El Viajero: Guía de Viajes de EL PAÍS

Sobre el blog

Recorrer Sudamérica en coche es una buena idea para no perder el hilo de su realidad agitada. Un blog de contacto con la gente, de emociones, asfalto, paraísos y estaciones de servicio.

Sobre el autor

Jaled Abdelrahim

A Jaled Abdelrahim no le convenció ni su trabajo como reponedor de supermercado, ni su carrera de derecho, ni su labor como periodista sedentario. Lo que quería era conocer el mundo de primera mano. Después de viajar por Europa, Oriente Medio y el norte de África, su última iluminación no ha sido otra que recorrer el sur de América de punta a punta a bordo de un Volkswagen desvencijado. Colabora con El Viajero, la revista Yorokobu y varios medios de viajes.

Cuenta de Twitter: @JaledAA

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29 abr 2013

¿Quién descubrió Machu Picchu?

Por: Jaled Abdelrahim

Una turista contemplando la ciudad inca de Machu Picchu, en Perú. / CORBIS
Dicen que la figura de Hiram Bingham (1875-1956), el explorador estadounidense que pasó a la historia como el gran descubridor del Machu Picchu, fue uno de los modelos que inspiraron el personaje de Indiana Jones. Botas, sombrero, rutas por selvas ignotas… Las fotos, las descripciones y la recuperación que dirigió hace 102 años de la urbe precolombina más escondida y cotizada del hemisferio sur, maravillaron al mundo, dispararon su reputación y convulsionaron el universo de la arqueología. El gobierno estadounidense, el estado peruano, la universidad de Yale (EE.UU) y la National Geographic Society respaldaron el trabajo de este profesor de historia y dieron fe del hallazgo que lograba un 24 del julio de 1911. Pero ese día, algo vio Bingham además de ruinas que prefirió no testimoniar. Apenas una pequeña inscripción a carbón en las piedras de los vestigios. Unas líneas, cuya existencia se mantuvo casi tan oculta como lo había estado la misteriosa ciudad perdida de los incas, y cuyo desprecio afianzaba la gloria de su expedición. “A. Lizárraga, 1902”, decía aquella grafía. Cuando el equipo de Bingham acometió la recuperación de la ciudad, él mismo mandó que se borrase.

Retrato de Agustín Lizárraga.El volkswagen me lleva hasta Cuzco, donde viven algunos descendientes del autor de aquel mensaje extirpado. Se trataba de un labriego peruano llamado Agustín Lizárraga, un hombre nacido en Mollepata (Perú) que arrendaba a principios del siglo XX una parcela de tierra a las faldas del inaccesible cerro donde se encuentra la ciudad perdida. Cuentan sus allegados que él había llegado hasta allí nueve años antes que el estadounidense, sin embargo, nada escribió Bingham sobre ese hecho en el libro en el que se reafirmaba como descubridor del enclave (La ciudad perdida de las incas, 1948). Para el norteamericano fueron los honores, los museos, los reconocimientos y la placa que luce a la entrada de las ruinas. Hoy, los Lizárraga piden que la historia devuelva los honores que se le negaron a su ancestro.  

“Yo de pequeño vivía en el lugar desde el que partió mi abuelo, a orillas del río Urubamba, bajo el Machu Picchu”, relata Lucho Lizárraga Valencia, nieto de aquel campesino. Este profesor de universidad de 61 años no llegó a conocer a su antepasado Agustín ya que éste murió accidentalmente, antes de que él naciera, ahogado en las aguas del río Vilcanota, en 1912, precisamente el mismo año en el que Binghan iniciaba la fase de recuperación de los vestigios. De lo que sí fue testigo el descendiente es de la herencia testimonial que la proeza de su abuelo había dejado entre los vecinos de la zona. “No había televisión entonces y por las noches, como si fueran cuentos, recuerdo escuchar a mis padres y a mi abuela hablar sobre esa historia del descubrimiento”, evoca Lucho. “Contaba mi abuela Clara que él subió hasta allí cuando el camino era inaccesible, y a veces, al contarlo, se enfadaba. Decía que un gringo había llegado a las ruinas gracias a él y que se lo había llevado todo. Pero claro, para nosotros, que éramos niños, eso simplemente eran viejas historias sobre un abuelo que hacía tiempo había muerto”.

