Nelisa, que prefiere no dar su nombre verdadero, prepara la comida para su hija bebé, su marido y su hermano en un pequeño fogón que tiene a lado de la cama. “Hoy arroz y pollo”, revela el menú. No la servirá hasta que no regrese su esposo, que ha salido a comprar algo en una de las muchas tiendecitas del lugar. La niña estará tranquila en su regazo mientras miran en la pantalla el DVD que ha puesto para ella. El padre no puede haber ido muy lejos.
Quizás se haya retrasado jugando una partida de billar, o buscando al rentista para pagarle los 250 bolivianos (30 euros) que abonan al mes por el reducido cuartito donde habitan o haciendo unas fotocopias en la reprografía. “Cualquier cosa”, se resigna la mujer, despreocupada. “De noche la cosa cambia”, pero ahora, a plena luz, no teme que se haya metido en ningún lío porque las calles del lugar en el que viven están a estas horas llenas de niños jugando, gente charlando y guardias de seguridad uniformados. Aunque estos guardias no es que sean guardias propiamente dichos, porque ni son agentes ni se sacaron nunca ningún título. Los eligieron por su buena capacidad los delegados de los siete módulos en los que se divide su barrio, que tampoco son funcionarios. Como su marido y su hermano, todos ellos son presos. Esta singular ciudadela está literalmente enclaustrada en pleno centro de La Paz (Bolivia). “Bienvenido a la cárcel de San Pedro”, me recibía poco antes en la entrada un interno.
Después de solicitar los permisos pertinentes, la dirección del centro me había autorizado a entrar a conocer esta prisión de varones, dicen que única en el mundo. En el portón que da a la calle unos policías (oficiales) me piden que deje mis objetos personales, me cachean levemente y me abren la verja de acceso, la que ellos jamás cruzan. Hoy no será una excepción. Dentro, tendré que hacer mis contactos y moverme bajo mi propia responsabilidad. “Avísanos aquí cuando quieras salir”, me indica un policía antes de cerrar de nuevo la verja.
El enclave, de estructuras sucias y desvencijadas, no es un sitio en el que ninguna persona elegiría vivir por voluntad propia. Como cualquier penal del mundo, se trata de una estancia en la que se permanece obligado por haber cometido algún delito o a la espera de tener un juicio. Pero éste parece distinto a cualquier otro. No solo por el hecho de que no entren agentes dentro del perímetro de sus muros, algo que ocurre en multitud de cárceles de países del tercer mundo, sino porque en éste esa circunstancia no viene derivada de una situación interna de extrema violencia. Aquí los funcionarios, hace ya 30 años, observaron que sin ellos vigilando en el interior de la prisión “se había consolidado una sociedad organizada” que cuenta con responsables, administradores, seguridad, legislación propia, escuelas, áreas de ocio, comercios internos y hasta nuevas construcciones. Todo un engranaje social que rueda sin necesidad de intervención externa. El último paso fue permitir que las mujeres e hijos de los reos se trasladasen al interior de los muros para vivir con ellos. San Pedro es hoy un auténtico pueblo autogestionado, aunque carente de salidas.
Iver Mike Vargas, el Seta, preventivo desde hace un año, luce una gorra vieja, se explica con ilusión infantil y tiene la cara de un joven que la vida, al parecer la mala, se encargó de arrugarle. Él ha sido el primero en abordarme y tiene todo el tiempo del mundo para hacer de guía.
- Yo lo conozco todo aquí, te acompañaré- tiende su oferta.
- “¿Qué mejor que un lugareño como carta de recomendación durante el paseo?”- me digo.
Vargas va mostrando cada uno de los sectores en los que se divide este lugar. Se esmera en explicar cada detalle.
- En este bar hacen buena comida, aunque es un poco caro. En esa reprografía trabaja uno de los dos españoles que hay aquí, no lleva mucho. Ése que sale de la peluquería es muy amigo mío…-, va contando cortándose de señalar a nadie con el dedo.
Describe con normalidad. A él no le resulta extraño que a nuestro alrededor exista el movimiento propio de una ciudad en hora punta: mujeres cargadas de bolsas de compra, jóvenes jugando al fútbol, señores en terrazas, tenderos en mostradores, pacientes que esperan la cola del odontólogo, obreros trabajando en nuevas construcciones, artesanos creando, vendedores de droga por menudeo, repartidores de comidas de los propios fast food internos y niños con juguetes se cruzan por medio. El límite del albedrío solo acaba donde empiezan los altos muros que circundan el perímetro.
En la mayoría de localidades de Bolivia no existe un nivel semejante de acción y servicios. Aunque esta circunstancia tampoco es tan cómoda para una comunidad de 2.300 personas que habita en un recinto con capacidad para 350.
