Tonto de mí. El día que mi última novia me dijo que me comprase un desierto y me perdiese en él pensé que estaba enfadada conmigo, así que junté mis ahorros y salí de viaje a ver si encontraba algún arenal al alcance de mis posibilidades. A una novia se la obedece por mucho que te esté dejando. El caso es que ahora, bajando desde Lima por la Panamericana Sur, tras surcar un camino que abarca la línea constante del Pacífico al oeste, los andes peruanos al oriente y cuatro horas de llanura frente al parabrisas, descubro un impresionante sáhara americano que se pierde en el horizonte a orillas de un oasis llamado Huacachina. Lo cierto es que no imaginaba que un campo de dunas pudiese desplegar ante mí un muestrario de sensaciones desde la adrenalina salvaje al relax paraíso. Eso, por no hablar de hasta qué punto ignoraba que un sitio tan infecundo fuese capaz de darme un par de clases magistrales en forma de experiencias turísticas. ¡Así que se trataba de esta maravilla...! Sólo me queda preguntar al estado peruano si me cedería a precio amigo este trocito de territorio. Ya sabía yo que aquella chica solo buscaba lo mejor para mí.
Huacachina no es un lugar para contar. Ni siquiera para conocer. Hay que vivirlo. Pero para no enrollarme contando eso de que el Edén probablemente sea algo parecido a esto, hablaré de tres lecciones que me guardé en la maleta después de mi paso por este enclave, situado a escasos cinco kilómetros de la ciudad de Ica.
Lección primera: Los oasis de los cuentos existen. Dunas de arena fina de hasta 250 metros de alto se erigen monótonas a lo largo de kilómetros y kilómetros de territorio. Cresta tras cresta, cada vistazo al fondo es el mismo: toneladas de granos diminutos que se agolpan para formar montañas móviles a merced del viento. El color pálido. Invariable. Cada paso supone una excavación de un palmo de profundidad y el pensamiento de lo horrible que sería perderse en mitad de esta masa es un fijo para cualquiera que mire desde ahí a sus cuatro flancos. Por todos ellos se extiende el infinito.
Uno imagina que en caso de suceder tal tragedia se concebirían pocas esperanzas de supervivencia. Pero pongámonos en lo peor. De pasar algo así, probablemente el errante que diese con la laguna de Huacachina creería que ya se acabó todo y que ante él tiene la respuesta a la existencia del paraíso. El paraje es un oasis de novela. De esos que uno idea de crío en la cabeza a pesar de jamás haber estado frente a él. Aguas de color verde esmeralda rompen en dos la arena, un contorno de vida que nace en un perpetuo suelo inerte. Palmeras, eucaliptos, ficus, acacias y unos algarrobos conocidos como huarangos florecen en los escasos metros de verde que circundan la laguna. Las aves migratorias, privilegiadas observadoras aéreas, saben que las ramas de estos vegetales son la única estación donde hacer escala en mitad de esta nada.
Cuenta la leyenda que una doncella incaica llamada Huaccachina, quien había perdido a su amado en la guerra, lloraba mientras se miraba en un espejo justo en ese lugar, donde había visto a su media naranja por última vez. Fue entonces cuando observó a un hombre reflejado en el espejo tras ella. Cuando el varón se acercó, la muchacha salió huyendo dejando caer su cristal. Cosas de leyenda, el espejo acabó convirtiéndose en el oasis, el manto de la chica en las dunas y la propia mujer en una sirena que, a tenor de la fábula, sale las noches de luna nueva de las aguas para seguir con la llorera, que al parecer no se le ha pasado aún. Con sirena o no, lo cierto es que las sustancias sulfurosas y salinas de esta agua le dieron fama de curativa allá por los años 40, cuando se construyó un pequeño malecón, unos vestidores y una línea de bajos edificios clásicos a su alrededor. La alta sociedad que acudía allí entonces hoy se trocó por turistas que se acercan hasta este desierto peruano para ver Huacachina. No todos los días se puede encontrar una ilustración de sueño en versión realidad.