Lucho Lizárraga, nieto de Agustín LizárragaSentado junto a Lucho asiente Américo Rivas, un ingeniero familiar indirecto de los Lizárraga nacido en Santa Teresa, una hacienda vecina de la misma zona. Rivas, contemporáneo de Lucho, había escuchado la idéntica historia una y mil veces desde crío y siempre se preguntó si alguien resolvería aquella “injusticia” histórica. Harto de esperar el reconocimiento, él mismo decidió investigar todo lo relacionado con aquel asunto y publicar el primer libro donde se recopilan todos los datos de esta otra versión del hallazgo (Agustín Lizárraga. El verdadero descubridor de Machupicchu -2011-).

Rivas conoce cada detalle de aquella aventura: “El 14 de julio de 1902, Agustín Lizárraga buscaba nuevas tierras de cultivo entre la maleza selvática acompañado de otros tres hombres del lugar: Enrique Palma Ruiz, administrador de una de las haciendas del territorio; Gabino Sánchez, el mayoral de la misma, y Toribio Recharte, su peón” comienza a narrar.

“Cuando dieron con las ruinas, Lizárraga intuyó que ante sus ojos tenía una joya del pasado y por eso pintó su nombre y la fecha de su primera visita en las piedras de lo que hoy es conocido como el Templo de Las Tres Ventanas” prosigue. Según los testimonios directos que recopiló Rivas, Lizárraga regresó varias veces hasta aquel lugar, y aunque carecía de padrinos que promulgasen su descubrimiento, trasladó la noticia de boca en boca entre familiares y amigos que la propagaron desde Lima hasta París sin demasiada trascendencia. “La historia no cuenta que fue Agustín Lizárraga quien organizó la primera expedición turística  al Machu Picchu cuando llevó allí a algunos de sus familiares y vecinos, los Ochoa, en 1904. Tampoco que fue él quien puso a trabajar en los campos de cultivo de las ruinas a las dos familias que encontró Bingham en el Machu Picchu el día que llegó allí”. 

Paradojas del destino, la corroboración de la desheredada historia de los Lizárraga, aún hoy desconocida por la gran mayoría del público incluso en Perú, la resucitó otro Bingham, Alfred, hijo del arqueólogo estadounidense. En su libro Retrato de un Explorador (1989), el descendiente del norteamericano revelaba una frase crucial que su padre había anotado en sus diarios de viaje pero que olvidó testimoniar en su libro: “Agustín Lizárraga es el descubridor del Machu Picchu, él vive en el puente de San Miguel”, había anotado su progenitor en los papeles.

Arriba, fotografía de 1911 que muestra el lugar donde se encontró la inscripción de Lizárraga (ventana izquierda). Abajo, el mismo lugar en 1925, con la firma ya borrada. “No hay más que decir a eso”, sostiene Rivas. Para redondear todas las pruebas con las que contaba sólo le hacía falta a este investigador una prueba visual que demostrase su versión. Y apareció. En 2011, con motivo del centenario del descubrimiento de Bingham, la universidad de Yale amplió a gran tamaño un centenar de fotos de archivo realizadas por el explorador. “Creí que nunca lo vería, pero ellos mismos estaban dando la demostración. En su mismo centenario”, sonríe Rivas. En una de las imágenes aumentadas aparecía el Sargento Carrasaco, un escolta cusqueño acompañante de Bingham durante su expedición, posando junto al Templo de las Tres ventanas en 1911. Sobre las piedras de la construcción se diferenciaba lo que en imagen pequeña era inapreciable, la parte final de una pintada (hoy inexistente) que daba la puntilla definitiva al asunto. “1902”, se llega a leer nítidamente bajo un nombre borroso. “Creo que el día que vi esa foto fue el más feliz de mi vida”, dice Rivas.

Tras cien años de omisión de esa otra historia y una férrea presión periodística, hoy los expertos, las autoridades cusqueñas y las nacionales reconocen que en las ruinas de Machu Picchu estuvo Agustín Lizárraga antes que Bingham, aunque siguen dando al ahora llamado “descubridor científico” (Bingham) mayor atención. Por eso los Lizárraga, una saga ahora repartida por todo el mundo, aún no dan por terminado el pleito. “Desde 2002 nos reunimos anualmente en una comida a la que llamamos  Lizarragada para reivindicar la proeza del abuelo”, explica Marco Antonio Bolívar Lizárraga, bisnieto del descubridor.

