03 abr 2013

Un oasis de adrenalina

Por: Jaled Abdelrahim

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Tonto de mí. El día que mi última novia me dijo que me comprase un desierto y me perdiese en él pensé que estaba enfadada conmigo, así que junté mis ahorros y salí de viaje a ver si encontraba algún arenal al alcance de mis posibilidades. A una novia se la obedece por mucho que te esté dejando. El caso es que ahora, bajando desde Lima por la Panamericana Sur, tras surcar un camino que abarca la línea constante del Pacífico al oeste, los andes peruanos al oriente y cuatro horas de llanura frente al parabrisas, descubro un impresionante sáhara americano que se pierde en el horizonte a orillas de un oasis llamado Huacachina. Lo cierto es que no imaginaba que un campo de dunas pudiese desplegar ante mí un muestrario de sensaciones desde la adrenalina salvaje al relax paraíso. Eso, por no hablar de hasta qué punto ignoraba que un sitio tan infecundo fuese capaz de darme un par de clases magistrales en forma de experiencias turísticas. ¡Así que se trataba de esta maravilla...! Sólo me queda preguntar al estado peruano si me cedería a precio amigo este trocito de territorio. Ya sabía yo que aquella chica solo buscaba lo mejor para mí.

Huacachina no es un lugar para contar. Ni siquiera para conocer. Hay que vivirlo. Pero para no enrollarme contando eso de que el Edén probablemente sea algo parecido a esto, hablaré de tres lecciones que me guardé en la maleta después de mi paso por este enclave, situado a escasos cinco kilómetros de la ciudad de Ica.

Lección primera: Los oasis de los cuentos existen. Dunas de arena fina de hasta 250 metros de alto se erigen monótonas a lo largo de kilómetros y kilómetros de territorio. Cresta tras cresta, cada vistazo al fondo es el mismo: toneladas de granos diminutos que se agolpan para formar montañas móviles a merced del viento. El color pálido. Invariable. Cada paso supone una excavación de un palmo de profundidad y el pensamiento de lo horrible que sería perderse en mitad de esta masa es un fijo para cualquiera que mire desde ahí a sus cuatro flancos. Por todos ellos se extiende el infinito.

HuacachinaUno imagina que en caso de suceder tal tragedia se concebirían pocas esperanzas de supervivencia. Pero pongámonos en lo peor. De pasar algo así, probablemente el errante que diese con la laguna de Huacachina creería que ya se acabó todo y que ante él tiene la respuesta a la existencia del paraíso. El paraje es un oasis de novela. De esos que uno idea de crío en la cabeza a pesar de jamás haber estado frente a él. Aguas de color verde esmeralda rompen en dos la arena, un contorno de vida que nace en un perpetuo suelo inerte. Palmeras, eucaliptos, ficus, acacias y unos algarrobos conocidos como huarangos florecen en los escasos metros de verde que circundan la laguna. Las aves migratorias, privilegiadas observadoras aéreas, saben que las ramas de estos vegetales son la única estación donde hacer escala en mitad de esta nada.

Cuenta la leyenda que una doncella incaica llamada Huaccachina, quien había perdido a su amado en la guerra, lloraba mientras se miraba en un espejo justo en ese lugar, donde había visto a su media naranja por última vez. Fue entonces cuando observó a un hombre reflejado en el espejo tras ella. Cuando el varón se acercó, la muchacha salió huyendo dejando caer su cristal. Cosas de leyenda, el espejo acabó convirtiéndose en el oasis, el manto de la chica en las dunas y la propia mujer en una sirena que, a tenor de la fábula, sale las noches de luna nueva de las aguas para seguir con la llorera, que al parecer no se le ha pasado aún. Con sirena o no, lo cierto es que las sustancias sulfurosas y salinas de esta agua le dieron fama de curativa allá por los años 40, cuando se construyó un pequeño malecón, unos vestidores y una línea de bajos edificios clásicos a su alrededor. La alta sociedad que acudía allí entonces hoy se trocó por turistas que se acercan hasta este desierto peruano para ver Huacachina. No todos los días se puede encontrar una ilustración de sueño en versión realidad.

Lección segunda: Si alguien le ofrece dar un paseo por las dunas en un vehículo abananado llamado buggy, recuerde que en Huacachina paseo significa carrera endiablada, y buggy, el causante de un posible infarto al corazón. Una de las mayores atracciones turísticas de este pueblecito es recorrer las altas montañas de arena subido a este carro colectivo de entrañas visibles, contorno enrejado y entre cuatro y ocho cilindros de motor. Desde 40 soles (12 euros) cualquiera de las empresas que oferta el trayecto promete tres horas de aventura desértica, unas cuantas paradas para admirar el paisaje y, si se realiza de tarde, la oportunidad de ver desde el medio de la nada una puesta de sol.

Paseo en 'buggy' en Huacachina
Reconozco que al principio pensé que el diseño del coche tenía relación con el ambiente. Abierto por el calor, ruedas anchas para no atascarse en la arena, forma alargada para meter tres filas de pasajeros y cinturones de seguridad por pura normativa legal. Qué ignorancia la mía. Se empieza a entender todo cuando el chófer de ese denominado buggy alcanza los 80 kilómetros por hora y encara una duna de 200 metros de alto. La subida en oblicuo es fácil, comprendo entonces que lo de la anchura de las ruedas no era para no atascarse sino para poder lograr la máxima velocidad. Alguna razón parecida debe tener el hecho de que al coche le falten las carcasas. El detalle de su forma alargada y su modo de repartir el peso queda claro cuando en la cresta de la duna el vehículo vuela para realizar una bajada a marcha extrema por la otra cara del montículo, una auténtica pared semi-vertical. Es precisa esa estructura para culminar con éxito la maniobra macabra. Lo de la necesidad de los cinturones no hace falta explicarlo ya.

Por cada grito desesperado de los pasajeros, el conductor parece disfrutar más. Él sabe que es prácticamente imposible que el automóvil que conduce vuelque en las pendientes inverosímiles por las que se tira, pero yo no. Cuestas cuya inclinación de bajada es imposible de intuir antes de atravesar los lomos arenosos que se suceden a toda velocidad. Por esa razón los gritos empiezan a escucharse antes de atravesar cada pico. ¿Será la próxima una caída suave o nos dirigimos de nuevo a una bajada libre por un talud? Son muchos los turistas que intentan grabar en vídeo la experiencia, pero la imagen nunca es fiel a la sensación por culpa del monótono tono del recorrido. Lo suyo es disfrutarla en carnes propias. Cuando el conductor hace su primer descanso, el instinto primo es saltar a quitarle las llaves. Después el corazón logra deshacerse de al menos un par de decenas de pulsaciones por segundo y se desata a coro una solo reacción: Todos aplaudimos. ¿Será a la pericia del piloto? ¿O solo nos estamos alegrando de seguir vivos?, me pregunto por dentro. El caso es que uno acaba disfrutando de la sensación.

Practicando 'sandboard' en Huacachina Lección tercera: ¿Quién dijo que para hacer snowboard hacía falta el snow? Una de las paradas del buggy tiene sorpresa. Parados en medio de este coloso arenal, frente a una de esas gigantescas dunas a las que casi da miedo asomarse (después de lo del paseo, más), el conductor saca unas grandes tablas deslizantes con enganches para los pies. Efectivamente. No es necesaria la nieve cuando las pendientes son de suave y escurridiza arena. Hora de practicar un poco de sandboard.

El primer intento es el más imponente. Demasiada inclinación. Después de eso uno le encuentra el gusto y el gancho al deporte. Para tumbados, para atrevidos, para principiantes, para veteranos o para simples curiosos de esta modalidad del equilibrio, el resultado es el mismo: acabar disfrutando como un enano es cuestión de atreverse con la primera duna, o como mucho dos.

Al final me quedo a dormir en uno de los albergues que rodean Huacachina. No he podido resistir la tentación. Arena a mis cuatro flancos, un cielo de luces, tres lecciones aprendidas y un oasis que de día es verde esmeralda justo delante de mi habitación. Definitiva y comprobadamente, lo de mi chica no había sido un enfado, así que me atrevo a copiarle la petitoria: Querido lector, piérdase usted en el desierto.

09 mar 2013

Perú entre los dientes

Por: Jaled Abdelrahim

Grano andino
En lo que a países se refiere, hay modos de destilar el verbo entrar para todos los gustos. Por ejemplo están los que entran en crisis, que está muy de moda últimamente. Madrid, Nueva York, Roma… Ya casi no queda ni una gran capital que no haya sacado a lucir la suya por la pasarela. Por otro lado están los que entran en cosas positivas: los que entran en años de bonanza y dejan calles llenas de ladrillos, vías llenas de nuevos Audis A-plazos y bancos llenos de monedas; los que entran al mar porque así lo ha querido su geografía, o los que entran en mundiales de fútbol y luego no saben dónde meter tanta vuvucela. En fin…, mucho más de sí da el infinitivo, pero se alargaría demasiado esto. El caso es que Perú ya ha pasado a lo largo de su historia por casi todos esos accesos, y ahora este gigante americano ha descubierto que hay un lugar por donde sabe hacer mejor que cualquiera el ingreso. He aquí una nación que se recorre con el paladar, se perfila en manteles y se puede visitar con cubiertos. Perú, entra por la boca.

- Un cebiche, por favor-, me harto de decir a camarero tras camarero.

Los nacionales, que son más entendidos, discrepan entre ellos. Que si el mejor es el del restaurante El Marisco del Amor de Trujillo, que si yo te llevo a probar los de los locales de la región de La Libertad que están al borde de la Panamericana, que si mañana me dices cuando comas el del restaurante Cantarrana (en Barranco, Lima)...  Están a los que les gusta el de marisco, los que apuestan por el de camarón, los que se pirran por el de trucha y los clásicos de mero. Por polemizar, ni siquiera me han dejado resuelto el dilema de si se escribe con ‘b’, con ‘v’ o si debería ser una ‘s’ la primera letra del término. Pero a mí por darme igual, hasta me importa poco lo que piensen los demás comensales al verme sorber la salsa de limón del plato. ¿Para qué usar los morros hablando pudiendo estar dando bocados al este fenómeno en bandeja?

José Palacios, un trujillano con serias aspiraciones a maestro cebichero, me cede altruistamente su receta como obsequio para lectores de buena mano:

Grano andino de cultivo ecológico-¿Cómo para unas tres personas?, voy apuntado.

- Cortas un kilo de pescado blanco en cubos pequeños (no demasiado), los pones en un tazón con dos dientes de ajo picados y lo sazonas con sal y pimienta. Mucha, para mi gusto.
- Después exprimes unos ocho limones y viertes el jugo sobre el pescado, que lo bañe. Lo remueves con una cuchara de madera y lo dejas reposar al menos 15 o 20 minutos, que quede bien impregnado.
-  La cebolla, una entera, cortadita bien fina, la enjuagas y después de escurrirla la pones junto a la mezcla. A todo eso hay que echarle un poco más de sal, una gota de aceite, ají rocoto (pimiento picante), choclo (maíz), camote sancochado (batata cocida). Con que le añadas una hoja de lechuga para adornar, ya lo tienes hecho. Muy frío está más rico. Suerte con el intento.


Como yo soy torpe y prefiero ir de invitado, agradezco el consejo, pero lo mío es seguir gastándome los ahorros en ponerme morado. Además, no solo de cebiche vive el peruano. Por todo el país, en especial de la capital hacia el norte, no hay esquina donde no ofrezcan mesa profesionales o aficionados de esos cuyo don culinario poco tiene que envidiar al del mismísimo Gastón Acurio (a precio más dulce, por supuesto).

Anticuchos limeños a la parrilla a base de corazón de res, pimiento picante y vinagre; un ají de gallina con su leche, sus nueces y su queso todo mezclado; cau-cau de mondongo (intestino), papa, palillo y hierbabuena; un potaje de carapulcra (gallina o cerdo con patata y cacahuete), un lomito saltado para llenar la barriga o una parihuela (sopa) de mariscos y pescados. La orgía culinaria parece no tener freno ni hay jamás quien se arrepienta del deglutido pecado.

Receta más receta, el país se ganó el record Guiness a la mayor variedad y diversidad de platos típicos del mundo. En total son nada menos que 491. El palmarés lo corona un registro de más de dos mil sopas y 250 postres tradicionales por si a alguno le queda hueco. Inflarse a alfajores de azúcar, degustar panes de mil semillas, se brinda con pisco sour y no dejar de probar el autóctono chocolate amargo.

En Lima, donde habitan nueve millones de personas, lo que supone una tercera parte del total de habitantes del estado, la oferta gastronómica es insaciable, pero es que los demás departamentos tampoco se quedan mancos.

