[Estos días se celebra en Medellín un homenaje a Gabriel García Márquez. Quisiera contribuir a ese recuerdo con la publicación de este texto que refleja un sueño contado a un niño. Forma parte de un libro que escribo].
En el sueño, Gabriel García Márquez mostraba una pequeña herida en su dedo de escribir; durante años pensé cómo sería ese dedo, de qué grosor, cuál sería su contextura, cómo haría (pensaba yo) para introducirlo en la tecla sin que se disparara también la otra tecla.
En eso pensaba mucho desde la primera vez que vi una fotografía suya, sentado ante un manuscrito, descalzo, con una mano en la cabeza, mostrando esos dedos gruesos. Luego lo vi en persona muchas veces, en algunas ocasiones amasando migas de pan, mirando como si se aburriera del mundo entero, pero nunca me fijé tanto en los dedos como al ver aquella fotografía.
Y ahora, esta noche, soñando, me encontré con ese dedo, él me lo mostraba, tenía aún la consecuencia de la herida, una sangre chiquita, lo que le quedaba de un análisis de sangre. Me lo mostró y me dijo: “Para que veas, Juanito, que tengo sangre”.
El sueño no contenía esa expresión porque sí, tenía una razón de ser, y esa era extraordinaria, iba más allá del sueño. Te lo cuento.
En el sueño, Gabriel García Márquez, que murió hace unos meses, en marzo de 2014, poco después de que cumpliera 86 años, había resucitado. Debía de ser un milagro, la gente no resucita sino en los libros, y particularmente en los libros de García Márquez, a quien desde muy antiguo todo el mundo llama Gabo.
Debía de ser un milagro, pero a las personas que estábamos a su alrededor aquella circunstancia nos debió de parecer bastante natural, tanto que él quiso explicarla para que supiéramos también algo de lo heroico del acontecimiento.
Estaba sentado en una silla de ruedas bastante barroca, en la que había todo tipo de aditamentos que el sueño no me dejó enumerar al completo; sólo sé que parecía hecha de madera oscura, quizá negra, tenía muchas palancas, frenos, motor, etcétera, que acrecentaban su aspecto de silla de ruedas extraordinaria, y él la ocupaba con una humanidad mucho más oronda que la que exibió en los últimos años de su vida. Llevaba una camisa floreada, muy grande, pero lo tapaba una manta ligera de la que sacaba sus manos como si braceara. Si no hubiera estado en un hospital y exhibiera ese dedo ensangrentado todos hubiéramos dicho que era un hombre muy saludable.
Yo había estado en sus funerales, pues ya no podía haber entierro, lo habían incinerado. La urna en la que su familia guardó las cenizas había sido exhibida en el Palacio Nacional de México durante unos días, inmediatamente después de su muerte. Esa visión tan clara de lo que queda de la vida, del rostro iluminado o triste, de la mano que escribe, de la frente que piensa, del halago del cuerpo o de su sufrimiento, quieta arriba de un túmulo, bajo una luz cenital que la destaca, era la evidencia de que eso es al fin el resultado, la vida de arena que queda después de la vida.
Allí estaban sus familiares más directos, Mercedes, su mujer, sus hijos Rodrigo y Gonzalo, su hermano Jaime, y muchísimos amigos que debían de ser también amigos verdaderos y amigos sobrevenidos, pues ya sabes que los poderosos, y también los escritores poderosos, adquieren en la vida y en la muerte la capacidad de la adherencia, y a Gabo se le adhirieron tantos que hacían, allí también, incontable la nómina.
Me preguntaron luego cómo había ido aquella despedida, y debo decir que me costó resumirla, pues sentí ante aquella acumulación de poder y de poderosos (de la política, de la literatura, de la administración) un cierto hartazgo, pues yo concibo una despedida como un susurro y no como un tumulto. El colmo (es decir, lo que colmó o culminó) que coronó aquel tremendo resplandor oficial de la despedida del autor de Los funerales de la MamáGrande fue el estrambote final, oficial por supuesto, que ya nos echó del Palacio Nacional con la sensación de que no sólo habíamos asistido al final de la historia sino al final de una historia que él mismo tendría que haber contado, como si fuera mentira, como si fuera inventada, en la que se contemplara también, como una broma genial o como un sortilegio, la noticia probable de su propia resurrección para señalarlos, con su dedo erecto, con ese dedo que ahora, en el sueño, aparece adornado con un modesto círculo de sangre.
Pero eso no pasó. Pasó esto otro. Los militares que guardan a los presidentes precedieron al de Colombia, la patria del muerto, y al de México, la patria en la que quiso vivir el muerto, y ambos se adelantaron sucesivamente al estrado dispuesto a tal fin para darnos dos peroratas patrióticas ligeramente informadas sobre la trayectoria de Gabo y sobre las metáforas que contienen su periodismo, su literatura y su vida. Fue tan superficial aquel parlamento sucesivo que parecía hecho para olvidar al despedido, no para quererlo.
Tras esa banalidad México se abrió a nuestro paso, y al paso de Gabo siguió el silencio que sucede a toda fanfarria; yo pensé, para mis adentros, que muy probablemente a él no le hubiera gustado esa despedida, aunque a él, como a Carlos Fuentes, que fue su amigo, y como a algunos otros escritores y poetas y artistas, ese tipo de despedida ortopédica y oficial les debió de hacer gracia en vida puesto que les gustaba muchísimo estar rodeados de esos dignatarios casuales de la política de los países.