A excepción de los niños y las mujeres, no se libran de la condición de reos ni los uniformados agentes de seguridad, ni los comerciantes, ni los tenderos, ni los repartidores, ni los ayudantes del dentista, ni los de la abogada, ni los del médico (los tres últimos profesionales son el único personal externo que trabaja dentro).
También los delegados de cada módulo son reclusos. Se votan como si se tratasen de alcaldes y se encargan de establecer el orden, recaudar impuestos, dar los permisos de nuevas obras, administrar los alquileres que cada uno de los presos tiene que pagar para vivir en San Pedro e incluso dirimir en comisión de delegados los juicios por problemas intrínsecos.
Carlos Ibáñez es uno de esos siete delegados. Con gesto rudo, se ha acercado a preguntar quién es el visitante y me pide que enseñe el papel que me da permiso para haber entrado. Como un auténtico político, responde cada pregunta nombrando el articulado legal que la respalda.
- ¿Y ustedes tienen incluso sus propios juicios?, ¿cómo se resuelven?- pregunto.
- Si alguien tiene mal comportamiento se reúne la comisión, se hace un informe y se le impone un castigo- responde. -Los más graves son para los que agreden con armas blancas a un compañero-.
- ¿Cuáles son los castigos más duros?
- La muralla, el castillo, la grulla…- explica sin acceder a mostrar cómo son esos lugares de aislamiento.
- ¿Y es obligatorio someterse a la ejecución de esta sentencia interna?
- Por supuesto, es la ley, la ley de aquí dentro, y está para cumplirse- , contesta este representante de estricta disciplina que lleva encerrado tres años en el penal por los supuestos delitos que cometió fuera.
No se siente tan cómodo cuando se le pregunta por los pagos que tienen que hacer los internos por disponer de un cuarto o una cama en San Pedro. “Todos tienen que trabajar y colaborar económicamente, somos una comunidad”, se limita a responder. A sus espaldas, unos hombres fuman droga bajo el marco de una puerta sobre la que ellos mismos han escrito “Los Sin Sección”.
En esta microurbe también hay mendigos. Son aquellos que no pueden costearse el alquiler o los impuestos, o los que fueron expulsados de su sector por mal comportamiento. Ese grupo de personas son el bajo escalafón social aquí. Algunos de ellos duermen en los patios comunes, las cocinas o en alguna pequeña sala ocupada como esa.
“Claro que hay mendigos, como en cualquier ciudad”, dice Vargas. En conjunto, todo conforma una aldea. Cada sector es una avenida repleta de cantinas, prestaciones y comercios que han levantado los propios reos. Una coca cola en Los Pinos, un pollo brouster en los Álamos, un partidillo de fútbol sala en Prefecturía… En el Palmar, en Cancha, en San Martín, en Guanay… todas las secciones disponen de los servicios que pudiera tener un pueblo. En Cancha, un local luce un frondoso cartel que dice: Sauna. En la sección de al lado se encuentra la guardería, cuyas paredes pintaron en colores vivos. El Seta va explicando la historia de cada negocio y de vez en cuando habla de quién es cada uno de los tipos que se cruzan por el camino. Muchos quieren charlar un rato con el nuevo visitante.
- Qué, caíste por drogas, ¿no?, como casi todo el mundo aquí-, pregunta un interno.
- No, soy periodista,- respondo.
Entonces llegan las confesiones para el foráneo. Los extranjeros se quejan de que los bolivianos no les dan buen trato; los trabajadores, de que ganan poco; presos que imparten clase en la guardería para los 170 niños que viven en la prisión dicen que les faltan medios; los reos enfermeros piden más espacio y más higiene para poder dar una buena atención, los más pobres de su falta de dinero… En esta cárcel los problemas sociales parecen estar muy por encima del problema de estar presos.
En Guanay, de una sala oscura, sale un hombre pidiendo tabaco. Dentro del barracón de donde se asoma hay otros 40 hombres que dormitan en altas literas por las que pagan cinco bolivianos la noche (50 céntimos de euro). Ellos son el escalón jerárquico inmediatamente superior a los mendigos de San Pedro. Para estos, la vida en esta prisión no es tan cómoda como podrían creer los que habitan en otros centros del país. “Aquí hay gente rica que vive en habitaciones con televisión por cable, escritorio y bañera por las que pagan un alquiler mensual de 1.000 o 1.500 dólares”, aseguran. Como en la sociedad de fuera, existe en esta urbe un problema de clases marcado por la cantidad de dinero.
- ¿Podríamos ver una de las mejores celdas del penal, las que valen 1.000 dólares? - le pregunto a otro delegado que ha venido a preguntar por mi presencia.