Que el mantel lo ponen en los altos andes del sur: “Por favor tráigame carne de alpaca bien tierna, o una pachamanca, o por qué no un cuy (conejillo de indias) crocante y rellenito de huacatay (hierbas comestibles) ya troceado”. Para este último, en Tipón, un pueblito cerca de Cuzco, hay campesinas de lengua quechua y horno de piedra capaces de cocinar un milagro. Para la pachamanca, cualquier lugar es bueno: ver preparar una carne que se cuece enrollada en hierbas y enterrada en el suelo entre un montón de piedras incandescentes ya es de por sí un espectáculo.

Plato de 'juane' peruano
Pero no termina ahí la cosa en este país. Ponga que uno se despista y se pierde en la región amazónica. Le podrán picar los mosquitos, asediar los monos o quizás pierda los dedos de los pies atacado por pirañas, pero de hambre, ya verá que no muere. Seguro que allí un autóctono le prepara un juane, un manjar selvático envuelto en hoja de bijao (platanillo) que dentro esconde un plato de arroz (o yuca) con carne de gallina, huevo cocido, especias y aceitunas todo condimentado.

Encima me entero de que los grandes chefs de Perú y los pequeños agricultores de productos naturales han firmado una Alianza Cocinero-Campesino para que ni la producción se industrialice a perjuicios de los labriegos, ni los fogones de alta cocina hiervan alimentos que no sean 100% nacionales y sanos.

En definitiva, que me disculpen las demás naciones de este continente si en algo no están de acuerdo. Cada una tiene su lado bueno. Pero si es cierto eso de que a un hombre se le conquista por el estómago, Perú, sin duda, se queda con mi sí quiero.

19 feb 2013

La maldición de Atahualpa

Por: Jaled Abdelrahim

Panorámica de Cajamarca, en Perú / Paul Kennedy
-    “Le debería cobrar más, porque ustedes nos quitaron el oro”, dice un tendero peruano.
-    “Pues poco me llegó a mí, señor, así que va a tener que hacer la vista gorda”, esquivo la broma.

La historia tiene memoria y, a veces, incluso parece repetirse.

Bajando la perennemente rectilínea Panamericana costera peruana, a la altura de un pueblecito llamado Ciudad de Dios, un desvío permite abandonar el desértico paisaje litoral para adentrase en la vertiente oriental de la cordillera de los Andes. Camino al interior del país, la cantidad de verde asciende a la par que los metros de altura. Es al alcanzar los 2.700 sobre el nivel del mar cuando aparece entre las montañas una pequeña ciudad de calles cuadriculadas, altos sombreros blancos, alborotados mercados callejeros y un nítido esqueleto colonial llamada Cajamarca, capital del departamento con el mismo nombre.

En esta urbe, aún se conservan las paredes originales de una casa de interior diáfano conocida como el Cuarto de Rescate. En esa humilde estancia, prisionero del ejército español, pasó sus postreros meses de vida Atahualpa, el último rey del gran imperio Incaico. Cuenta una de las corrientes de historiadores latinoamericanos que en 1532 el gobernador inca acudió acompañado de 30.000 hombres desarmados hasta esta ciudad para encontrase con el conquistador Francisco Pizarro. Dicen que el fraile Vicente de Valverde, junto a su intérprete Felipillo, fue el único en salir desde su posición hasta el medio de la plaza para recibir  al inca y demandarle su sometimiento al cristianismo, al Papa Clemente VII y al rey Carlos I, requerimientos que acompañó de un misario y un anillo que Atahualpa tiró al suelo. El gesto fue suficiente para que la artillería española abriese fuego.

Dicen que el ejército autóctono sucumbió y su líder fue hecho prisionero. También que Atahualpa ofreció a cambio de su liberación llenar dos habitaciones de plata y una de oro del tamaño de la habitación en la que él permanecía encerrado. Un indulto que valía 86 metros cuadrados de superficie y tres de alto en brillante metal por tres veces liquidado. Cuentan que después de cumplir su parte, un 26 de julio de 1533, bajo la acusación de idolatría, fratricidio, poligamia, incesto y ocultamiento de tesoros, los españoles de igual forma le sentenciaron. Asegura la leyenda que al mismo Pizarro le corrieron las lágrimas cuando vio el cuerpo del gran líder inca ejecutado.

Otros historiadores, como el ecuatoriano-alemán Luis Andrade Reimers (1917-2002), niegan esta versión de los hechos y apuestan por la teoría de que Atahualpa, lejos de ser prisionero, lo que hizo antes de su muerte fue tratar de establecer relaciones de mutuo beneficio para su imperio y el ultramarino, al cual entregó esa cantidad de metales a cambio de beneficios técnicos y administrativos para su tierra. La realidad es que, sean cuales fueren los motivos por los que el inca dio los minerales a los europeos, desde el año 1503 hasta el 1660, época de esplendor minero en el actual Perú, los documentos oficiales datan que a España llegaron desde las colonias americanas 16.900 toneladas de plata y 181 toneladas de oro.

Paseo por las calles de esta ciudad evocadora de vencedores y vencidos. Atahualpa y los colonizadores ya son cosa del pasado. Ahora, los problemas de los habitantes de este lugar son otros. O no tanto. Al parecer, el oro y la tierra siguen siendo el epicentro de las complicaciones en este enclave andino.

Mensajes contrarios al proyecto de explotación minera de Conga en las calles de Cajamarca (Perú). Foto: Pablo Ferri

Cruzar Cajamarca sin toparse cada pocos metros con una pintada que diga “Conga no va” se antoja difícil. La negativa hace referencia al último de los proyectos mineros que actualmente se planifican en este departamento. Conga, una laguna junto a un suculento enclave para las extractoras, situada entre las provincias de Cajamarca y Celendín (Cajamarca), se ha convertido para los contrarios a las industrias mineras en el icónico enemigo a batir de entre las decenas de planes por la busca de oro que desde hace dos décadas se desarrollan en la región. Cinco grandes empresas de capital extranjero – a excepción de una nacional- explotan en la actualidad este departamento en busca del metal que aún queda en las tierras de este antiguo dominio inca.

Los minerales de alto valor siguen siendo, como hace 500 años, la piedra filosofal que persiguen aquí los forasteros. La conservación de la tierra y el agua propias también es aún el recelo de la mayoría de oriundos. El desacuerdo de intereses ha estallado en una lucha de los empresarios contra gran parte del campesinado que ya ha dejado tras de sí un sin fin de movilizaciones, acusaciones judiciales y el saldo de cinco muertos en protestas el pasado año. En esta comarca montañosa donde el paisaje combina hectáreas de cultivos, lagos y ganados con maquinaria extractiva y terrenos yermos dinamitados, los lugareños han sentido caer la gota que colma el vaso sobre las aguas del Conga, que Yanacocha, la mayor de las cinco empresas -de capital estadounidense en su mayoría-, quiere utilizar como contenedor para almacenar los desechos de una de sus explotaciones.


“No estamos dispuestos a ceder ni un metro más de nuestra tierra, ni una gota más de agua, a beneficio del mineral que quieren explotar los extranjeros”, dice Jenny Rojas, presidenta en Celendín de uno de los grupos de guardia autogestionada campesina que representa el pico de lanza de la lucha contra las mineras, las llamadas Rondas. “No vamos a parar en nuestra lucha”, avisa esta líder curtida en protestas. “Estamos quemando todas las vías legales para frenarles. Y así seguiremos. Y si no frenan, llegaremos hasta donde haga falta”.

Dante Vera, gerente del Grupo Norte, la asociación que componen las cinco empresas mineras que explotan la región, argumenta que la queja de los contrarios a su trabajo es infundada porque en la actualidad las mineras contemplan todos los métodos de conservación y reparación del territorio y el agua. Fredy Regalado, coordinador regional del Grupo, me invita a hacer una visita a algunas de las minas de oro en superficie que hay en Cajamarca para mostrarme los avances con los que cuentan estas explotaciones en comparación a los vestigios de minas centenarias que se ven por el terreno y la reparación que se lleva a cabo de los pasivos mineros. Regalado me ofrece una serie de datos, a primera vista vertiginosos, sobre los avances sociales, educacionales, de recursos y de infraestructuras que ha logrado la región gracias a la actividad económica que generan las cinco empresas. Su tesis, apoyada en los informes de estudios realizados por las propias compañías, concluye que es la actividad agrícola la que de veras “es depredadora” y que la actividad minera actual “afecta a menos del 1% del territorio”.

Paseando pos las calles de Cajamarca (Perú)La visión de todos esos beneficios pega un vuelco de 180 grados al charlar con Sergio Sánchez y Mirta Vásquez, representantes de la ONG Grupo de Formación e Intervención para el Desarrollo Sostenible (GRUFIDES), con sede en Cajamarca. Aseguran que su grupo no es “antiminero”. Ese hecho no quita que mantengan una larga confrontación oral, institucional y a menudo judicial contra las empresas del Grupo Norte. Denuncian su “preocupación” por el gran impacto ambiental en la tierra y la degradación paulatina de la calidad del agua”-sobre lo cual también han realizado estudios con resultados diametralmente opuestos a los de las extractoras-; contradicen los datos sobre aportaciones económicas de los que se beneficia la región según éstas; y comprenden el temor del pueblo por el recuerdo de la tragedia de Choropampa (Cajamarca), un suceso acaecido en junio del año 2000 en el que un camión accidentado derramó sobre el asfalto de esa localidad 151 kilogramos de mercurio que “dejaron cientos de intoxicados de por vida y generó al menos siete muertes”. Una cifra que no supera los 15 afectados según la empresa Yanacocha, precisamente la responsable de aquella desgracia y la misma que se encarga de llevar a cabo el proyecto Conga.

Los representantes del Grupo Norte insisten en que, como dato positivo, solo hace falta comparar los salarios que obtiene la población a la que han podido proveer de trabajo dentro del sector minero. Según sus estimaciones, estos trabajadores llegan a cobrar entre 700 y 800 soles al mes (200 euros aproximadamente), una cantidad que supera hasta un 800% los 100 soles, a los sumo, que puede llegar a ganar mensualmente un campesino. Aunque lo cierto es que el dato de la cantidad de población del departamento a  la que las mineras pueden ofrecer un puesto laboral –temporal- desilusiona. “Entre un 2,5 y un 3,5% de los habitantes”, dice Regalado. Los dedicados a las actividades agropecuarias en Cajamarca superan el 60% del resto de individuos.

-    ¿Por qué los datos de las mineras y los vuestros son siempre tan ampliamente diferentes?, le pregunto a Mirta Vásquez.
-    No dicen la verdad.
-    ¿Por qué  no hacer un estudio de impacto ambiental conjunto para determinar los datos reales?
-    Se lo hemos pedido. Se niegan.
-    ¿Piensa que también es mentira que el departamento de Cajamarca se haya desarrollado gracias a su actividad?
-    Verás, ellos pagan legalmente sus cuotas al Estado. Y poco a poco es cierto que este departamento, como el resto de departamentos de Perú, y aunque sigue siendo de los más pobres, se ha ido desarrollando. Pero que digan que es gracias a ellos es escandaloso. Ellos pagan desde los 90 la misma cuota por su actividad, que fue una cantidad mínima que Fujimori  [ex presidente de Perú] estableció y pactó congelar con ellos para promocionar la actividad. Desde entonces se benefician de ese privilegio, y Humala [actual mandatario] tampoco ha subido ese precio. Es decir, por un lado pueden tributar lo que quieran porque nadie tasa lo que realmente sacan, nada más que ellos, y además, su cuota jamás se eleva. Es un negocio redondo.
-    Con datos tan contradictorios, a veces se hace difícil saber quién lleva razón.
-    ¿Quiere ir al corazón del problema?
-    Claro.
-    Visita a la familia Chaupe, la única que queda en el terreno donde Yanacocha quiere llevar a cabo el proyecto Conga.

Puesto de venta ambulante en las calles de Cajamarca (Perú).
Llegar hasta los Chaupe cuesta seis horas de coche por una pista de tierra hasta la provincia de Celendín, tres horas y media en furgoneta pública por un impracticable camino de montaña hasta una comarca llamada Santa Rosa y otra hora de paquete en una moto hasta llegar a lo alto de un cerro situado a más de 4.000 metros sobre el nivel del mar. La sorpresa asalta cuando aparece una barrera provista de un guardia armado al final del camino. Se trata de la seguridad  privada que Yanacocha ha colocado en el gigantesco perímetro donde se encuentra el núcleo de la contienda, desde el cual nacen los ríos que abastecen de agua a muchas de las comunidades que quedan montaña abajo.

- Vengo a visitar a un amigo, intento convencer al vigilante.
- Lo siento, está prohibido el acceso.

