguir admirando su extraordinaria manera de sentetizar lo que ha tenido o tiene ante su experiencia de mirar.

El disputado Nobel del señor Cela

Por: | 09 de octubre de 2014

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Cuando a Camilo José Cela le otorgaron el premio Nobel de Literatura, en octubre de 1989, se desataron truenos y relámpagos que afectaron, entre otros, al escritor Julio Llamazares y a este periódico. Lo que pasó entonces es tan enrevesado como un suceso; entre los desenlaces que tuvo aquella historia que allí halló el epicentro está el que se acaba de producir: el hijo de Cela, Camilo José Cela Conde, ha ganado el pleito que tenía planteado a la segunda mujer y viuda de Cela, Marina Castaño, y ahora debe recibir la parte de la herencia que ella le negaba.

Pero contemos, una vez más en mi caso, lo que pasó entonces para que el rayo de Cela (y de Marina Castaño, sobre todo) cayera sobre Julio Llamazares, el autor de La lluvia amarilla. En aquel momento a Cela lo adoptó parte de la prensa y de la política que participaba en una maniobra pública de descrédito del Gobierno socialista; parte de esos grupos mediáticos (y políticos) había optado por Cela como el estandarte de su manera de enfrentarse a la cultura que, según ellos, alentaban La Moncloa (de Felipe González) y la entonces mujer del presidente, Carmen Romero. Una parte de la función que adoptó Cela en esa estrategia de derribo de lo oficial fue ajustar cuentas con la naciente generación de nuevos escritores (Antonio Muñoz Molina, Javier Marías…) a los que el Nobel zahería antes de serlo y a los que zahirió inmediatamente después con un eco superlativo en medios que consideraban que contra Cela había una maniobra oficial a la que se habían prestado el ministro Semprún y EL PAÍS (a través de Llamazares).

Ya con el Nobel en la mano, el señor Cela decidió, pues, arreciar en sus ataques, y Julio Llamazares fue quien decidió contraatacar. Escribió un artículo, El obispo de Manila, en el que hizo un retrato de las virtudes y defectos de Cela y todos los cañones (los de Cela y su esposa, y los de los periodistas que los jaleaban) fueron contra Llamazares y contra EL PAÍS, hasta el punto que se produjo un homenaje (de desagravio, tácitamente) en el Hotel Ritz de Madrid.

A la entrega del Nobel acudí como enviado de este diario; en algún lugar he contado las vicisitudes por las que hube de pasar, acosado frecuentemente por Marina Castaño como responsable al menos visible de la publicación del artículo de Llamazares. La prensa proCela de entonces, y especialmente El Independiente que dirigía Pablo Sebastián, publicó insinuaciones e injurias profesionales y personales, entre las cuales figuraba la suposición de que nosotros (EL PAÍS) íbamos a publicar antes de tiempo el discurso de Cela al recibir el Nobel. Esto hubiera sido imposible, pues el embargo es cosa seria (para EL PAÍS y para los suecos, por ejemplo), pero aún así a esa teoría se apuntó Castaño y apuntó a los colegas que estaban en Estocolmo.

La persecución fue tal que una noche, después de los fastos del Nobel, ante el insistente acoso de Marina Castaño don Camilo la conminó a cesar en estos ataques, “deja a Juanito trabajar tranquilo”. Luego añadió, yendo a lo que consideraba el origen del conflicto:

-Y tú tráeme el cadáver de Julio Llamazares.

Era un caso sin cadáver, por supuesto, así que no hubo que hacer tal transporte; pero en la memoria quedó para la historia personal del Nobel ese acontecimiento realmente insólito en que resultaba más importante para los medios defender a Cela de Llamazares que celebrar el Nobel de Cela.

Un apunte. Aquel discurso que supuestamente íbamos a publicar a pesar del embargo no era de Cela, era de su hijo Camilo José y de Fernando Corujedo, su secretario de entonces; y lo había publicado antes… el propio Cela, pues figuraba en uno de sus libros de ensayos de años atrás.