- Aquí no hay eso-, responde con cara de pocos amigos. Él es encargado de recolectar el dinero de las rentas. Los demás reos presentes miran en ese momento al suelo.
Lo cierto, según los presos comunes y la propia dirección externa, es que algunos presos incluso compran sus espacios. Todo en estricto comercio interno. La razón para hacerlo es, a veces, la consciencia del tiempo que van a pasar entre rejas. Otras veces, simplemente una inversión a recaudar el día que un juez les cante libertad y puedan transferir su cuartito -ninguno con puertas enrejadas- al siguiente interesado que venga.
El Estado se limita a poner una ración de comida al día y material para algunos talleres. A la directora del centro de San Pedro, Rita Oporto, que muy pocas veces ha visto el interior del penal, se la ve más encantada con la vida organizada que han logrado sus internos que con los medios que provee la administración central para ellos. En la entrevista que respondía un día antes de la visita parecía más una representante sindical de la comunidad reclusa que la jefa de los carceleros.
Dice que con básicos logra cubrir las necesidades diarias de toda la comunidad interna “para que nadie se malmuera de hambre”, pero que, por otro lado, entiende que la situación que se vive ahí dentro no deja de ser “inhumana”. “No tan solo por la carencia de libertad”, lanza, “sino porque la vejez del edificio (construido hace más de 100 años), sus desperfectos, y sobre todo la lentitud de la justicia en sacar de ahí a hombres que cumplen tan solo prisión preventiva, agrava todas las circunstancias”. “Menos mal que a pesar de esas condiciones los propios internos han sacado lo que hay hoy. Sé que no todos viven en las mismas condiciones, pero han conseguido crear una sociedad consolidada ahí dentro, como la de fuera”.
A pesar de que el 80% de esta población reclusa está en régimen preventivo, gran parte de estos 2.300 individuos han permanecido allí más de tres años, el límite legal para que se celebre su juicio. Algunos hasta más de cinco. “A la vez, las escasas ayudas económicas que se reciben del ministerio no son suficientes para mejorar la vida de estas personas, cuyo número se dispara, así que de algún modo la han tenido que mejorar ellos mismos”, denuncia Oporto. “Y al menos lo van logrando”, se consuela acto seguido. “Se empezó a permitir que trajesen a sus familias porque se vio que funcionaba, porque existe una disposición legal que legaliza esto, y porque muchas de sus mujeres y niños fuera se quedan sin nada, en la calle, y ellas mismas prefieren acompañar a sus maridos adentro”.
Aunque esta funcionaria habla en tono serio, se le escapa una leve sonrisa de orgullo de la boca: “La verdad es que, en comparación con el resto de prisiones del continente y quizás del mundo, estas personas han creado un ejemplo. Lo único que les puedo pedir aún es que hagan transparentes las cuentas y los pagos que hacen ahí dentro. No quieren, pero habrá que volver a tratar el tema”. “La solución a la situación de los que no viven bien en San Pedro por culpa de la sobrepoblación no es levantar nuevas cárceles, sino agilizar la justicia de una vez por todas”, aprovecha a reivindicar. “Mi comunidad”, dice en posesivo, “pide lo mismo al gobierno que la propia administración del centro. Mientras, ellos siguen trabajando y organizándose internamente y rara vez nos dan trabajo a nosotros. Están muy bien coordinados y por sí solos sacan adelante el penal sin que ningún funcionario pise jamás su espacio”.
Nelisa remueve la cacerola donde se cocina el pollo. Dice que mañana saldrá un rato a la calle para resolver unos asuntos. A ella no le pueden negar la salida porque está allí por propia voluntad. Antes de las 18:00, la hora de cierre, tendrá que estar otra vez intramuros si quiere pasar ahí la noche. Ella espera con ansias que a su marido y a su hermano les den pronto la libertad para que de una vez ellos también puedan acompañarla afuera. Pero por lo pronto tendrá que ser ella quien viva en ese cuarto desordenado y diminuto cuya puerta da a un penoso pasillo sucio y estrecho. “Al menos en San Pedro eso se puede hacer”, se alivia mientras acaricia la cabeza de esa hija que tiene viviendo dentro de una cárcel. La ley estipula que deberá sacarla cuando cumpla siete años, aunque un vistazo a las plazas del penal delata que hay muchos niños que superan con creces ese límite. Puede que antes de tener que infringir esa norma a su marido ya le hayan juzgado y sea libre.
- ¿Y si no?, le pregunto.
- Si le condenan, ¿qué mejor que poder criarle aquí, en este sector? Es tranquilo, junto a su padre, mi hermano y yo misma, responde.