Estos familiares aseguran que su cometido no es eliminar al gringo de la historia. “Es justo que se reconozca la gran labor de Bingham con las ruinas, pero no que le otorguen el descubrimiento”,  esgrime Carlos Lizárraga Álvarez, historiador y también bisnieto del de Mollepata. “Nosotros no pedimos plata, ni propiedades, ni indemnizaciones. Sólo queremos ver la placa de mi abuelo colgada a la entrada de las ruinas. Es lo justo”, apostilla.

Lizárraga vs. el pasado

Detalle de la inscripción de Agustín Lizárraga, que Hiram Bigham encontró en 1911.Existe otro frente para la centenaria demanda de esta familia. Ocurre que en la última década a los Lizárraga también les han salido competidores hacia la otra dirección de la historia. El Dr. Jean-Decoster, director del Museo Machupicchu de la Casa Concha de Cusco, rebate que el descubrimiento sea originalmente del peruano y fundamenta su afirmación en un artículo del investigador norteamericano Paolo Greer. Según las indagaciones de éste, existen mapas elaborados por exploradores, investigadores o empresarios extranjeros del siglo XIX que señalan el cerro Machu Picchu. Así pues, planos como los de  Herman Göring (1874); Charles Wienner (1880); Augusto Berns (1881); o Antonio Raimondi (1890), entre otros, marcan explícitamente el cerro, en especial el de Berns, que nombra la zona como la Huaca del Inca.

Jorge Escobar, decano y docente del departamento de historia de la Universidad de Nacional San Antonio Abad del Cusco, ubica el descubrimiento mucho más atrás. Según sus pesquisas, “el Machu Picchu jamás fue un sitio desconocido”. Para demostrarlo hace referencia a más de una decena de documentos (el más antiguo de 1537) donde se menciona un lugar llamado Picchu al que se refieren como enclave donde cultivar y para el cual se expidieron contratos de explotación y compraventa.

RCarlos Lizárraga Álvarez, historiador y bisnieto de Agustín Lizárraga.ivas ha dedicado tiempo y un extenso capítulo de su libro a desmontar todas esas teorías. “Acerca de lo de los Picchus que aparecen en los documentos del profesor Escobar, con quien he debatido de esto en alguna ocasión”, explica el investigador, “yo le recuerdo que Picchu significa montaña en quechua, y que por eso ha encontrado esas referencias. No quiere decir que alguien hubiera encontrado la ciudad perdida”. Respecto a la argumentación del Dr. Decoster, afirma Rivas que “defiende lo indefendible”. “Lo que señalan los exploradores del siglo XIX es únicamente un lugar llamado Cerro Machu Picchu, el nombre del monte que se ve desde abajo. ¿Qué me hace estar tan seguro de que no vieron las ruinas? Hombre, no sólo que fuese un lugar de acceso imposible para los medios de la época, sino que para que un explorador vea Machu Picchu y no escriba ni una sola letra sobre él, una de dos, o nunca lo ha visto o le dio una parálisis cerebral”, ironiza su argumento. El mismo crédito le da al mapa que elaboró Berns en 1881 descubierto por Greer: “Este empresario señaló la Huaca del Inca porque buscaba inversionistas que patrocinasen su proyecto de recolección de oro y plata, ”esgrime, “materiales que él simplemente creía que estaban allí porque alrededor del Machu Picchu existen otros vestigios incas que probablemente le esperanzaron en su propósito”. “Y si no, que me expliquen por qué en su mapa señala esa Huaca del Inca al otro margen del Río Urubamba, y no en el que está la ciudad”.

Mientras el ingeniero ofrece datos puntuales, Lucho observa la foto de su abuelo sobre la portada del libro de Rivas y limpia una pequeña mancha sobre la imagen. “Hiram lo restauró y lo hizo famoso, por supuesto”, arranca el nieto, “pero mi abuelo estuvo primero, y dejó constancia con una inscripción que el propio Bingham borró. Nosotros tenemos la obligación de que la historia reescriba de una vez por todas su nombre y le dé el reconocimiento que muchos, por intereses diversos, le siguen negando. Seguiremos con nuestra lucha hasta que se haga justicia. Agustín Lizárraga, mi abuelo, es el verdadero gran descubridor”.