Ahora que la prensa ha publicado fotografías de aquellas tensas reuniones sociales en Estocolmo, en las que aparece el heredero de Cela; recuerdo el semblante de Camilo José Cela Conde, digno, presente en todos los acontecimientos del momento, sufriendo por dentro una historia que hubiera parecido feliz y que por dentro tenía tantos y tantos vidrios rotos.     

FOTO: Ceremonia de entrega del Nobel (LUIS MAGÁN)

Gabo. Un homenaje y un sueño

Por: | 05 de octubre de 2014

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[Estos días se celebra en Medellín un homenaje a Gabriel García Márquez. Quisiera contribuir a ese recuerdo con la publicación de este texto que refleja un sueño contado a un niño. Forma parte de un libro que escribo].

En el sueño, Gabriel García Márquez mostraba una pequeña herida en su dedo de escribir; durante años pensé cómo sería ese dedo, de qué grosor, cuál sería su contextura, cómo haría (pensaba yo) para introducirlo en la tecla sin que se disparara también la otra tecla.

En eso pensaba mucho desde la primera vez que vi una fotografía suya, sentado ante un manuscrito, descalzo, con una mano en la cabeza, mostrando esos dedos gruesos. Luego lo vi en persona muchas veces, en algunas ocasiones amasando migas de pan, mirando como si se aburriera del mundo entero, pero nunca me fijé tanto en los dedos como al ver aquella fotografía.

Y ahora, esta noche, soñando, me encontré con ese dedo, él me lo mostraba, tenía aún la consecuencia de la herida, una sangre chiquita, lo que le quedaba de un análisis de sangre. Me lo mostró y me dijo: “Para que veas, Juanito, que tengo sangre”.

El sueño no contenía esa expresión porque sí, tenía una razón de ser, y esa era extraordinaria, iba más allá del sueño. Te lo cuento.

 En el sueño, Gabriel García Márquez, que murió hace unos meses, en marzo de 2014, poco después de que cumpliera 86 años, había resucitado. Debía de ser un milagro, la gente no resucita sino en los libros, y particularmente en los libros de García Márquez, a quien desde muy antiguo todo el mundo llama Gabo.

Debía de ser un milagro, pero a las personas que estábamos a su alrededor aquella circunstancia nos debió de parecer bastante natural, tanto que él quiso explicarla para que supiéramos también algo de lo heroico del acontecimiento.

Estaba sentado en una silla de ruedas bastante barroca, en la que había todo tipo de aditamentos que el sueño no me dejó enumerar al completo; sólo sé que parecía hecha de madera oscura, quizá negra, tenía muchas palancas, frenos, motor, etcétera, que acrecentaban su aspecto de silla de ruedas extraordinaria, y él la ocupaba con una humanidad mucho más oronda que la que exibió en los últimos años de su vida. Llevaba una camisa floreada, muy grande, pero lo tapaba una manta ligera de la que sacaba sus manos como si braceara. Si no hubiera estado en un hospital y exhibiera ese dedo ensangrentado todos hubiéramos dicho que era un hombre muy saludable.

 Yo había estado en sus funerales, pues ya no podía haber entierro, lo habían incinerado. La urna en la que su familia guardó las cenizas había sido exhibida en el Palacio Nacional de México durante unos días, inmediatamente después de su muerte. Esa visión tan clara de lo que queda de la vida, del rostro iluminado o triste, de la mano que escribe, de la frente que piensa, del halago del cuerpo o de su sufrimiento, quieta arriba de un túmulo, bajo una luz cenital que la destaca, era la evidencia de que eso es al fin el resultado, la vida de arena que queda después de la vida.

Allí estaban sus familiares más directos, Mercedes, su mujer, sus hijos Rodrigo y Gonzalo, su hermano Jaime, y muchísimos amigos que debían de ser también amigos verdaderos y amigos sobrevenidos, pues ya sabes que los poderosos, y también los escritores poderosos, adquieren en la vida y en la muerte la capacidad de la adherencia, y a Gabo se le adhirieron tantos que hacían, allí también, incontable la nómina.