Suerte que Carlos (nombre ficticio), el conductor de la moto, es un firme detractor del proyecto que suele acudir a las protestas que realizan los campesinos alrededor del Conga y sabe cómo burlar la seguridad minera. Lejos de los ojos del vigilante, me lleva por un camino de 30 minutos a pie a través de las colinas. Su hermano se encargará de esconder las motos y burlar al ejército, que ronda la zona para proteger a la empresa de los que protestan contra ella.

Es difícil seguir el ritmo de Carlos para subir las embarradas cuestas montañosas mientras intento captar el oxígeno que queda a 4.000 metros. A punto de abandonar por cansancio, de pronto una humilde construcción aparece en medio de un campo desprovisto de cualquier otro vestigio humano. Desde una colina, baja un hombre a paso decidido para preguntar quién es el que se acerca a su casa.

-Yo soy Jaime Chaupe - dice éste héroe involuntario del movimiento antiminero.

Jaime Chaupe delante de su casa, cerca de la laguna Conga, en Cajamarca (Perú)Foto: Pablo Ferri

Chaupe y su familia habitan en pleno epicentro del terreno que Yanacocha ha adquirido para ejecutar el proyecto Conga. Tras dos décadas viviendo en esa vereda aislada del mundo, donde convive con su esposa y el menor de sus cuatro hijos cultivando y dando de pastar a su propio alimento, recuerda el día en que unos responsables de la mina se presentaron allí para decirle que su casa ya no le pertenecía. Que la comunidad que habitaba en ese terreno, -35 casas diseminadas ya derruidas-, habían vendido las tierras a la mina, la suya incluida.

Los Chaupe nunca supieron de ese negocio. Al igual que los cientos de afectados que habitan fuera del perímetro de acción de la minera -aunque dentro de la zona afectada por sus contaminantes-, jamás recibió un dólar por el agravio, solo que su casa sí se encontraba en el terreno que necesita dinamitar la compañía. De la noche a la mañana se enteraron de que, a cambio de nada, una minera estadounidense era dueña de las tierras donde tienen su casa. “Nos negamos a irnos”, dice Chaupe. Después llegaron las denuncias, los inspectores de policía y una excavadora que tiró la casa. Pero la familia nunca claudicó. En aquella ocasión, un ocho de agosto de 2011, su aguante contra los agentes armados que acompañaban a la máquina acabó, según su versión, con pedradas, palizas y una de sus hijas inconsciente al ser golpeada mientras ofrecía resistencia. Al final de la jornada no abandonaron la vereda. Chaupe levantó una choza provisional y con la ayuda de algunos vecinos de Santa Rosa en pocos días pudo levantar la casa de nuevo. Allí sigue viviendo hoy día.

Mientras tanto el proyecto Conga, a causa de protestas multitudinarias y unos Chaupe sobre el terreno, sigue paralizado mientras el caso de la familia se intenta resolver a base de indemnizaciones económicas y un proceso judicial que por el momento, a falta de los últimos recursos, la justicia da por perdido para los campesinos. La contienda de la tierra contra el oro, 500 años después de Pizarro y Atahualpa, aquí sigue viva.

-    ¿Sabe usted que se ha convertido en un héroe para todo el movimiento antiminero?
-    Yo solo sé que me quieren quitar mi tierra, donde he criado a mis hijos, donde cultivo mi comida y donde tengo mis pocos animales- dice.
-    ¿Y no teme las consecuencias de su negativa?
-    Mire, la última vez que vino un representante de la minera a hacerme una oferta por mi vereda y yo no acepté, me dijo: “Esto ya va a juicio y va a perder Jaime, está perdiendo su oportunidad”. Yo le respondí: “¿quién es el que pierde la oportunidad, señor?, ¿yo?, ¿o usted?”

23 ene 2013

La cuna del sombrero 'panamá'

Por: Jaled Abdelrahim

Chiringuitos de playa en Montañita, en Ecuador
Hagamos un poco el turista. Tampoco es plan pasarse la vida de tema serio en tema serio para un blog de viajeros. El fugaz desarrollo de Ecuador y la buena gestión en muchas de sus regiones dejan lugar para disfrutar un poco del relax del gringo, como se llama aquí a los extranjeros de piel pálida. Opino que ya habrá otras oportunidades para hablar de los malos ratos de Sudamérica. Arriba del petate: bañador, toalla, botas de montaña y ¿por qué no?, una bufanda futbolera. Examinado el mapa de mi próximo recorrido creo que será suficiente para pasar unos días de fútil entretenimiento. Lo que no me esperaba yo era hasta qué punto aquí los nombres le iban a dar la vuelta a mis ibéricos conceptos.

El primer destino al que me dirijo se llama Montañita. Para eso las botas, pensará, como yo mismo hice, el lector que relaciona los nombres al vuelo. Primer error. Resulta que este lugar de alias alpino nada tiene que ver con un destino rocoso. Chiringuitos, hamacas, casas de caña y paja, turistas, bicitaxis, cabañas ecológicas, artesanos, olas de dos metros y, por consiguiente, una caballería de jinetes de tabla. Paraíso costero de cuatro calles de ancho y meca de hippies, música reggae, ambiente nocturno, bebidas tropicales y turistas foráneas que en este cálido rincón del país se lanzan a lucir cuero.

Esta comuna, provincia de Santa Elena, situada en la conocida como Ruta del Sol, se ha convertido en las últimas décadas en un fijo en el Pacífico para la juventud autóctona y extranjera. Sus pocos habitantes, antes pescadores y artesanos aún organizados de manera cooperativa y asamblearia, pronto entendieron que el flujo económico del turismo surfero dejaba en sus arcas una ola de ingresos mucho más espumosa que la que traían sus viejos oficios. Su enclave privilegiado de playa blanca rodeada de pequeñas colinas y densa naturaleza es sin duda la gallina de los huevos de oro para esta diminuta localidad. En especial de noviembre a abril, “¿la temporada playera?” Segundo desengaño de ideas adquiridas en la escuela.

Café Raymipampa, en Cuenca (Ecuador)
Que levante la mano al que no le contaron en el cole de crío que cerca de la línea de ecuador no había estaciones. En agosto, verano en el hemisferio norte e invierno en el sur. En enero, lo mismo pero dando la vuelta al concepto. Y cerca de la línea del ecuador, se quedaban sin estaciones por estar tan pegaditos al paralelo del centro. Pues todo mentira. Nos engañaba el profe de geo. Bajando por la costa pacífica, repleta de localidades con malecones y grandes complejos hoteleros, me explican los autóctonos que allí hay temporada alta y temporada baja, y que de mayo a octubre, como en Benidorm pero a contrafecha, allí no hay ni turistas, ni bares ni nada. Que hace frío y es invierno. Desde luego, nada mejor que viajar para aprender de nuevo.

- ¿Has visto cómo juega el Barcelona? - me dice un tipo en una de esas pequeñas conversaciones de gasolinera.

- Claro hombre, vengo de España. Yo he visto a Messi en directo - respondo con cierta arrogancia.

- ¿Messi? No, hombre no, el Barcelona de Guayaquil - me calla.

Otra más para sentirme un ignorante completo.

Aprendamos: El Barcelona de Guayaquil nada tiene que ver con el Nou Camp, ni con Xavis, ni con Iniestas. Pero debe ser que el hábito sí hace al monje. Al parecer en Ecuador este club también es el bueno. Cuando llego a esta ciudad apodada la Perla del Pacífico, la más grande y poblada de la república, me encuentro con una multitud de jóvenes que lucen prendas con un escudo que a simple vista parece el del Barsa con ligeros desperfectos. Pero de imitación nada. Aquí el orgullo de ser del Barcelona no se trata de un fetichismo por el fútbol extranjero que esté de temporada.

El Barcelona Sporting Club es un equipo con entidad e historia propia fundado en 1925 por jóvenes españoles aficionados del Barsa europeo y jugadores ecuatorianos de la Gallada de la Modelo (Guayaquil). 14 títulos de campeonato nacional,  una decimosexta posición en la Tabla Histórica de la Copa Libertadores, único equipo del país que jamás ha bajado de la Serie A desde que se profesionalizó el fútbol en Ecuador (1957) y, en la memoria de sus aficionados más veteranos, el recuerdo de un legendario 3-2 en casa contra el club que por 1949, el año de aquel partido, era considerado el mejor del mundo: un Millonarios bogotano que jugaba con las botas de don Alfredo Di Stéfano. 

Parque nacional El Cajas, Para los habitantes de esta ciudad portuaria de negocios, cerros, mar e iguanas gigantescas a orillas del abrumador río Guayas, ser de los Canarios, o los Toreros, o los Amarillos, como se llama a este club local, es cuestión casi religiosa. Las rayas blaugranas que algún día lucieron quedaron atrás y se decantaron por el amarillo y el negro. No les hacía falta imitar indumentaria para lucir nombre. En Ecuador, hay otra manera de ser del Barcelona.

Suficiente costa. Vuelvo rumbo a las montañas. A ver con qué me puede sorprender lejos de España una ciudad llamada Cuenca. A esta ciudad la apodan Atenas.  A 2500 metros sobre el nivel del mar, la urbe tiene medio millón de habitantes que aquí no son conquenses, sino cuencanos. Fuera otra noción de mi otro lado del charco.

Capital de la provincia de Azuay, esta localidad entre montañas luce en su casco histórico la medalla de Patrimonio de la Humanidad desde finales del siglo pasado. Lo de llevar por pseudónimo la Atenas ecuatoriana es debido no solo a su imponente arquitectura republicana, la diversidad cultural de sus habitantes, o por tener sus calles, sus aulas y sus bares repletas de universitarios nacionales y extranjeros. Es que además se ganó la fama a pulso gracias a sus aportaciones a las artes, las ciencias y las letras de este país sudamericano.

Una barbería en Cuenca (Ecuador) Muchos dicen que se llama Cuenca porque sobre el río Tomebamba, uno de sus cuatro generosos afluentes del Amazonas, hay casas colgadas como en su tocaya española. No es cierto. Aquí las casas no cuelgan. El nombre se le puso en honor a un Virrey español llamado Andrés Hurtado de Mendoza, oriundo de esa localidad de la patria chica. Pero que conste que a la Cuenca americana no le han hecho falta construcciones tendidas para convertirse en un reclamo turístico internacional de primera línea de folleto.

Al enclave no le falta de nada. Poco le importa que Quito y Guayaquil sean más grandes a sabiendas de ser la ciudad con mayor calidad de vida del país. Ese dato, popularizado desde hace unos años, ha creado un reclamo de retiro para gringos jubilados de Europa y del norte del continente y un tirón al alza en el precio de los servicios y las nuevas construcciones.

En sus tripas de calles con forma de damero: barrancos naturales, iglesias majestuosas, calles empedradas, cúpulas que cortan el horizonte, ferias de flores, cholas (mujeres con el atuendo típico de la campesina ecuatoriana) y barberías centenarias le ponen la cruz a una moneda que en su cara contiene turistas con cámaras, estudiantes de apuntes, break dance en las plazas, noches de juerga en Calle Larga o apetitosos menús en bares de historia y diseño como el Raymipampa (Benigno Malo 8-59), una recomendación de buen precio, calidad y gusto en una sala originalmente decorada.

En sus extremidades, la ciudad cuenta con las montañas, los ríos, los lagos y un parque Nacional llamado Cajas para privar tanto al senderista como al amante de las vistas de postal.

Sombreros panamá en Cuenca (Ecuador)
En su cabeza lo que hay es un elegante sombrero paja toquilla llamado jipijapa, un producto hecho a mano que puso a Ecuador en el mapa de las viseras del mundo, que los norteamericanos bautizaron Panamá Hat porque se utilizaron durante la construcción del canal de Panamá y que en Cuenca cuenta hasta con su propio museo: en esta ciudad se crean el 90% de estos sombreros que sirven para evitar sobrecalentamientos en testas de todo el planeta.

Total, que vuelta al coche rumbo a Perú con mis pulseritas surferas, mis panorámicas cuencanas, mi sombrerito blanco de paja, mis conceptos renovados y una bufanda del Barcelona amarillo. Todo aprendido y por supuesto recomendado. De vez en cuando, no está mal hacerse un poco el gringo. 

09 ene 2013

La dieta de la mitad del mundo

Por: Jaled Abdelrahim

Línea del Ecuador, en Quito
Dicen que uno pesa menos si coloca un pie a cada lado de la línea del Ecuador porque allí se encuentra el punto más alejado del centro de gravedad de la Tierra, el cinturón más ancho del globo, y por tanto, la fuerza gravitatoria es menor que en cualquier otro lugar del planeta. Colombia en el retrovisor del  Volkswagen y por delante otro sello para decorar el pasaporte. Rumbo: Quito, la capital del país con el nombre del paralelo cero. Veamos si es verdad que éste es buen método para presumir de unos kilos de menos.