- Pero por estar aquí también te estás perdiendo tú una vida en libertad.
- Sí, es cierto, pero yo no quiero vivir lejos de mi familia. Suena raro, pero para mí la libertad es estar cerca de ellos. Tú ya has visto cómo es esta cárcel, no es cómoda ni el mejor lugar para que se crie un niño, pero es casi una ciudad. Yo, mientras ellos no salgan, me quedo a cuidarles aquí, que ahora es mi casa y al fin y al cabo no es una prisión como las demás del mundo. Ya que vivimos en una cárcel, que sea en la cárcel de San Pedro.
Hay 12 Comentarios
Interesante reportaje viajero y social. Más social que viajero pero interesante, sin duda.
Tal y como lo cuentas, bienvenida sea una cárcel así. Situado en ella, como has estado tú, tal vez cambiaría de opinión, pero que dentro de la prisión haya 'sus reglas' es lo más parecido a que 'no haya reglas' y puede ser también lo más parecido a la 'libertad'.
Interesante.
Publicado por: V(B)iajero Insatisfecho | 20/06/2013 19:57:43
Y ¿qué hace este artículo en la sección de viajes?
Publicado por: TNT | 14/06/2013 17:09:06
Muy buen reportaje . Nos muestras una realidad que apenas conocemos los de el continente europeo.
De todo se puede sacar una enseñanza. Pero me impresiona que aquellos que no cumplieron la ley fuera, sean capaces de someterse a las normas y leyes de dentro.
Publicado por: avelina | 13/06/2013 17:53:37
Publicaciones así te hacen pensar mucho..
Publicado por: DeMudanzas | 13/06/2013 11:19:31
La inmensa mayoria de las carceles de Colombia son similares o mejores. Entre mas peligroso el preso recibe mas beneficios: brazalete para que se este en su casa o en su finca; los militares tienen el Tolemaida Resort con cabanas independientes, negocios boyantes, salidas a los centros comerciales, fines de semana en parques tematicos con la familia. Compruebelo
Publicado por: Didacus Didache | 13/06/2013 0:26:27
El que la vida en la cárcel de San pedro se parezca tanto a un pueblo y haya gente que lo lleve con normalidad, se puede deber, entre otras cosas, a que la gente más pobre de Bolivia (un 40-50% de la población) no vive de forma muy diferente a estos reclusos. Aunque poco a poco vaya mejorando, es tanta la carestía de este país que la resignación se convierte para muchos en una de las cualidades más valiosas.
Publicado por: bersuit | 12/06/2013 23:02:01
COMO? TAN CRASO ERROR, EL NOMBRE ERRADO DEL PENAL, PUEDE ESTAR EN PRIMERA PLANA
Publicado por: Carlos | 12/06/2013 21:23:35
DA LASTIMA QUE NI SIQUIERA TITULEN CORRECTAMENTE EL NOMBRE DE LA CARCEL
Publicado por: Carlos | 12/06/2013 21:22:17
Es ejemplar, este tipo de noticias con un trasfondo tan complejo te hacen replantearte tantas cosas...
Publicado por: Longboard España | 12/06/2013 21:20:07
Eso de que esta cárcel es una lección diferente en cuanto a lo de cerrar una escuela, depende que escuela. Hasta hace poco que vivía en Bolivia se hacían excursiones los fines de semana para comprar cocaína, la fila estaba llena de gringos como dicen por allí. Hay un vídeo de esta cárcel (no sé si el único que hay), que se grabó hace ya algunos años para una tesis doctoral. Pero vamos una cosa es como lo han maquillado y otra cosa es la realidad. De todas maneras falta decir que los presos salen acompañados a comprar con policías cosas para sus negocios y no ha sido una sola vez la que los presos han llevado a la cárcel a los policías "duuuro", como dicen por allí.
Publicado por: Fran | 12/06/2013 20:51:34
La carcel de San Pedro es de las pocas como llamaría atípica el reportaje muestra la verdad ya que tengo un familiar trabajando en dicha institución, ahora lo que faltó del reportaje es por ejemplo citar que los niños van a una escuela externa que tiene convenio, y regresan por la noche y temas que la los niveles de insalubridad son altos ... hay tanto por decir de esta carcel. Buen reportaje
Publicado por: Wilbert | 12/06/2013 18:48:34
Wow! Creo que fue Victor Hugo el que dijo algo así que cuando se abre una cárcel es como cerrar una escuela, pero aquí se da una lección diferente.
No hay cárcel buena, pero hace reflexionar.
Y me gusta leer y que me quede "un poso"
Enhorabuena.
Publicado por: Yo | 12/06/2013 10:56:04