Me preguntaron luego cómo había ido aquella despedida, y debo decir que me costó resumirla, pues sentí ante aquella acumulación de poder y de poderosos (de la política, de la literatura, de la administración) un cierto hartazgo, pues yo concibo una despedida como un susurro y no como un tumulto. El colmo (es decir, lo que colmó o culminó) que coronó aquel tremendo resplandor oficial de la despedida del autor de Los funerales de la MamáGrande fue el estrambote final, oficial por supuesto, que ya nos echó del Palacio Nacional con la sensación de que no sólo habíamos asistido al final de la historia sino al final de una historia que él mismo tendría que haber contado, como si fuera mentira, como si fuera inventada, en la que se contemplara también, como una broma genial o como un sortilegio, la noticia probable de su propia resurrección para señalarlos, con su dedo erecto, con ese dedo que ahora, en el sueño, aparece adornado con un modesto círculo de sangre.

 Pero eso no pasó. Pasó esto otro. Los militares que guardan a los presidentes precedieron al de Colombia, la patria del muerto, y al de México, la patria en la que quiso vivir el muerto, y ambos se adelantaron sucesivamente al estrado dispuesto a tal fin para darnos dos peroratas patrióticas ligeramente informadas sobre la trayectoria de Gabo y sobre las metáforas que contienen su periodismo, su literatura y su vida. Fue tan superficial aquel parlamento sucesivo que parecía hecho para olvidar al despedido, no para quererlo.

Tras esa banalidad México se abrió a nuestro paso, y al paso de Gabo siguió el silencio que sucede a toda fanfarria; yo pensé, para mis adentros, que muy probablemente a él no le hubiera gustado esa despedida, aunque a él, como a Carlos Fuentes, que fue su amigo, y como a algunos otros escritores y poetas y artistas, ese tipo de despedida ortopédica y oficial les debió de hacer gracia en vida puesto que les gustaba muchísimo estar rodeados de esos dignatarios casuales de la política de los países.

 Me fui de México, pues, con esa parte tachada de lo que había visto, y de vez en cuando he hablado en universidades y en escritos de la vida de Gabo, de lo que vi en él desde que lo conocí hasta unos años antes de su muerte, cuando ya había perdido la memoria, o eso parecía, y confundía el estado de estar con el estado de haber estado. Se convirtió, en ese entonces de la desmemoria, en una persona distinta, su manera de ser varió hasta convertirse en un ser solícito y desprendido, ajeno al tiempo (al que tenía, al que no tenía), bromista y abrazador, y dejó de tener el pudor del silencio y ya no reservaba su energía al conversar. Daba palabras y abrazos; quienes lo conocían bien sabían que en algún momento él había sido así de solícito y alegre, y que por lo tanto ahora había pasado, como en una resurrección gozosa e involuntaria, de Gabriel García Márquez a Gabo; a Gabo, e incluso a Gabito.

Una resurrección, eso decían. Lo extraordinario fue que quizá el sueño me ayudó a hacer que la metáfora que había escuchado sobre esa transformación de Gabo pasara a ser realidad, vivencia propia, continuación de lo que sucedió habiendo tachado lo que pasó de veras, aunque fuera en un sueño habido una noche de silencio en Bath.

 Así pues, de acuerdo con el sueño que tuve anoche, y que anoté luego para que no se me escapara, como tantos otros sueños que tuve y desperdicié, Gabo en efecto había resucitado, y lo había hecho como Gabo, no como Gabriel García Márquez. Lo primero que me dijo, al verme y al reconocerme (me dijo: “Juanito, ¿otra vez por aquí? Ven acá…”), era que su resurrección había resultado de lo más normal; creyeron que había muerto, no verificaron bien tal circunstancia y él pudo arreglárselas para, en el momento decisivo, avisar de que ya podían extraerlo de la caja, que aquello había sido un tremendo error, eso me dijo, eso fue lo que en sueños le escuché decir.

Mientras él mismo lo contaba, con la abundancia de datos que distinguió la conversación de García Márquez cuando era Gabo, tenía a su lado a Mercedes, lo recuerdo perfectamente, que corroboraba con golpes sucesivos de cabeza el relato de su marido; éste hablaba sin freno de las aventuras que lo habían alejado momentáneamente de la vida y de este instante preciso en el que charlaba con nosotros.