Primeras comparaciones tras franquear aduana. En balance general, la bandera repite tonos por tercer país consecutivo: amarillo, azul y rojo. Cambiar, cambia la calidad de las carreteras principales (a mejor), el número de muertes violentas (a bastantes menos), y los billetes oficiales con los que se paga en mostrador (a dólares estadounidenses).

En un continente de naciones con tendencia al gigantismo, la República de Ecuador luce la talla S que se le adjudicó tras la desmembración de lo que un día fue la Gran Colombia (Venezuela-Colombia-Ecuador-Panamá). Sus escuetos 280.000 kilómetros cuadrados están surcados de norte a sur por una cordillera andina que en ese punto sostiene más de 80 volcanes. Al oeste de esa orgía eruptiva queda una mansa llanura boscosa conocida como el Golfo de Guayaquil. Al otro lado, el verde cerrado del Amazonas.  Entre tanto, el país se queda con el récord de ser la nación con más alta concentración de ríos por kilómetro cuadrado del mundo y con una posición de honor dentro del modo panorámica de la cámara fotográfica del visitante.

Su esencia, como su presente y su café, huele a mezcla. Este estado de atributos indígenas y perfil europeo lucha por sacudirse su antigua realidad hambrienta para colocarse al frente del tren latinoamericano. Jarabe de petróleo mediante. Por el momento, y a pesar de las grandes desigualdades sociales que aún soporta, su índice de pobreza ha bajado un presumible 5% en el último año (actualmente es del 32,4% según Comisión Económica para América Latina), y ya es la tercera economía con más rápido crecimiento a este lado del continente.

Panorámica de Quito al atardecer con el volcán Cotopaxi al fondo

Panorámica de Quito al atardecer con el volcán Cotopaxi al fondo.
Foto: Paul Harris

Observo que de política no se discute mucho. Al menos, no tanto como en los dos países que pasaron por el camino. En parte, será porque las cosas parece que funcionan, porque los datos dicen que los pobres ahora son menos pobres y porque más del 60% del electorado, según las encuestas, está de acuerdo en que Rafael Correa salga reelegido presidente en la próxima cita electoral, que será en febrero. En parte, será también porque la libertad de expresión, al menos en lo que a prensa se refiere, se ha visto de un tiempo a esta parte caciquilmente mermada.

-    ¿Tú qué opinas de Correa?, le pregunto aleatoriamente a Adrián, un joven de 22 años y clase media que combina sus estudios de economía con su trabajo de recepcionista de hospedaje.
-    Bien, ¿no?, contesta. No sé. ¿Qué puedo opinar de él?, devuelve la duda. A mí mientras Ecuador vaya bien, bacano

Me doy por respondido.

Pero no nos metamos en camisas de once varas ni perdamos el eje del asunto. La cuestión aquí es Quito y saber si en la línea del ecuador uno puede bajar de peso. De la ciudad, como ciudad, cabe decir que esta capital rodeada de volcanes y encaramada a los 3.000 metros sobre el nivel del mar vive un dulce momento de prosperidad. Lo que cualquier autóctono recuerda como un lugar inseguro y desordenado un par de lustros atrás, hoy es una moderna urbe en la que se mezclan vendedores ambulantes, galerías artísticas, cúpulas de iglesias (por decenas), discotecas, coches de policía, mercados de pobres, restaurantes de ricos, miradores, artesanos, cafés, fachadas de colores, gárgolas con formas de iguanas, una gigantesca Virgen con alas que preside el horizonte y una colección de hoteles boutique, aunque suene raro el concepto.

Desde el solemne centro histórico al barrio bohemio de la Mariscal, entidades públicas y privadas vienen desde hace una década trabajando en darle a esta localidad un tono que guste a poblador y turista. Iniciativas como la mejora de la seguridad, la propagación del agua potable, la reforma de las viviendas, la instalación de alcantarillado, la disposición de zonas de ocio o la recuperación de espacios verdes aderezan de remedios la ensalada de ambientes que conviven en esta región ecuatoriana. Un paseo de punta a punta de la urbe parece reconfirmar (aunque no del todo) los optimistas datos oficiales.

Paseantes por la Ciudad Vieja de Quito
La otra cuestión de esta entrada era el tema de lo de subirse a la mitad la tierra para engañar a la báscula. Esa es otra. Una vez conocido el percal, la cosa tiene gracia. Durante mucho tiempo ha existido gente que defiende esta máxima poniendo como prueba sus fotos con una pata a cada lado de la raya, que en los 80 se dibujó en el suelo para que quedara claro dónde se hallaba el centro del mundo. Pero la historia de esta línea imaginaria para nada está hecha de una sola trazada.

Paseantes en la Ciudad VIeja de Quito.
Foto: Christian Kober

El primero en clavar su bandera para atraparla fue el geógrafo Charles Marie de la Condamine, a principios del siglo XVIII. La encontró en un departamento del extremo norte de Quito llamado San Antonio de Pichincha. Para corroborar su trabajo, a finales del mismo siglo acudió el general Charles Perrier, de la academia Francesa de las Ciencias, para verificar la buena posición del linde. Posteriormente, en 1936, el doctor ecuatoriano Luis Tufiño terminó de dar fe al asunto y se construyó en el enclave  un monumento de más de 10 metros de altura que honraba el hito geográfico ecuatoriano.

Menos mal que al obelisco no le hicieron cimientos demasiados profundos. A veces, los avances no solo ayudan, sino que también fastidian las cosas que se dan por sentadas. En 1979 la comunidad científica descubrió que el lugar donde se había colocado el monumento no era exactamente la línea del centro del mundo. Así que, en lo que se aclaraban, trasladaron el monumento a una ciudad llamada Calacalí, a siete kilómetros de distancia.

Entre descubrimiento y descubrimiento, la mitad del mundo bailaba. De 1979 a 1982, muy cerquita de donde se había situado el primer enclave, en San Antonio de Pichincha, se construyó otro monumento mucho mayor que el primero para indicar el definitivo descubrimiento de la línea de la media naranja. 30 metros de altura en piedra pulida, hierro y cemento, un museo etnográfico, la reproducción de una pequeña ciudad colonial llamada Mitad del Mundo y una raya dibujada en el suelo para marcar en tinta gruesa la prolongación del paralelo. Todo un blanco turístico miles de veces fotografiado. Solo tenía un pequeño error: ese lugar, tampoco era el correcto. Otra vez la misma faena.

La moderna tecnología GPS acabó por determinar que la verdadera mitad de la tierra se hallaba exactamente 240 metros al norte de aquello, donde ahora (2006) se ha levantado el Museo Solar Intiñán y el reloj solar Quitsato. Precisamente, en la misma horizontalidad donde los indígenas precolombinos ya habían ubicado la Catequilla, un viejo yacimiento arqueológico cuyo nombre significa “el que sigue a la Luna”. Ellos, sin GPS ni nada.

En definitiva, que con tanto vaivén, ya no sé ni dónde debería pesar menos exactamente, ni de dónde sacar una báscula, ni de qué me serviría reducir unos kilos momentáneamente para volverlos a engordar en cuanto me desmonte de la raya. Teoría del pesaje fallida. Que lo compruebe otro. Al lector le diré, como sugerencia turística, que incluya Quito entre las ciudades que visitar en el mundo, le gustará. Como consejo para bajar de peso, mejor que siga recurriendo a la alcachofa.

12 dic 2012

Cauca: un paraíso en el fuego

Por: Jaled Abdelrahim

Localidad de Silvia, en el valle del Cauca (Colombia)
La condición sine qua non era mantener el palo de madera sujeto bien arriba. Que se viesen perfectamente desde lejos volar las cintas rojiverdes de su extremo alto. Mientras, Quintín (nombre ficticio), un jovencísimo chico de etnia Nasa, conduciría una moto de campo conmigo de paquete por unos pedregosos senderos de montaña. Me iba a mostrar la severa realidad que vive su gente, los pobladores indígenas de la región del Cauca (Colombia).

“Esto que llevas es mi bastón, el bastón de la Guardia Indígena. Es el único signo que tenemos  para que mientras que nos movamos no nos disparen ni las FARC ni el ejército, que están aquí escondidos por todos lados. No lo bajes”, advierte serio este miembro del autónomo y desarmado cuerpo de seguridad nativo. “Aunque ahora ya casi tampoco se respeta a la Guardia”, añade resignado mientras comprueba las amortiguaciones del vehículo. Se multiplica por diez mi grado de nerviosismo.

El departamento del Cauca es un paraíso natural situado al suroeste del país que recoge el nudo cordillerano andino del Macizo Colombiano. Allí nacen los sistemas montañosos central y occidental y los dos grandes ríos que los atraviesan, el Cauca y el Magdalena. Subir por sus colosales cerros, pasear por sus modestas ciudades, contemplar su naturaleza o interactuar con la personalidad bromista de sus pobladores ya es una experiencia intensa en sí. Una cata de la esencia tradicional y pura de este estado. Pero ese marco de maravillas, habitado por cerca de un millón y medio de habitantes, también contiene una pesadilla que sufren en su mayor grado los 250.000 pobladores que moran las 19 comunidades indígenas del norte de este departamento. Ellos me invitan a acompañarles tres días y recorrer su región. En este lugar, Colombia esconde un injusto contexto desde el que asoma el pacífico grito de lucha de una comunidad enclaustrada.  

Un rato después de partir con Quintín desde el cabildo de Corinto, montaña arriba, a orillas de Río Negro, el joven guardia detiene el motor frente a la casa de una mujer en una vereda llamada Media Naranja. Ha parado en la vereda para que vea cómo son estas pequeñas agrupaciones de casas encaramadas a la montaña selvática que dependen administrativamente del cabildo (poblado principal), que está a las faldas. En Media Naranja habitan 300 personas en humildes construcciones. Una de ellas es la mujer de enfrente de la moto, en cuya vivienda se ven los agujeros de la bomba que lanzaron las FARC en esa dirección la última vez que el ejército colombiano eligió hacer ruta a escasos metros de su domicilio, y en cuya pierna permanece el dolor de la esquirla que entró por la pared y aterrizó en su rodilla, aún hoy perjudicada.

Ocurre que las poblaciones indígenas de este departamento, integradas por cerca de una decena de etnias precolombinas, viven desde hace seis décadas atrapadas en medio del fuego cruzado que mantienen en estos montes el ejército del país y el grupo guerrillero. Sin comerlo ni beberlo, sus tierras se convirtieron en la línea de medio campo del partido de balas, bombas, cohetes, minas y demás armamento pesado que vuela de cerro a cerro en ambas direcciones por encima de sus cabezas.

A estribor, y a corta distancia, sufren el acoso de una guerrilla con la que algún día compartieron ciertos ideales, pero que hoy se ha convertido en el coco que desestabiliza su tranquilidad, dispara frente a sus casas, extorsiona sus ganancias, seduce mafiosamente a algunos de sus jóvenes y suscribe un número creciente de amenazas y asesinatos por supuestas afinidades con las fuerzas del estado. Por babor les llegan los militares. Un cuerpo a las órdenes de gobierno ante el que aseguran sentirse permanente objeto de sospecha y cuya determinación de combatir a las FARC sobre el terreno pasa por atrincherarse entre las casas de los autóctonos, someterlos a controles, ocupar como bases sus tierras o contabilizar víctimas colaterales. Según cuentan los líderes de las comunidades, y los datos aportados por la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca (ACIN), la tensión bélica en los últimos años ha empeorado. Por eso estos pueblos han decidido reclamar el suelo y la calma que les pertenece y reivindicar un punto final a su presente desesperado.  


IMG_1031 - copiaAlejandra S. Inzunza

“Hemos pedido al ejército y a la guerrilla que abandonen nuestro territorio de inmediato”, me explica la noche antes de la excursión motorizada Julio Tumbo, gobernador del cabildo de Corinto. El julio pasado su administración y las del resto de los territorios decidieron congregarse y levantar sus voces para poner fin al macabro problema. Remitieron dos cartas: Una destinada al líder de las FARC, Rodrigo Londoño Echeverry, alias Timochenko, y otra al ejército colombiano. Las misivas exigían que saliesen de su territorio todos los cuerpos armados. El caso fue omiso. Pero el gesto marcó el inicio de una lucha sin tregua –y a dos flancos- a la que los indígenas del Cauca acuden con propuestas y sin más armas que los bastones de madera que portan los 5.000 miembros de su Guardia. Pesimistas con el actual proceso de paz  entre ambos actores bélicos y hartos de ser el daño a terceros del accidente, quieren volver a hacerse con el control de su terreno: “Ni podemos soportar esto más años ni queremos contar más muertos”, dice Tumbo. “Tenemos derecho a disponer de nuestras veredas, a salvar a nuestra gente, a conservar nuestras costumbres y a proteger a la Madre Tierra. Que se acabe este conflicto que solo busca desplazarnos a nosotros”, culmina su reivindicación.