03 abr 2013

Un oasis de adrenalina

Por: Jaled Abdelrahim

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Tonto de mí. El día que mi última novia me dijo que me comprase un desierto y me perdiese en él pensé que estaba enfadada conmigo, así que junté mis ahorros y salí de viaje a ver si encontraba algún arenal al alcance de mis posibilidades. A una novia se la obedece por mucho que te esté dejando. El caso es que ahora, bajando desde Lima por la Panamericana Sur, tras surcar un camino que abarca la línea constante del Pacífico al oeste, los andes peruanos al oriente y cuatro horas de llanura frente al parabrisas, descubro un impresionante sáhara americano que se pierde en el horizonte a orillas de un oasis llamado Huacachina. Lo cierto es que no imaginaba que un campo de dunas pudiese desplegar ante mí un muestrario de sensaciones desde la adrenalina salvaje al relax paraíso. Eso, por no hablar de hasta qué punto ignoraba que un sitio tan infecundo fuese capaz de darme un par de clases magistrales en forma de experiencias turísticas. ¡Así que se trataba de esta maravilla...! Sólo me queda preguntar al estado peruano si me cedería a precio amigo este trocito de territorio. Ya sabía yo que aquella chica solo buscaba lo mejor para mí.

Huacachina no es un lugar para contar. Ni siquiera para conocer. Hay que vivirlo. Pero para no enrollarme contando eso de que el Edén probablemente sea algo parecido a esto, hablaré de tres lecciones que me guardé en la maleta después de mi paso por este enclave, situado a escasos cinco kilómetros de la ciudad de Ica.

Lección primera: Los oasis de los cuentos existen. Dunas de arena fina de hasta 250 metros de alto se erigen monótonas a lo largo de kilómetros y kilómetros de territorio. Cresta tras cresta, cada vistazo al fondo es el mismo: toneladas de granos diminutos que se agolpan para formar montañas móviles a merced del viento. El color pálido. Invariable. Cada paso supone una excavación de un palmo de profundidad y el pensamiento de lo horrible que sería perderse en mitad de esta masa es un fijo para cualquiera que mire desde ahí a sus cuatro flancos. Por todos ellos se extiende el infinito.

HuacachinaUno imagina que en caso de suceder tal tragedia se concebirían pocas esperanzas de supervivencia. Pero pongámonos en lo peor. De pasar algo así, probablemente el errante que diese con la laguna de Huacachina creería que ya se acabó todo y que ante él tiene la respuesta a la existencia del paraíso. El paraje es un oasis de novela. De esos que uno idea de crío en la cabeza a pesar de jamás haber estado frente a él. Aguas de color verde esmeralda rompen en dos la arena, un contorno de vida que nace en un perpetuo suelo inerte. Palmeras, eucaliptos, ficus, acacias y unos algarrobos conocidos como huarangos florecen en los escasos metros de verde que circundan la laguna. Las aves migratorias, privilegiadas observadoras aéreas, saben que las ramas de estos vegetales son la única estación donde hacer escala en mitad de esta nada.

Cuenta la leyenda que una doncella incaica llamada Huaccachina, quien había perdido a su amado en la guerra, lloraba mientras se miraba en un espejo justo en ese lugar, donde había visto a su media naranja por última vez. Fue entonces cuando observó a un hombre reflejado en el espejo tras ella. Cuando el varón se acercó, la muchacha salió huyendo dejando caer su cristal. Cosas de leyenda, el espejo acabó convirtiéndose en el oasis, el manto de la chica en las dunas y la propia mujer en una sirena que, a tenor de la fábula, sale las noches de luna nueva de las aguas para seguir con la llorera, que al parecer no se le ha pasado aún. Con sirena o no, lo cierto es que las sustancias sulfurosas y salinas de esta agua le dieron fama de curativa allá por los años 40, cuando se construyó un pequeño malecón, unos vestidores y una línea de bajos edificios clásicos a su alrededor. La alta sociedad que acudía allí entonces hoy se trocó por turistas que se acercan hasta este desierto peruano para ver Huacachina. No todos los días se puede encontrar una ilustración de sueño en versión realidad.