 Me fijé en la gente que nos rodeaba, aunque ya se sabe que los sueños son poco panorámicos, poco a poco mi mirada y mi mente dieron un barrido de esas características y terminé viendo las características de la multitud que lo estaba acompañando. Eran personas de su condición, es decir, convalecientes, no era que procedieran del mismo lugar del que él venía, pero sí eran todos lisiados de una manera u otra, o al menos personas de las que te encuentras en ambulatorios y hospitales. En efecto, ese sitio en el que estábamos era un ambulatorio o un hospital  y por lo que supe de inmediato a Gabo le estaban haciendo allí unos análisis, y ya había pasado uno de ellos, un análisis de sangre, en concreto; yo imaginé, de hecho, con la naturalidad con la que uno lo relaciona todo en los sueños, que eso es lo primero que se le hace a un resucitado, verificar si tiene sangre.

Ahora, me dijo el propio Gabo, tenía que pasar de nuevo al consultorio del médico, “van a hacerme no sé qué”; y cuando me dijo eso, “van a hacerme no sé qué”, exhibió el dedo grande de la mano derecha, en el que habían hecho, evidentemente, una incisión de la que obtuvieron sangre. “No duele, pero es molesto, lo sé”, le dije, mientras él se zafaba de aquella pequeña multitud, que podía haberlo ahogado de agasajos y de cariños, porque era evidente que todos querían abrazar al autor de Cien años de soledad, al que justamente unos días antes habían dado por muerto.

Él llevaba esas gafas grandes con las que en los últimos años se dibujó para siempre su rostro enflaquecido, y finalmente se perdió con Mercedes en la multitud, y yo sentí que el hombre se estaba vengando así, en medio del tumulto, exhibiendo ensangrentado el dedo de escribir, de aquella despedida a la que se habían adherido uniformes y discursos y en la que él era una urna y un resplandor y nada, un recuerdo.

Cuando desperté, descubrí una enorme araña en el cuarto de baño, quise avisar a tu abuela, te escuché andar por la casa, buscando trenes y cosas, perseguido por tu madre y por tu padre, y cuando quise explicarte el sueño ya estabas mirando un cuento en lo rosa, que es la tableta donde tu madre te los guarda.

Entonces miré por la ventana, vi que en Bath llovía a cántaros en agosto, estuve un rato pegado al cristal, tratando de interrogar al silencio sobre lo que hago, sobre la soledad o sobre las palabras, y cuando me senté ante el ordenador otra vez me volvió nítido, en medio de la niebla que hoy me persigue, el recuerdo de mi padre, sentado ante el hospital, solo, esperando a que los médicos lo analizaran, sus ojos perdidos y disgustados, su esencial cabeza metida en la bruma de su descontento, y su hijo posando la mano en su hombro, ya verás que no es nada, vuelvo pronto, su manta sobre su cuerpo, sus gafas de concha negra, sus ojos, y no fue un sueño, lo recuerdo muy bien y no fue un sueño.

Quizá los sueños me traen cartas; y, como en las cartas, en los sueños hay ficción y verdad, y suceso e invención, así que es posible que esta noche se me colara como cuento ese sueño de Gabo enseñándome su dedo de escribir, cuando quien de veras me estaba enviando la carta en el sueño era mi padre desde la silla de ruedas en la que estaba recluido aquel mediodía radiante y triste en que esperaba a que le sacaran sangre en el hospital de mi pueblo.

Ahora te has ido, has visto caracoles en el camino; yo me he quedado aquí como si estuviera solo y en otro tiempo, en la parte final de un sueño que aún no sabría contar.

El oficio. 11. Gabo con todas las letras

Por: | 03 de octubre de 2014

Medellín y la Casa de América son, en Colombia y en España, escenarios de un homenaje simultáneo al más importante periodista del siglo XX en nuestra lengua, Gabriel García Márquez, a quienes todos llamaron Gabo. En Medellín entregan el premio que lleva su nombre y aquí leen en público algunos de sus cuentos, como si así en un lugar y otro, y por tanto en el ancho mar y en la vida ancha de Hispanoamérica, el Gabo siguiera respirando periodismo y escritura.