Efectivamente, la tierra les pertenece. La Constitución colombiana establece para las comunidades indígenas del país una autonomía que conlleva su autodeterminación administrativa y judicial y la disposición de sus territorios como entidades autónomas propias. Quintín hace un alto en una curva del camino de ascenso para que observe al frente. Lleva toda la vida recorriendo estos senderos y sabe que ese punto de la montaña es todo un palco de honor al espectáculo estático de su tierra. Cerros que se sobreponen, verde salvaje, roca virgen y nubes que se divisan mirando hacia abajo. Las veredas se asoman entre la foresta. El joven guardia me da tiempo a que cierre la boca y estira el índice hacia  delante: “Todo eso se supone que es nuestro”.

La ironía de su frase se encarna un tramo de ruta más adelante. Se trata de la situación que vive Diego, un habitante de Media Naranja que posee -o poseía- unas tierras de pasto y ganado unos kilómetros más arriba. Hace tiempo que no va a verlas porque casi las ha dado por “perdidas”, pero hoy está dispuesto a conducirnos hasta allí. A una media hora, en lo más alto de un cerro, hay una alambrada que antes rodeaba su pasto y sus vacas y ahora es el perímetro de seguridad del ejército. No se ve a nadie hasta que decidimos cruzarla. Es entonces cuando militares con armas largas parapetados en aparatosos uniformes verdes aparecen de entre los arbustos y las trincheras que han cavado en las tierras de Diego. 


Momento del encuentro con el sargento VergaraAlejandra S. Inzunza

-¿Quiénes son ustedes?, pregunta el Sargento Vergara.
- Prensa. Éste señor es el dueño de esta parcela. Me he metido aquí porque iba con él. Sólo queríamos hablar con ustedes.
- ¿Qué ocurre?
- Ustedes se han atrincherado en este lugar para luchar contra las FARC.
-Así es.
-¿Y tuvieron que comunicarle a este señor que iban a ocupar sus terrenos?
- Seguimos órdenes de los mando de arriba. Estamos aquí para dar seguridad y para colaborar con la gente.
- Pero este señor ha tenido que soltar sus vacas y se ha quedado sin tierras, y cuando se ha acercado por aquí dice que nadie le ha dado ninguna explicación ni le han comunicado si merece una indemnización por esto.
- Quizás si va a la ciudad, a las oficinas de la brigada, le puedan dar alguna solución.  

Seguimos camino. Quintín comprueba de reojo por el retrovisor que no se me ha olvidado mantener arriba el bastón mientras seguimos viajando de vereda en vereda. Me cuenta que la tensión en la zona está a flor de piel y que los combates en los montes, lejos de disminuir a razón de los acuerdos, se han incrementado. Las evidencias de su afirmación se perciben en las paredes de las viviendas, en los restos de cohetes y casquillos que aparecen regados por los senderos de arena y en las historias que narran los vecinos. Él mismo, según relata, tiene que presentarse a menudo en la línea de fuego con su bastón en alto para recoger a las víctimas o los heridos indígenas que quedan de saldo tras los combates diarios. En el último lustro, entre homicidios y asesinatos, los representantes indígenas del Cauca contabilizan una media que ronda el medio centenar de fallecidos al año.

Lo cierto es que ya me había topado con el ejemplo de la versión de Quintín la noche anterior, la que pasé albergado en la sede del cabildo de Corinto. En ese pequeño pueblo, a las diez de la noche ni siquiera se puede salir a la calle. A la presencia de batallones militares y pasquines de la guerrilla regados por sus aceras se les ha unido la reciente presencia de grupos paramilitares como las AUC, quienes amenazan en panfletos con “poner a dormir” a quien vean fuera de casa en la noche. Tres adolescentes miembros de la Guardia permanecían en el caserón para brindar compañía. Sobre la una, todos dormidos, en el exterior arranca una tormentosa y larga guerra de ráfagas de balas cuya procedencia y destino parecen estar al lado. Se une al desconcierto la inquietante llamada de alguien que golpea desde fuera las puertas. El ambiente es de guerra. Pero de guerra vieja. Resulta que lo más impactante de todo es comprobar que cuando me incorporo en mi saco y enfoco las caras de los que están a mi alrededor con una linterna me encuentro con que Alejandra S. Inzuza, una compañera periodista, es la única que ha adoptado mi misma posición e idéntica mueca de sobresalto en el rostro. El resto, “por costumbre” -según indicarían ya de mañana-, ni siquiera se ha enterado.

Las cicatrices de la Guerra de cerca aparecen recién reabiertas al llegar a una vereda llamada La Rayá, cercana al cabildo de Caloto. Allí entierran a un líder indígena de 37 años llamado Jaime Mestizo. A falta de una investigación, nadie se atreve a dar como versión oficial que el motivo por el que dos días antes fue asesinado tiene que ver con el papel activo que había tomado en el proyecto de desalojo del territorio de todos los actores armados. “Pero ya había recibido amenazas de gente cercana a los guerrilleros por eso”, escurre un vecino que pide anonimato.

La ruta avanza. La vía es a tramos peligrosa, el paisaje solo mejora y algún hombre con mirada inquisidora se cruza de vez en cuando al margen del sendero. Quintín me cuenta más tarde que nos hemos topado con algún miembro de las FARC por el camino, pero que en ese momento era mejor no indicar nada. Lo que no le genera ningún impedimento es señalar la ubicación de los campos e invernaderos de coca y marihuana que también se ven en el territorio.  A la revuelta realidad de este pueblo, se le añade una cucharada más de problemas a cargo de la agricultura ilícita. Muchos de los pobladores de las veredas, en su gran mayoría agricultores acostumbrados a tratar plantas como la coca –mata de sagrada utilización dentro de su cultura milenaria-, optaron un día por dedicarse al cultivo o recogida de estos vegetales ilegales como medio de supervivencia. “Se cultiva, se recoge y un día viene un coche con gente que no da explicaciones de quiénes son y se llevan las hojas”, detalla una joven de Corinto que dice haber trabajado en muchas ocasiones como jornalera en todo tipo de campos. 

Los campesinos pagan un altísimo precio por atreverse a realizar esta actividad: las FARC les exigen un impuesto, el ejército les impone condenas y la opinión pública les juzga en negativo. Por eso los líderes indígenas del Cauca han comenzado una campaña de concienciación para que los labriegos se convenzan de que pueden seguir adelante plantando tan solo productos legales. Según Tumbo, “el mensaje ya está siendo enviado a los habitantes, pero lo que falta aún es un compromiso del Gobierno del país para fijar un precio constante por los productos lícitos. Que les garanticen ganar suficiente para no tener que recurrir al cultivo de la hoja de coca. Mientras eso no suceda y la gente no pueda sacar suficiente plantando otras cosas, los narcotraficantes siempre encontrarán personas aquí que les vendan la materia prima que a ellos les interesa”.

-    Pero si la carretera de abajo está tomada por el ejército, que tiene allí hasta tanques, y muchos de los montes los controlan las FARC, ¿cómo llegan hasta aquí esos narcotraficantes tan libremente para comprar el producto?, le pregunto.
-    Tumbo levanta las cejas: Eso quisiera saber yo. Pregúntales a todos ellos.
En López, en Caloto, en San Francisco… En cada uno de los cabildos y veredas por los que para Quintín el discurso de sus líderes es exactamente el mismo: la misma versión de los hechos, la misma reivindicación y la misma sospecha sobre los fines oscuros que puedan tener ambos bandos en mantener ahí los enfrentamientos. Opinan que por un lado las FARC les extorsionan con impuestos a sabiendas de que se trata de un terreno susceptible de generar dinero gracias al cultivo ilícito. Por otro lado, muchos creen que el gobierno está aprovechando la coyuntura del problema no solo para combatir a la guerrilla, sino también para acabar controlando y explotando el territorio.


Bastones de la Guardia
Las últimas dos horas de camino en moto son de un tirón hasta el cabildo de Toribío. Toda una traca final para entender el problema en el que viven los paisanos de Quintín. Allí, dos bases militares ocupan la zona: la primera, en una de las calles laterales de la comunidad, y la otra, en un cerro de nombre Berlín, sagrado para los autóctonos. En el flanco del pueblo donde está la base existen 20 casas plagadas de agujeros y derrumbes ocasionados por los disparos que efectúan las FARC desde que se instaló aquí el ejército. En ellas solo queda viviendo una señora que se resiste a abandonar su morada desquebrajada. Cuando me atiende, compruebo que los soldados no solo utilizan las ruinas de la que fue su calle como trinchera, sino que incluso atraviesan su casa de lado a lado por dentro. Resulta paradójico verla en medio de ese bastión, su casa, vestida en camiseta y pantalones de chándal entre todo un batallón de hombres que se protege con cascos, botas de cuero y chalecos antibalas.

La otra base, la que se asienta en el cerro, se ha convertido en un símbolo. Marcos Yule, gobernador de Toribío, relata lo que ocurrió el día que empezaron a demostrar que su reivindicación iba en serio. Fue el pasado mes de julio, cuando centenares de indígenas de todos los cabildos del norte del Cauca se dieron cita aquí para desalojar a los militares que ocupan su monte sagrado. Les habían dado un previo aviso. Cumplido el plazo, todos a una subieron hasta la base militar, desarmados, y les comunicaron que ese territorio es sagrado, que la constitución les ampara y que querían recuperar su suelo. Como no se movieron, ellos mismos les sacaron en volandas fuera del terreno.
El gobierno no aceptó la acción y a los pocos días ordenó a las fuerzas públicas recuperar la base, pero los pobladores siguen orgullosos de haber demostrado su decisión en aquel suceso. “Tampoco queremos a la guerrilla”, apunta Yule, “pero ambos bandos se han encerrado en la idea de que no saldrán hasta que se vayan los otros. Y nosotros quedamos en medio”.

Quintín venía contando que la lucha de su gente tiene tres pilares: “Tierra, cultura y autonomía”. Tras haber pasado un día mostrándome los recovecos de su región, me apeo por última vez de su moto frente a una pintada que reza: “Cuenta con nosotros para la paz, nunca para la guerra”. Es hora de devolverle el único armamento que posee, su bastón de la Guardia. La pieza es personal, otorgada y motivo de respeto. Ahora debe volver hasta su casa atravesando de nuevo caminos que, legalmente, le pertenecen, pero por los que debe llevar un bastón levantado para evitar morir tiroteado en ellos.

-    ¿Usted dice que viaja y hace reportajes, no?, me pregunta.
-    Sí.
-    Me alegro de que haya venido, para que pueda contar todo lo que estamos pasando.
-    ¿Y a ti no te gustaría viajar, Quintín? ¿Descansar un poco de todo esto?
-    No podría, dice el veinteañero agarrado a su palo de madera en una calle de Toribío, un escenario arrasado por las bombas de las FARC e invadido por militares parapetados en armamento pesado. “La Guardia Indígena tiene que estar” añade, “con nuestros bastones protegemos a la madre tierra de los que la están haciendo daño”.
-    Pones tu vida por una lucha.
-    La ponemos todos. Hasta que nos dejen en paz en Cauca, o hasta que nos maten, aquí nos quedamos. Es que es nuestra tierra.         

16 nov 2012

iPads y el Señor de la lluvia

Por: Jaled Abdelrahim

Plaza de Bolívar, en BogotáFoto: A. Pasajes

Cruzar la carrera Séptima de Bogotá por donde no hay semáforo es un arte (o deporte de riesgo) que los rolos dominan con pasmosa seguridad. Los de fuera no: “¡Ahora!”, asumes nervioso cuando sopesas que no puedes pasar más rato inmovilizado como un bobo al borde de esta vía de ocho carriles (la más insigne de la capital colombiana). Y das un bochornoso paso de bailarina hacia delante con cara de quien se lanza a la cuerda floja.

Desde la avenida Primero de Mayo -cercana al centro histórico- hasta el municipio de Chía, los 16 kilómetros de esta gran avenida se perfilan como una colosal arteria con un flujo diario de miles de vehículos que atraviesan de norte a sur -o de sur a norte- el corazón de la ciudad. Un vaso principal para la movilidad  de una metrópoli con nueve millones de habitantes (la cuarta más poblada de Sudamérica), y a su vez, un órgano vital en cuyas aceras se sostiene el eje comercial, financiero y gubernamental del país.