Lección segunda: Si alguien le ofrece dar un paseo por las dunas en un vehículo abananado llamado buggy, recuerde que en Huacachina paseo significa carrera endiablada, y buggy, el causante de un posible infarto al corazón. Una de las mayores atracciones turísticas de este pueblecito es recorrer las altas montañas de arena subido a este carro colectivo de entrañas visibles, contorno enrejado y entre cuatro y ocho cilindros de motor. Desde 40 soles (12 euros) cualquiera de las empresas que oferta el trayecto promete tres horas de aventura desértica, unas cuantas paradas para admirar el paisaje y, si se realiza de tarde, la oportunidad de ver desde el medio de la nada una puesta de sol.
Reconozco que al principio pensé que el diseño del coche tenía relación con el ambiente. Abierto por el calor, ruedas anchas para no atascarse en la arena, forma alargada para meter tres filas de pasajeros y cinturones de seguridad por pura normativa legal. Qué ignorancia la mía. Se empieza a entender todo cuando el chófer de ese denominado buggy alcanza los 80 kilómetros por hora y encara una duna de 200 metros de alto. La subida en oblicuo es fácil, comprendo entonces que lo de la anchura de las ruedas no era para no atascarse sino para poder lograr la máxima velocidad. Alguna razón parecida debe tener el hecho de que al coche le falten las carcasas. El detalle de su forma alargada y su modo de repartir el peso queda claro cuando en la cresta de la duna el vehículo vuela para realizar una bajada a marcha extrema por la otra cara del montículo, una auténtica pared semi-vertical. Es precisa esa estructura para culminar con éxito la maniobra macabra. Lo de la necesidad de los cinturones no hace falta explicarlo ya.
Por cada grito desesperado de los pasajeros, el conductor parece disfrutar más. Él sabe que es prácticamente imposible que el automóvil que conduce vuelque en las pendientes inverosímiles por las que se tira, pero yo no. Cuestas cuya inclinación de bajada es imposible de intuir antes de atravesar los lomos arenosos que se suceden a toda velocidad. Por esa razón los gritos empiezan a escucharse antes de atravesar cada pico. ¿Será la próxima una caída suave o nos dirigimos de nuevo a una bajada libre por un talud? Son muchos los turistas que intentan grabar en vídeo la experiencia, pero la imagen nunca es fiel a la sensación por culpa del monótono tono del recorrido. Lo suyo es disfrutarla en carnes propias. Cuando el conductor hace su primer descanso, el instinto primo es saltar a quitarle las llaves. Después el corazón logra deshacerse de al menos un par de decenas de pulsaciones por segundo y se desata a coro una solo reacción: Todos aplaudimos. ¿Será a la pericia del piloto? ¿O solo nos estamos alegrando de seguir vivos?, me pregunto por dentro. El caso es que uno acaba disfrutando de la sensación.
Lección tercera: ¿Quién dijo que para hacer snowboard hacía falta el snow? Una de las paradas del buggy tiene sorpresa. Parados en medio de este coloso arenal, frente a una de esas gigantescas dunas a las que casi da miedo asomarse (después de lo del paseo, más), el conductor saca unas grandes tablas deslizantes con enganches para los pies. Efectivamente. No es necesaria la nieve cuando las pendientes son de suave y escurridiza arena. Hora de practicar un poco de sandboard.
El primer intento es el más imponente. Demasiada inclinación. Después de eso uno le encuentra el gusto y el gancho al deporte. Para tumbados, para atrevidos, para principiantes, para veteranos o para simples curiosos de esta modalidad del equilibrio, el resultado es el mismo: acabar disfrutando como un enano es cuestión de atreverse con la primera duna, o como mucho dos.
Al final me quedo a dormir en uno de los albergues que rodean Huacachina. No he podido resistir la tentación. Arena a mis cuatro flancos, un cielo de luces, tres lecciones aprendidas y un oasis que de día es verde esmeralda justo delante de mi habitación. Definitiva y comprobadamente, lo de mi chica no había sido un enfado, así que me atrevo a copiarle la petitoria: Querido lector, piérdase usted en el desierto.