    Periodista. Él decía que era fundamentalmente un periodista; si se rastrea su obra (toda su obra), desde la más ambiciosa metafóricamente, Cien años de soledad, hasta la más ínfima de sus crónicas, las que escribió siendo un principiante, Gabo se basó siempre en la realidad que lo circundaba, la que tenía delante de su mirada a veces cansada de nocherniego y la que le contaban los numerosos amigos que llenaron  su cabeza de leyenda.

    Varió la fórmula, narrativa o ensoñada, periodística o diabólicamente inventada, pero siempre fue periodista. En el libro que Jaime Abello y Héctor Feliciano hicieron para gloria del resumen histórico de sus crónicas, hay una espectacular y sencilla demostración de su capacidad para mirar desde detrás de la ventanilla de los géneros para romperlos, manteniendo al fondo la obligación del periodista: contar. Esa crónica, que está entre mis preferidas, es la que hizo para El Espectador de Bogotá, a las órdenes de José Salgar, sobre la estancia del presidente norteameriocano Eisenhower en Ginebra. Allí había una reunión imponente, mundial, de la Sociedad de Naciones; durante tres horas el más importante de los mandatarios se escapó de la reunión y estuvo missing, perdido, por la ciudad en la que treinta años más tarde sería enterrado Jorge Luis Borges. A Gabo y a los demás periodistas les extrañó esa ausencia, pero fue tan solo Gabo el que se puso a indagar. Al final supo que el militar y político estadounidense, que ya era abuelo, se había entretenido todo ese tiempo en una célebre juguetería de la ciuidad, donde terminó comprando un avioncito para su nieto y una muñeca para su nieta.

    Periodista con punto de vista. Eso fue lo que distinguió el periodismo de Gabo; ante una situación dada, simple o compleja, procuraba centrar su mirada distraída, hasta que llegaba al cogollo de la situación; leer ahora sus novelas (como Crónica de una muerte anunciada, especialmente, o como El coronel no tiene quien le escriba) advertirá que esa presencia veloz del periodismo le permite a Gabo recorrer la trama de lo que cuenta con un punto que no se pone jamás en fuga. Esas novelas, pues, están escritas desde la precisión, desde el numeroso dato hasta la innumerable sugerencia que no está en los datos. Lo que él hace, burlando los géneros, es el género mayor: la crónica de lo que pasa sin quedarse pasmado.

    ¿Cómo lo lograba? ¿Cómo lograba esa azoriniana disposición para contar el asombro como si no estuviera pasando nada? Él lo cuenta; se lo contó en 1981 al periodista norteamericano Peter Stone, que lo entrevistó para la Paris Review. Se lo debe a su abuela; y eso que le debe a su abuela para contar sin esparcirse, deteniéndose en lo verdaderamente importante, es el tono. Le dijo a Stone: "[Mi abuela] relataba cosas que sonaban sobrenaturales y fantásticas, pero las contaba con absoluta naturalidad. (...) Lo más importante era la expresión de su rostro. No cambiaba en absoluto de expresión cuando su relato sorprendía a todos. En mis primeros intentos de escribir Cien años de soledad intenté contar la historia sin creerla. Descubrí que lo que tenía que hacer era creerla yo mismo y escribirla con la misma expresión con que mi abuela contaba sus relatos: con cara de piedra".

    Así era él, como su abuela, ponía cara de piedra e indagaba; preguntaba; era el gran preguntón de la vida periodística mundial; le preguntaba a todo el mundo; y cuando tenía un interés determinado en algo que alguien contara su propio relato se hacía a un lado. Él escuchaba. Escuchaba tonos e historias. Esa fue la enseñanza que recibió para ser periodista, y esa es la lección que dejó.

    Me hubiera encantado estar en Medellín; no pudo ser; los amigos de la Fundación Nuevo Periodismo me habían pedido que fuera. Pero el hombre propone y todo lo demás dispone. Este es mi homenaje a Gabo hoy; esta tarde, en la Casa de América, lo prolongaremos leyendo su obra en público desde las 17.30.

El País

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