Bogotá huele a urbano. De pronto, la Colombia de cerros, cultivos y humildes poblaciones rústicas que se cruzó por el camino de llegada se ha convertido en un inmenso oasis entre montañas de desarrollo, urbanidad y vanguardia. Torres de oficinas,  edificios históricos, autobuses colmados, plazas vivas, cláxones de coches, carteles de espectáculos, bares con aforo, vendedores ambulantes, marcas extranjeras, rebuscadores de basura, mercaderes de esmeraldas, ejecutivos con prisa, mendigos sentados, jóvenes en grupo, familias que pasean, tacones que se oyen, policías que pitan y artistas de semáforo. A pesar de un índice de pobreza superior al 12% de la población y una tasa de 16 homicidios por cada 100.000 habitantes (ambos censos anualmente menguantes), atrás quedó el complejo de tercer mundo para este enclave iberoamericano.

Pido la carta a la camarera de un restaurante de desayunos y me ofrece un iPad.

-    Aquí está señor, y extiende el digital menú (uno por comensal).

Es entonces cuando uno ya entiende del todo que esta ciudad tiene poco o nada que envidiar a las grandes capitales de Europa y del norte del continente. La urbe supura progreso.


Centro-de-bogotaPor el barrio de la Candelaria, en el centro histórico, se entremezclan los monumentos más insignes con bares y espacios alternativos que materializan la revolucionaria tendencia de la localidad. Caminar la avenida Chile es toda una inmersión en el epicentro financiero bogotano. Para dar fe del dulce momento económico –no de todos-, solo hay que echar un vistazo a los precios de los innumerables restaurantes del suntuoso parque de la 93. Un paseo por la Universidad Nacional es un convite a conocer a su juventud reivindicativa y artística. Y una noche de rumba por la llamada Zona Rosa acaba de afianzar que nos encontramos ante una sociedad brotada del siglo XXI dorado. Aquí hay modernos.

De ahí que uno se cruce con excentricidades urbanitas -de esas que no se entienden en el resto del país- como observar a 200 personas acudir entusiasmadas a la última exposición de Fernando Arias, un artista comprometido, cuya obra consiste en una cinta de museo en el perímetro interno de una gran sala que separa al público de la absoluta nada. Lo urbanita es que todos salgan encantados. O con ironías vanguardistas como entrar a un distinguido bar llamado El Barrio en cuyas afamadas Noches Tristes todo el mundo bebe alegre. O con discotecas de esas tan chic, que se publicitan por selectivos mensajes de móvil para gente determinada.  

-    Te invito a merendar algo aquí, en el 100 Montaditos,  se estira un amigo periodista colombiano.
-    ¿Un 100 Montaditos? Pero bueno, ¿Me quieres explicar que le queda a tu Bogotá de tradicional, de indio?, le aprieto en broma.
-    (Se ríe). Algo queda, hermano. Mira, por ejemplo, mientras los chinos se gastan millones en controlar la lluvia con diatomita y yoduro de plata, como hicieron en las olimpiadas de Pekín, nosotros organizamos la clausura del Mundial Sub-20 de fútbol, o la posesión del presidente, o el festival Iberoamericano de Teatro, y para que no llueva contratamos a un chamán. ¿Cómo lo ves? ¿Es o no es indio eso?, responde con sorna.


Hueco2Risas aparte, mira tú por dónde los vestigios más curtidos de la tradición, las creencias y el folclore colombiano aparecen en forma de precipitaciones por el cielo de la capital. No puedo dejar pasar la ocasión de hablar con el hombre al que se le encargaron esos milagros.

Apunte el guionista de ciencia ficción y póngase en situación el resto: 7 de agosto del 2010, el actual presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, toma posesión de su cargo. Entre el público, además de familia y amigos, el expresidente Álvaro Uribe, los ministrables, acomodadores de esmoquin, el príncipe de España, sillas decoradas, Lula, Kirchner, Calderón, Correa, Colom, Mújica, Alan García y otra media docena de presidentes americanos. Imperdonable el chaparrón sobre tal mobiliario. ¿Y quién se encarga de evitar que la fiesta acabe pasada por agua? Fácil, para eso se le pagan tres millones de pesos (1.300 euros) a un chamán que sabe negociar cielos azules con los dioses de la naturaleza.

- Pues así es Bogotá, marica, opina mi amigo. 

Jorge Elías González, el chamán en cuestión, tiene voz de buena gente. Escucha con paciencia y responde con humildad. Desde que se hizo famoso a raíz de la polémica que desataron sus contrataciones para actos oficiales todos le dicen el Chamán o el Señor de la lluvia de Bogotá. Pero él no vive ahí, apunta, sino en una sencilla vereda llamada Dolores del departamento de Tolima, y tampoco es un chamán: “Soy un sacerdotista o un médico radiestesista”, corrige su currículum. Lo que pasa que lleva los últimos 20 años de su vida haciendo continuas visitas contratadas a la capital para arreglar con su péndulo previsiones chubascosas. “Y uno se queda con el nombre que le pongan”, se resigna el decano.

Es amigable. A sus 66 años, cuenta que aprendió a leer a los diez y que desde entonces lleva toda una vida “dedicado al estudio de los misterios de la ciencia de la radiestesia”. Su don es herencia por parte de padre. Al parecer, el progenitor hallaba huacas (vestigios indígenas enterrados) utilizando ciencias ocultas a modo de detector de metales. Pero a González le dio por otra rama. “A mí la voluntad suprema me dio facultad para entender las fuerzas de la naturaleza, y para tener su control a través de los campos magnéticos”, explica.

Jorge Elías GonzálezFoto: El Tiempo

Con sus rezos, sus cánticos, su péndulo “de Alemania” y otros elementos sólidos de trabajo que no desvela, asegura ser capaz “de hacer que la lluvia venga o se vaya”, “podría calmar el fenómeno de El Niño” y ahora también ha dado con la forma de “controlar el invierno y el verano”. Habilidades que le ha otorgado la “voluntad suprema”, defiende con insistencia. Aunque al final a uno no le queda claro si habla de ciencia, de cultura indígena o de religión cristiana. 

Pelillos a la mar. Él sabe que es el mejor, aunque dice que está feo que lo diga. Con semejantes poderes y una eficacia garantizada “al 90%”, cuantifica, no entiende por qué hay gente a la que le parezca raro que lleve dos décadas contratado para evitar la lluvia durante el Festival Iberoamericano de Teatro, que en 1997 la primera dama de la nación le embarcase a Dinamarca -por 1.500 dólares y gastos pagados- para hacer brillar el sol en el Festival Internacional de Copenhague, o que cobrase cuatro millones de pesos (1.700 euros) por impedir que el agua chafase la ceremonia de clausura del Mundial de Fútbol Sub-20 en 2011.

Menuda se armó cuando González y su bigote de herradura saltaron a la fama por aquello del partidito. A principios de este año, medios de todo el país y grupos de presión denunciaron – a raíz de la investigación de las partidas económicas del evento deportivo- el gasto de dinero público para abonar la sabiduría de Don Jorge en ese y otros muchos actos. Menos mal que al final la cosa quedó en tablas. El ejecutivo, que se vio involucrado, lo arregló todo asegurando que los pagos en esos casos los realizaron instituciones privadas o subcontratistas que organizan los eventos oficiales. Que ellos nunca le contrataron directamente. ¿Y don Jorge?, pues indignado. Porque en aquel día tempestuoso de 2010 “llovió todo el día menos el rato en el que le colocaron la banda al nuevo presidente”, y a él, “nadie del gobierno” le ha llamado ni para felicitarle ni nada.

Ocaso bogotano
Pero no se va a apocopar por eso a estas alturas, de momento sigue en su vereda de Tolima haciendo sus labores de campesino mientras espera que “esos científicos” que no le dan crédito “por no tener un papelito de la universidad”, acaben por reconocer que él tiene “una misión” y un descubrimiento en su mente “para el bien de la humanidad”: “Los hombres podemos controlar la meteorología con el poder otorgado por el dios de la naturaleza”, revela, “lo que pasa es que no se cómo hacerlo entender”, se lamenta acto seguido.

Desesperación injustificada. Lo cierto es que muchos sí están convencidos. Cuenta González que al menos una vez cada tres meses se tiene que acercar a la capital por encargo de cualquier empresa privada. “Algunas multimillonarias”, deja ahí el secreto profesional. “Bogotá es el sitio donde más me contratan en Colombia. Será porque ahí el clima es frío y llueve más”, analiza. Tanto es el ir y venir con el que le tienen, que ha desarrollado otra técnica misteriosa, “el remoto”, dice que con ella ya puede controlar desde Dolores, donde vive, la lluvia bogotana. Sin duda una mejora laboral a tener en cuenta.

Misión cumplida. Hora de partir de Bogotá satisfecho. Al fin descubrí que la moderna vanguardia capitalina escondía un pedacito folclórico en el alma de algunas instituciones, empresas, políticos, artistas, ciudadanos de a pie y ejecutivos de corbata. La ciudad se despide con su frenético curso, Don Jorge, -atento para cualquier rescate-, labra su vereda en Dolores, el presidente Santos que no le llama y por la Séptima todos siguen cruzando casi sin mirar. Con qué tranquilidad. ¿Se habrán encomendado a una divinidad? ¿O es que les avisa del mejor momento para pasar el iPad? Así de moderna, así de mística, así encontré Bogotá.

17 oct 2012

Medellín en positivo

Por: Jaled Abdelrahim

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“Medellín no es hoy lo que era ayer, ni mañana será lo de hoy, parcero. En esta ciudad nunca se sabe lo que va a pasar. Aunque ahora es verdad que estamos más bien tranquilos y que se hacen cosas como buenas para la gente, así que a ver si dura esta vaina”, me ofrece su implacable análisis un taxista que desde hace 18 años recorre a diario las anchas y ruidosas avenidas de esta urbe de dos millones y medio de habitantes, la segunda más importante de Colombia.

Efectivamente, datos y hechos me reconfirman que me encuentro en un lugar en plena transición social. Medallo, como dicen en su característico acento prolongado los oriundos paisas de esta región, avanza en positivo tratando de dejar atrás la deshonrosa y violenta fama mundial que hasta hace dos décadas grabó en su epidermis el difunto Pablo Escobar, aún hoy el narcotraficante y jefe de cártel más famoso del planeta. Hoy la arena que echan sobre esos rescoldos los que quieren apagarlos de una vez por todas está nutrida de “creación, educación, bibliotecas, centros sociales, ferias, renovación del espacio público…”, enumera Gina Catalina Loaiza, docente y tallerista de la Red de Escritores Ciudad de Medellín, un programa desarrollado por la Alcaldía de la ciudad y la Universidad de Antioquia que desde hace diez años fomenta a través de proyectos en las escuelas las habilidades comunicativas de niños, jóvenes y padres.

Al otro lado de la cuerda, aún tiran los que quieren mantener encendida esa llama negra con soplos de paramilitarismo, narcotráfico, sicariato, combos (bandas amadas que controlan las comunas) y fronteras invisibles que dividen a los grupos violentos y cuyo traspaso a menudo vale vidas. Un cáncer que sitúa a este centro económico, industrial y comercial colombiano en la decimocuarta posición del ranking de ciudades con más homicidios del mundo, pero un puesto honroso -según la teoría del vaso medio lleno- para una urbe que hace pocos años encabezaba ese macabro inventario. En ese doloroso tira y afloja vive esta ciudad en pleno desarrollo cultural y pacífico. “Vamos p’alante, parce”, sintetiza el taxista.

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“¿Cuál de las ciudades le impactó más por su desarrollo social, arquitectura, estructura…?”, me pregunta una niña durante una charla a la que me invitaron. Lástima que llevase tan pocos días en su ciudad antes de aquella cuestión. De haber conocido más entonces, hubiese podido decirle que Medellín me sorprendió por su inclusivo y modernizador avance respecto a los otros grandes núcleos urbanos que conozco en este continente. El perfilado sistema de Metro, Metroplús y Metrocable (un transporte público masivo y eficaz en forma de teleférico), están derrumbando los muros sociales que hasta hace poco provocaba el difícil acceso de unas áreas a otras en esta ciudad que empieza en el valle de Aburrá, a ambos márgenes del río Medellín, y escala hacia las laderas de sus cordilleras por dificultosas vías.

Le hubiese contado también que la proliferación de universidades y la construcción de nueve macrobibliotecas con fines educativos, sociales y culturales repartidas estratégicamente por todas las zonas de la región me parecen un hito que demuestra una apuesta clara por la inclusión de las áreas más deprimidas y una oportunidad para muchas personas que carecían de infraestructuras donde poder reunirse, comunicarse, formar equipos de trabajo, leer, asistir a actos culturales o simplemente acceder a internet.

Le hubiese hablado de la positividad que le sugiere a un turista nuevos envites  urbanísticos como poder dar un paseo zen por el Parque de los Pies Descalzos, divertirse en el Parque Explora o el Parque Norte, visitar el planetario del Parque de Los Deseos o las obras del parque Lleras, recorrer las decenas de zonas verdes de las que dispone la localidad o disfrutar del Jardín Botánico en  una urbe a la que denominan la ciudad de la eterna primavera.