Lección segunda: Si alguien le ofrece dar un paseo por las dunas en un vehículo abananado llamado buggy, recuerde que en Huacachina paseo significa carrera endiablada, y buggy, el causante de un posible infarto al corazón. Una de las mayores atracciones turísticas de este pueblecito es recorrer las altas montañas de arena subido a este carro colectivo de entrañas visibles, contorno enrejado y entre cuatro y ocho cilindros de motor. Desde 40 soles (12 euros) cualquiera de las empresas que oferta el trayecto promete tres horas de aventura desértica, unas cuantas paradas para admirar el paisaje y, si se realiza de tarde, la oportunidad de ver desde el medio de la nada una puesta de sol.

Paseo en 'buggy' en Huacachina
Reconozco que al principio pensé que el diseño del coche tenía relación con el ambiente. Abierto por el calor, ruedas anchas para no atascarse en la arena, forma alargada para meter tres filas de pasajeros y cinturones de seguridad por pura normativa legal. Qué ignorancia la mía. Se empieza a entender todo cuando el chófer de ese denominado buggy alcanza los 80 kilómetros por hora y encara una duna de 200 metros de alto. La subida en oblicuo es fácil, comprendo entonces que lo de la anchura de las ruedas no era para no atascarse sino para poder lograr la máxima velocidad. Alguna razón parecida debe tener el hecho de que al coche le falten las carcasas. El detalle de su forma alargada y su modo de repartir el peso queda claro cuando en la cresta de la duna el vehículo vuela para realizar una bajada a marcha extrema por la otra cara del montículo, una auténtica pared semi-vertical. Es precisa esa estructura para culminar con éxito la maniobra macabra. Lo de la necesidad de los cinturones no hace falta explicarlo ya.

Por cada grito desesperado de los pasajeros, el conductor parece disfrutar más. Él sabe que es prácticamente imposible que el automóvil que conduce vuelque en las pendientes inverosímiles por las que se tira, pero yo no. Cuestas cuya inclinación de bajada es imposible de intuir antes de atravesar los lomos arenosos que se suceden a toda velocidad. Por esa razón los gritos empiezan a escucharse antes de atravesar cada pico. ¿Será la próxima una caída suave o nos dirigimos de nuevo a una bajada libre por un talud? Son muchos los turistas que intentan grabar en vídeo la experiencia, pero la imagen nunca es fiel a la sensación por culpa del monótono tono del recorrido. Lo suyo es disfrutarla en carnes propias. Cuando el conductor hace su primer descanso, el instinto primo es saltar a quitarle las llaves. Después el corazón logra deshacerse de al menos un par de decenas de pulsaciones por segundo y se desata a coro una solo reacción: Todos aplaudimos. ¿Será a la pericia del piloto? ¿O solo nos estamos alegrando de seguir vivos?, me pregunto por dentro. El caso es que uno acaba disfrutando de la sensación.

Practicando 'sandboard' en Huacachina Lección tercera: ¿Quién dijo que para hacer snowboard hacía falta el snow? Una de las paradas del buggy tiene sorpresa. Parados en medio de este coloso arenal, frente a una de esas gigantescas dunas a las que casi da miedo asomarse (después de lo del paseo, más), el conductor saca unas grandes tablas deslizantes con enganches para los pies. Efectivamente. No es necesaria la nieve cuando las pendientes son de suave y escurridiza arena. Hora de practicar un poco de sandboard.

El primer intento es el más imponente. Demasiada inclinación. Después de eso uno le encuentra el gusto y el gancho al deporte. Para tumbados, para atrevidos, para principiantes, para veteranos o para simples curiosos de esta modalidad del equilibrio, el resultado es el mismo: acabar disfrutando como un enano es cuestión de atreverse con la primera duna, o como mucho dos.

Al final me quedo a dormir en uno de los albergues que rodean Huacachina. No he podido resistir la tentación. Arena a mis cuatro flancos, un cielo de luces, tres lecciones aprendidas y un oasis que de día es verde esmeralda justo delante de mi habitación. Definitiva y comprobadamente, lo de mi chica no había sido un enfado, así que me atrevo a copiarle la petitoria: Querido lector, piérdase usted en el desierto.

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