Me fui de México, pues, con esa parte tachada de lo que había visto, y de vez en cuando he hablado en universidades y en escritos de la vida de Gabo, de lo que vi en él desde que lo conocí hasta unos años antes de su muerte, cuando ya había perdido la memoria, o eso parecía, y confundía el estado de estar con el estado de haber estado. Se convirtió, en ese entonces de la desmemoria, en una persona distinta, su manera de ser varió hasta convertirse en un ser solícito y desprendido, ajeno al tiempo (al que tenía, al que no tenía), bromista y abrazador, y dejó de tener el pudor del silencio y ya no reservaba su energía al conversar. Daba palabras y abrazos; quienes lo conocían bien sabían que en algún momento él había sido así de solícito y alegre, y que por lo tanto ahora había pasado, como en una resurrección gozosa e involuntaria, de Gabriel García Márquez a Gabo; a Gabo, e incluso a Gabito.
Una resurrección, eso decían. Lo extraordinario fue que quizá el sueño me ayudó a hacer que la metáfora que había escuchado sobre esa transformación de Gabo pasara a ser realidad, vivencia propia, continuación de lo que sucedió habiendo tachado lo que pasó de veras, aunque fuera en un sueño habido una noche de silencio en Bath.
Así pues, de acuerdo con el sueño que tuve anoche, y que anoté luego para que no se me escapara, como tantos otros sueños que tuve y desperdicié, Gabo en efecto había resucitado, y lo había hecho como Gabo, no como Gabriel García Márquez. Lo primero que me dijo, al verme y al reconocerme (me dijo: “Juanito, ¿otra vez por aquí? Ven acá…”), era que su resurrección había resultado de lo más normal; creyeron que había muerto, no verificaron bien tal circunstancia y él pudo arreglárselas para, en el momento decisivo, avisar de que ya podían extraerlo de la caja, que aquello había sido un tremendo error, eso me dijo, eso fue lo que en sueños le escuché decir.
Mientras él mismo lo contaba, con la abundancia de datos que distinguió la conversación de García Márquez cuando era Gabo, tenía a su lado a Mercedes, lo recuerdo perfectamente, que corroboraba con golpes sucesivos de cabeza el relato de su marido; éste hablaba sin freno de las aventuras que lo habían alejado momentáneamente de la vida y de este instante preciso en el que charlaba con nosotros.
Me fijé en la gente que nos rodeaba, aunque ya se sabe que los sueños son poco panorámicos, poco a poco mi mirada y mi mente dieron un barrido de esas características y terminé viendo las características de la multitud que lo estaba acompañando. Eran personas de su condición, es decir, convalecientes, no era que procedieran del mismo lugar del que él venía, pero sí eran todos lisiados de una manera u otra, o al menos personas de las que te encuentras en ambulatorios y hospitales. En efecto, ese sitio en el que estábamos era un ambulatorio o un hospital y por lo que supe de inmediato a Gabo le estaban haciendo allí unos análisis, y ya había pasado uno de ellos, un análisis de sangre, en concreto; yo imaginé, de hecho, con la naturalidad con la que uno lo relaciona todo en los sueños, que eso es lo primero que se le hace a un resucitado, verificar si tiene sangre.
Ahora, me dijo el propio Gabo, tenía que pasar de nuevo al consultorio del médico, “van a hacerme no sé qué”; y cuando me dijo eso, “van a hacerme no sé qué”, exhibió el dedo grande de la mano derecha, en el que habían hecho, evidentemente, una incisión de la que obtuvieron sangre. “No duele, pero es molesto, lo sé”, le dije, mientras él se zafaba de aquella pequeña multitud, que podía haberlo ahogado de agasajos y de cariños, porque era evidente que todos querían abrazar al autor de Cien años de soledad, al que justamente unos días antes habían dado por muerto.
Él llevaba esas gafas grandes con las que en los últimos años se dibujó para siempre su rostro enflaquecido, y finalmente se perdió con Mercedes en la multitud, y yo sentí que el hombre se estaba vengando así, en medio del tumulto, exhibiendo ensangrentado el dedo de escribir, de aquella despedida a la que se habían adherido uniformes y discursos y en la que él era una urna y un resplandor y nada, un recuerdo.
Cuando desperté, descubrí una enorme araña en el cuarto de baño, quise avisar a tu abuela, te escuché andar por la casa, buscando trenes y cosas, perseguido por tu madre y por tu padre, y cuando quise explicarte el sueño ya estabas mirando un cuento en lo rosa, que es la tableta donde tu madre te los guarda.
Entonces miré por la ventana, vi que en Bath llovía a cántaros en agosto, estuve un rato pegado al cristal, tratando de interrogar al silencio sobre lo que hago, sobre la soledad o sobre las palabras, y cuando me senté ante el ordenador otra vez me volvió nítido, en medio de la niebla que hoy me persigue, el recuerdo de mi padre, sentado ante el hospital, solo, esperando a que los médicos lo analizaran, sus ojos perdidos y disgustados, su esencial cabeza metida en la bruma de su descontento, y su hijo posando la mano en su hombro, ya verás que no es nada, vuelvo pronto, su manta sobre su cuerpo, sus gafas de concha negra, sus ojos, y no fue un sueño, lo recuerdo muy bien y no fue un sueño.
Quizá los sueños me traen cartas; y, como en las cartas, en los sueños hay ficción y verdad, y suceso e invención, así que es posible que esta noche se me colara como cuento ese sueño de Gabo enseñándome su dedo de escribir, cuando quien de veras me estaba enviando la carta en el sueño era mi padre desde la silla de ruedas en la que estaba recluido aquel mediodía radiante y triste en que esperaba a que le sacaran sangre en el hospital de mi pueblo.
Ahora te has ido, has visto caracoles en el camino; yo me he quedado aquí como si estuviera solo y en otro tiempo, en la parte final de un sueño que aún no sabría contar.