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No se me habría escapado mi profunda admiración por el barrio de Moravia de haberlo conocido entonces, un área junto al río que antes de convertirse en un enclave destacado por su centro cultural, sus actividades artísticas, sus parques y su posición de referencia en iniciativas educativas, fue el defenestrado Basurero de Medellín hasta que sus vecinos consiguieron lavarle la cara, el uso y el estigma.

Me pregunta Geraldín, otra niña del público, que por qué creo que es tan importante el arte en una ciudad. De haber respondido unos días más tarde,  le hubiese dicho al respecto que pienso que ella vive en una región privilegiada por la gran cantidad de iniciativas artísticas y de ocio que pude encontrar. Por ejemplo el teatro a precio libre que ofrece la sociedad teatral Pequeño Teatro, entre otras, una forma indiscutible de salvaguardar el buen y alto gusto por la cultura. También le hubiera comentado que yo me consideraría afortunado de ver a diario mis calles custodiadas por las redondas esculturas del maestro medellinense Fernando Botero, o por tener aceras llenas de flores y de cuadros pintados por los numerosos artistas urbanos que exponen a pie de asfalto, o porque no creo que haya nada que hable mejor de este lugar que la cantidad de niños que dan uso a las nuevas canchas deportivas.

Le hubiera comentado también que yo considero el arte tan importante como lo hace un joven profesor de break dance llamado David Alcalá con el que tuve la oportunidad de charlar. Él imparte sus clases gratuitas en nuevos centros culturales creados en zonas deprimidas de Medellín. Cuenta que ha visto cómo en comunas donde “los chicos venían bravos y con mentalidad violenta, la interactuación con los compañeros, el trabajo en equipo y el aprendizaje les ha acabado por convertir en buenos chicos. Chicos felices”, apostilla. Todas esas razones le hubiera dado a Geraldín de haberme preguntado unos días después.


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“¿El lugar más divertido?”, pegunta Susana, otra oyente. No conocía yo aún que Medellín tiene la marcha y las posibilidades de entretenimiento que vi días después. De haberlo sabido, seguro que en mi respuesta hubiese mencionado momentos como una mañana sobrevolando la inmensidad de los bosques del parque ecoturístico Arví subido al Metrocable, o una tarde de hinchadas futboleras por la avenida 70 en los aledaños del Estadio Atanasio Girardot, o una velada sentado entre la juventud que invade a diario la Plaza del Periodista, o quizás una noche de rumba en los incontables bares, pubs y discotecas que lucen por toda la ciudad. Como bizarro fin de fiesta, siempre queda la que propone un bar nocturno llamado Frenos Pala que por el día funciona como taller de coches habitual.

Qué rabia que aún no hubiera experimentado en mis carnes las diversiones y bondades que me ofreció la cara amable de Medellín para poder compartir impresiones con todos aquellos chicos. Lo del constante clima cálido, lo de los puestos de comida en cada esquina, lo de que la ciudad iluminada de noche parezca el cielo puesto boca abajo... 

También me tocó ver la cara negra, por desgracia, esa que Medellín está consiguiendo enterrar. La desagradable (des)ventaja que un periodista viajero tiene sobre un turista normal. Suponiendo que yo ya habría visto de todo por ahí fuera, una chica del público de unos 13 o 14 años se interesa por saber qué es lo que me “ha dado más duro” en esos viajes que hago. De haber sido otro día el encuentro, le hubiese podido contar que fue precisamente en su ciudad, la que ella ya narra desde la escuela, donde por motivos de trabajo encontré las historias reales que me han dado más duro, -como ella diría-, en mi vida profesional. Entrevisté cara a cara a cuatro asesinos con decenas de víctimas a sus espaldas. Sicarios de esos que, junto a otros violentos, han pasado años manchando ante el mundo la imagen de su bonita ciudad, esa que ella ahora tiene derecho (y deber) de limpiar.

Le hubiese explicado que duro, para mal, da pasar una mañana con el jefe de un combo que se ríe mientras me muestra las fotos del increíble arsenal de armas que posee, que se jacta de controlar una comuna entera y de sobornar a policías y que me demuestra que solo con chascar los dedos: “¡chas!”, un adolescente de 15 años viene fugaz a mostrar al periodista que está con el man de la comuna la cocaína que se vende en su barrio. Duro, para mal, da también ver a un segundo asesino, de los de encargo y recompensa, contar que siente “poder” cuando mata, que no entiende “un mundo sin violencia”  y que asume, “sin miedo”, que antes o después le van a “detonar”. (Hay que decir que ese sentimiento duro se convierte más bien en penosa compasión cuando el mismo joven asegura que “desde peladito” no ha aprendido a hacer “otra cosa en la vida”). Cuestión de creerle, justificarle… o no.

Claro, que también le hubiese dicho a esa cría que a pesar de esos ejemplos, existen otros, y que hay motivos para ser optimista con el cambio. Porque duro, pero esperanzador, también da ver a otro de esos sicarios penar por haber sembrado el miedo en Medellín durante años, pedir en voz alta a dios (y a viejos colegas de armas) que gente como él no vuelva a hacer cosas así  y escucharle leer una carta propia en la que cita las palabras “perdón”, “cambio” y “arrepentimiento”.

Le hubiese contado a esta chica también que duro, en positivo, da ver al cuarto de esos sanguinarios hombres, un tipo “criado en la guerra de Pablo” y dedicado durante 25 años al sicariato, hablando de su honrada nueva forma de ganarse la vida, observarle deshacerse en lágrimas al relatar las atrocidades que ha vivido y cometido, y querer creer en un “Medallo” diferente. Él, en contra de la opinión de la mayoría y de las estadísticas, aún es negativo al evaluar la actual situación de violencia en la ciudad, pero en su propia disertación acaba por reconocer - y agradecer- los avances sociales en los que trabaja mucha gente: “Se matan muchas personas aún, parce”, sopesa su baremo, “pero es cierto que ahorita existen alternativas que pueden mejorar eso. Vas a las nuevas canchas y ves a 150 niños jugando en vez de a 80 marihuaneros, o a los que tomaban chorrito o a los que fumaban bazuca que había antes. Les han desplazado a los otros”, afirma. “Eso sí ha cambiado”, se convence al fin.


-    Entonces, ¿la ciudad que tú viviste de niño es, o no es distinta a la de ahora?, le pregunto.


-    Supongo que sí. Hay menos peladitos dedicados a la violencia. Todo tiene su final. Yo creo que en cuestión de 10 o 15 años, hermano, el cambio será total. Pero este no es mi tiempo, hay que dárselo a otra gente, el aire le pertenece a los pelaos de ahora. Yo quiero que mi hija viva en ese Medellín sin violencia, yo la voy a ayudar a sembrar cositas bien bonitas, no lo que me sembraron a mí. Mi historia es como la de esta ciudad, por eso es posible el cambio: Cuando uno tiene un sueño por construir, es fácil dejar de ser lo que se ha sido.

Un chico de la charla me pregunta sobre qué he “tomado positivamente” de cada uno de los viajes que he hecho. Respecto al que hice a su tierra, hoy sí, le hubiera podido decir que en Medellín he oído el bullicio de una urbe viva, he olfateado su aroma a ferias de flores, he degustado sus enormes bandejas de carne mimada, he visto correr las lágrimas de un hombre que fue asesino, y he sentido, la energía de los niños en cuyos hombros caerá el futuro de la localidad. Esa que ya trabaja por derrotar las dolorosas lacras del presente. La que sueña con enterrar el aciago estigma del pasado. Le dicen la ciudad de la eterna primavera. Esa gran ciudad. Espero haber aclarado su duda.

29 sep 2012

Puerto Berrío: la ciudad donde se adoptan los muertos

Por: Jaled Abdelrahim

Tumbas de Puerto Berrío        Foto: Juan Manuel Echavarría

 La avería estaba en el alternador. Estaba roto y por eso el coche dejó de andar. La intención era salir temprano del sur de Venezuela y pasar el día al volante para llegar del tirón a Medellín (la segunda ciudad más importante de Colombia), pero el Volkswagen dijo hasta aquí a tan solo 190 kilómetros de tocar destino.

 “Claro que tiene arreglo, hermano”, dice un mecánico que aparece como caído del cielo en la noche a lomos de una motocicleta. “Pero en este pueblo no creerá que existe esa pieza, tengo que pedirla, así que tendrá que quedarse aquí al menos un par de días”. La diminuta localidad inesperada se llama Puerto Berrío, un municipio de escasas calles, gente sencilla y constantes ofrecimientos amables a la orilla del río Magdalena. Resulta que a veces, por pura casualidad, uno se encuentra con las historias más curiosas e inverosímiles de un viaje. Me hallo posiblemente en la única ciudad del mundo donde los muertos tienen padres adoptivos.

Colombia es un país agradable de visitar. Eso no quita para que el forastero perciba a simple vista los cuatro elementos inalienables que esta nación posee acuñados en su ADN: naturaleza, folclore, profunda fe cristiana y un doloroso conflicto armado que ya supera los 50 años de realidad. Digamos que Puerto Berrío es el paradigma de esa carga genética.

Barcaza en el río Magdalena, a su paso por Puerto BerríoLo natural se lo pone a este enclave el río Magdalena, la principal arteria fluvial del país, con sus más de 1.500 kilómetros de torrente desde los Andes al mar Caribe. En este punto de su curso medio, las aguas bajas del colosal cauce dejan, con su corriente suave, un puerto que significa el motor de la economía de esta urbe de 50.000 habitantes. Lo que deja la corriente escarpada es más desagradable. Se trata de la rúbrica de un estado que aún hoy -aunque en menor medida que en el pasado- sufre la lacra de la violencia de paramilitares, guerrilla, sicarios y cuerpos armados.

Ocurre que muchos de los cadáveres que son arrojados por sus verdugos a lo largo del transcurso de este río, quedan atascados en los remolinos que las aguas generan frente a la ribera de Puerto Berrío. Fallecidos a menudo inidentificados. N.N. (Ningún Nombre), les dicen aquí. Tan comunes, que acabaron por convertirse en parte del folclore cultural, místico y tradicional de estos porteños de religiosidad profunda.

La situación, habitual en la ciudad desde los años 60, es sin duda macabra. La consecuencia que ha generado, sin embargo, parece destilada de una novela de realismo mágico. Una secuela casi romántica que sorprende al visitante y que es propia tan solo en esta villa ribereña de Antioquia.

Resulta que estos anónimos cuerpos errantes del Magdalena, una vez levantados de las aguas, se reconvierten en cotizados santos que los oriundos de Puerto Berrío se disputan por adoptar. “Almas de purgatorio” sin atención ni reclamo. Supuestos intercesores celestiales que estos lugareños acogen, velan, rebautizan y apelan en pro de su propia fortuna.

Don Francisco Luis Mesa, un hombre de piel morena, pelo cano y devoción inquebrantable lo sabe todo sobre esta costumbre. Él es el propietario de la funeraria San Judas de Puerto Berrío. A sus 62 años lleva 25 de ellos dedicado a recoger del río, encofrar y dar sepultura a estos difuntos flotantes que se encallan en esta parte del cauce.

 

Tumbas de cadáveres adoptados en Puerto Berrío

 

“Yo trabajaba en un cementerio de Medellín”, relata el sepulturero, “un día me vine a pasear a esta ciudad, que en los años 80 sufría la violencia de una forma brutal. Ese día había 18 entierros en el municipio y tres cadáveres en el Magdalena. Esos últimos eran gente sin nombre y sin reclamar. En ese momento, decidí que me quedaría aquí a rescatar cuantos más cuerpos pudiese de las aguas para ofrecerles descanso eterno”.Hoy las manos de Don Francisco ya llevan sacados del río 320 fallecidos, a menudo tan solo la parte que queda de ellos. Enterrar, ha enterrado a más de 800 cadáveres anónimos de los que, pasado el tiempo y las investigaciones, aún conserva cerca de 200 sin identificar en su necrópolis. Él los llama Pepitos. Para sacar a los que llegan flotando existe un proceso costoso que Mesa sufraga y desempeña: “Los pescadores ven cuerpos en el agua y me avisan. Yo llevo mi camioneta hasta el puerto, alquilo una canoa, lo saco, llamo a la policía para que saque muestras y me lo llevo al cementerio a darle cristiana sepultura. Pongo hasta las uñas para hacer eso. Las instituciones, si es que tienen, apenas ponen el ataúd”, se lamenta. “Los que no saco yo, cientos, o miles, simplemente siguen el curso del río”.

El folclore por el muerto comienza después de ese trabajo. Dice Mesa que a menudo ni siquiera ha llegado al camposanto con su camioneta cuando ya le asaltan los devotos de las almas desconocidas: “Don Francisco, ¿Es un N.N?”, le preguntan. Con esas siglas marca él el nicho de los desconocidos que sepulta. Es entonces cuando la gente llega para cambiar el destino de ese difunto en siglas: “Escogido”, dibujan en la piedra los vivos que quieren adoptar al fenecido recién llegado. “Y desde entonces esa alma ya tiene un dueño”, dice Mesa. “O dos, porque hay casi el doble de adoptantes que de N.N., no quedan para todos”, apunta.

“El que escoge la tumba la cuida”, explica este incansable rescatador de muertos. Él también un día escogió velar el féretro de una persona que él mismo sacó del río “sin cabeza, sin manos y sin pies”. “La gente cuida la sepultura, la limpia, la decora, le pinta la piedra, normalmente de colores vivos, de hecho, son las tumbas más bonitas del cementerio”, se enorgullece. “Se le llevan velas, comida, agua, flores… Muchos les rebautizan, a menudo con un nombre que coincidan con las siglas N.N.”, prosigue con esta historia novelesca.

Jaled_puenteSegún cuenta, la relación entre el N.N. y vivo es algo así como un trato de favor. El adoptante le pide deseos a su escogido a cambio de sus cuidados y rezos por su alma. Una vez obtenidos los socorros, con frecuencia se le coloca una placa que dice: “gracias por los favores recibidos”. “Y si son muy grandes esas ayudas”, añade Don Francisco, “incluso hay quien le pone al N.N. el apellido de su familia y se lo lleva al osario familiar”. 

Se mezcla otro motivo. Cinco décadas de conflicto armado y violencia han dejado en Colombia más de 50.000 desaparecidos. Los habitantes de Puerto Berrío saben muy bien lo que es sufrir esa desgracia en sus propias carnes. “Muchas veces”, dice el sepulturero, “el adoptante no solo quiere pedirle favores al N. N., sino que también cuida ese cuerpo como sustitución al del verdadero familiar que nunca llegó a encontrar”.

Blanca Nuri Martínez tenía ambos motivos para adoptar un muerto del río. Esta mujer de la localidad, madre de siete hijos, ha visto a tres de ellos desaparecer sin dejar huella. Ella escogió a dos N.N. a los que vela sin falta y a los que pide favores mundanos. Al primer cuerpo le puso de nombre Isabel, como su difunta mejor amiga de la infancia. Al segundo le promete el nombre del hijo, al que nunca pudo velar, si se porta bien con ella. “Yo le presto mis lágrimas a estas almas que no tienen quien les cuide y les rezo para aliviar su sufrimiento”, esgrime la curtida señora.

Puente de acceso a Puerto BerríoTanta es la devoción por los incógnitos muertos en esta localidad que al parecer lo más desafortunado que le puede ocurrir a un adoptante es que su N.N. sea identificado y pierda el anonimato. Con él pierde su nombre nuevo y la capacidad de hacer milagros. Vuelve a ser propiedad de la familia original. “Los que las autoridades reconocen pasan a un pabellón, después a una bodega, y si los familiares no retiran el cuerpo, se les lleva a una fosa común con su número de placa identificativa”, explica Don Francisco, “pero el que es reconocido ya no puede ser el escogido de nadie”.  

Los que quedan para interceder por los vivos son los cuerpos sin nombre real. De los más de 2.000 N.N. puros registrados por el gobierno colombiano, más de 800 han sido hallados en Puerto Berrío. Aunque la cosa, según las estadísticas, es menos grave ahora. Mesa cuenta que atrás quedaron los tiempos en los que llegaban a bajar “20 o 30 cuerpos en un solo día por el río”. “Ahora el  país ha mejorado en cuestión de violencia”, alivia la tragedia, “ya no son más de siete, ocho o nueve fallecidos al mes los que encontramos en las aguas”. “Además”, añade, “antes eran pocos los que podían ser identificados, pero desde hace 13 años interviene en los exámenes la fiscalía y casi todos los cuerpos son reconocidos. Antiguamente ni se pensaba en buscar sus verdaderos apellidos”.

Pero a pesar de la mejora, este pescador de difuntos no piensa dejar de hacer lo que hace hasta que no quede ni un solo cadáver bajando por el Magdalena. Por eso aprovecha para hacer una desesperada llamada a “cualquier organismo, voluntario u ONG” que quiera colaborar con él en su bizarra tarea. “Yo lo tengo que pagar todo. La gasolina del carro, los plásticos, la canoa, los guantes… a veces hasta la caja si la alcaldía no quiere darme. ¿No hay alguien que me pueda donar una pequeña lancha en desuso o alguna otra cosa que me sea útil para poder seguir dando descanso a estas pobres almas? Pon eso en tu periódico”, implora Don Francisco.

El alternador arreglado y viento en popa rumbo a Medellín. Adelante queda un país de paisajes, cultura y bondades por descubrir. Atrás, el insólito folclore de Puerto Berrío, la pequeña ciudad empeñada en impedir a los verdugos que sus víctimas, anónimas, se ahoguen en el olvido de las aguas del gran río.

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No es un chiste: Esto son un caraqueño, uno de Maracaibo y uno de Valencia (tres de las principales ciudades venezolanas) que se ponen a discutir sobre qué ciudad de su república es la más recomendable para ir a hacer cosas tan llanas y agradecidas como disfrutar de paisajes de postal, respirar montaña o quemar la noche de bar en bar hasta horas indecentes y volver a casa tranquilo de paseo farolero.

“Pues la mía…”, “pues la mía…”, “pues la mía…”, dice cada uno sin convencer al resto. En esto que aparece en la conversación uno de Mérida y sentencia: “En la mía se puede hacer todo eso”. Y van los otros y callan sin objeción alguna. Al parecer está en lo cierto.

Gracia no tiene, porque chiste no era, pero aquí uno que ya está echando las maletas al coche y llenando el depósito a precio de barra de pan. Próxima estación: Mérida, principal localidad de los Andes venezolanos.

Pico-TorresEsta pequeña urbe de 230.000 habitantes, capital del municipio Libertador del estado de Mérida, es una ciudad de esas a las que cuesta llegar por culpa de su altitud (1.600 m. montaña arriba), pero de la que más cuesta irse por culpa de su espíritu. Parece que la amabilidad del país aumenta a la par que los metros.

- Busco este hostal.

- Eso está a unas cuantas cuadras.

- ¿Dónde?

- No se preocupe, chamo, yo le llevo.

Un vistazo en redondo basta para entender el concepto. Ciudad de casas bajas, población gentil, montaña verde, cielo celeste, roca morena y olor a aire de nieve. 19 grados perennes de media se agradecen después de dos meses de ruta sudando trópico.  

Su denominación se la debe al capitán español que la fundó en 1558, Juan Rodríguez Suárez. A juzgar por lo que uno conoce, fue más cosa de nostalgia que de simetría paisajística que el enclave se quedara con el nombre de la ciudad ibérica donde había nacido este colono.

La meseta donde se sitúa, en mitad de la cordillera andina, es una terraza inmensa del valle del río Chama. La Sierra Nevada de Mérida (el único lugar del país donde se puede ver nieve) y la Sierra de la Culata se pluriemplean a sus flancos protegiendo a la comarca del viento a la par que le colocan un marco de obra de arte. En la primera de ellas, el pico Bolívar pone la importancia enciclopédica a la región testimoniándose como el punto más alto de Venezuela (4.978 metros).

Cascada-india-CarOtros tres ríos, -el Albarregas, el Mucujún y el Milla-, atraviesan la ciudad junto al Chama. El resultado son las 200 lagunas que se forman en la parte baja de la región. Suficiente agua para hidratar la vegetación serrana, el verde helecho y la masa enredada del norte de la zona llamada Selva Nublada. También para dar de beber a los colibríes, los loros y los cóndores que surcan el skyline montañoso andino.  

Bocanada de oxígeno. Premonición de toparse con el abuelito de Heidi. Oportunidad de olvidarse de las estadísticas lúgubres de esta nación para ponerse de nuevo el disfraz de turista -esta vez con las botas de andariego-. Un minúsculo autobús, igual de pequeño que los demás que circulan por la urbe, sube hasta el frondoso bosque de El Valle. “Restaurante. Trucha fresca”, dice el cartel de una parcela extraviada en el páramo llamada Truchicultura Monte Rey.

- ¿Sirven aquí buena trucha?

- Claro, papá. Tome usted esta caña y pésquela. Nosotros se la cocinamos bien rica.

Lo natural es la rúbrica de este lugar. Observar esa pureza en bruto es tan fácil como subirse al teleférico más alto del planeta –también el segundo más largo del mundo- (4.765 metros sobre el nivel del mar y 12,5 Km de trayecto), propiedad de esta región del suroeste venezolano -aunque temporalmente parado-.

Claro, que no todos las excelencias de Mérida tienen que ver con pureza asilvestrada. En la idiosincrasia de este lugar son un fijo los turistas nativos e internacionales que saturan las avenidas y el trolebús de este oasis de tranquilidad nacional. Por otro lado, ser la sede de la universidad de los Andes (la más prestigiosa de la nación y la número 30 de Latinoamérica), sonoriza a este paraíso montañoso con el bullicio de miles de jóvenes que la convierten en una de las capitales universitarias más importantes del país y en una referencia para el ocio nocturno bolivariano.

SAM_0291Un vino chileno para los más sibaritas en la Casa de los Trequeños, junto a la remodelada Plaza Milla, o unas cervezas a morro con olor a Jamaica de fondo en el bar Botana (a pasos de la plaza de las Heroínas), puede ser un buen plan inicial para el mocerío que habita esta ciudad con ambiente de campus. “Después toca la rutica, como decimos nosotros”, sugiere Belkis Rojas, actriz y estudiante en la universidad local. “Es decir: el Hoyo del Queque, el Birosca y para terminar el Emu. Si es que te quedan fuerzas”.

Cerca de una treintena de bares y pubs abarrotan esta localidad de ritmos y ponen a rebosar sus ramblas de juventud ociosa. El miedo a las calles vacías de otras regiones del país aquí lo echó fuera la gente que colma las vías a casi cualquier hora.

¿Salsa?, un poco, por supuesto,  pero por primera vez en muchos kilómetros de viaje las danzas caribeñas han perdido su protagonismo imperativo. Grupos como Calle 13,  PapaShanty o Dame pa’Matala revientan los bafles para darle un respiro a las caderas de estudiantes y turistas. Hasta la mítica banda española Ska-P resucita con fuerza en este lado del charco para recordar aquello de que “el patrón” es “tu enemigo”.

¿Quién iba decir que en la latitud del perreo omnipresente el Drum and Bass iba a encontrar un hueco en plenos Andes? De eso se encarga el pub Birosca, la segunda cita obligada del mogollón. ¿Y por qué no alargar la velada hasta el amanecer escuchando Rock&Roll en un bar de románticos ochenteros, cigarros y verja entreabierta llamado Emu?  La vuelta a casa, puro relax para quien ya ha experimentado noches de fiesta en ciudades como Caracas.

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Un pequeño inciso amargo de obligatoria confesión sin querer ennegrecer el texto: Como se trata de este país, también existen situaciones tan europeamente incomprensibles como que un tipo mate a su perro a tiros en mitad de la calle “para que no sufra”, algún que otro ajuste de cuentas en los papeles o que en una residencia universitaria el grupo pseudoguerrillero Tupamaro tenga libertad para imponer sus normas e incluso para construir un muro alrededor del recinto y así evitar injerencias oficiales o extraoficiales. Así es Venezuela. Pero hasta eso parece aquí menos rudo que en el resto del estado. En general, balance muy positivo.

Alguien le recriminó a este autor que Kilómetro Sur no hablaba de lugares que un viajero sin ganas de asumir riesgos pudiera visitar en Venezuela. De antemano pidió que no se le repitiera lo que cualquier panfleto de agencia turística ya cuenta de la isla Margarita. Querido lector, aquí está su paraíso venezolano. 

El Viajero: Guía de Viajes de EL PAÍS

Sobre el blog

Recorrer Sudamérica en coche es una buena idea para no perder el hilo de su realidad agitada. Un blog de contacto con la gente, de emociones, asfalto, paraísos y estaciones de servicio.

Sobre el autor

Jaled Abdelrahim

A Jaled Abdelrahim no le convenció ni su trabajo como reponedor de supermercado, ni su carrera de derecho, ni su labor como periodista sedentario. Lo que quería era conocer el mundo de primera mano. Después de viajar por Europa, Oriente Medio y el norte de África, su última iluminación no ha sido otra que recorrer el sur de América de punta a punta a bordo de un Volkswagen desvencijado. Colabora con El Viajero, la revista Yorokobu y varios medios de viajes.

Cuenta de Twitter: @JaledAA

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