
(La foto es de Trey Tomsik. El precipicio, me temo, es de la pareja retratada).
Tengo un amigo excepcional: científica, empresarial, personal, emocional, política e intelectualmente. Está a punto de celebrar su cuarto aniversario de boda y él lo tenía claro: "Mira, Sol, a los gays de mi generación nos toca casarnos para consolidar un derecho. Luego, los siguientes que hagan lo que quieran".
No es mi caso, claro.
A mí nadie me ha negado el derecho a casarme con un hombre. Y, por lo tanto, no me da la gana de ejercerlo.
Al fin y al cabo -¡sorpresa!- yo ya me casé: en Las Vegas, sin disfraz de Elvis, sin convalidar los papeles. Con un exnovio motero.
(Esto no es un argumento para no casarme, es sólo una confesión impulsada por la nostalgia.)
Lo que quiero decir es que yo no me quiero casar con Pablo. Y no porque no le quiera.
- Sol, no te hagas...
(Pablo vivió en México un par de años y le salen los modismos de repente, a veces pegados a sus raíces machistas; y con esto no quiero decir nada sobre México, sino sobre el machismo impostado de Pablo que asoma cuando cree que puede colar).
- Mira, eres como todas. Todas queréis casaros, te pongas como te pongas. Tú dices que no porque te crees más lista, más progre, más tú. Pero fíjate que tenías tanta prisa que te casaste a los 20.
- Claro que me casé. Y me emborraché, y me tiré en paracaídas, y tomé drogas... Hice un montón de tonterías con cierto control. La prueba es que me casé sin consecuencias y sin romper nada.
- Hombre, Sol, le rompiste el corazón a Álvaro.
Un consejo: nunca dejéis que vuestras parejas conozcan a vuestros exnovios. Pablo y Álvaro (uno de mis ex, justo ese motero con el que me casé) se han hecho colegas por temas de trabajo. Yo no sé si le rompí el corazón, es más, juraría que su único corazón sigue funcionando con gasolina, pero es cierto que desde que lo dejamos no tiene pareja conocida y que, de vez en cuando, me toca irme con él de copas y escuchar sus historietas.
Sigo.
Pablo insiste en que soy como todas. El típico argumento masculino: "Dices que no para que yo te persiga y te convenza. Dices que no para que yo tenga ganas".
- Pues, la verdad, me da una enorme pereza que me persigas. Y más pereza todavía que tengas ganas de casarte. Pero, como lo que de verdad me mata de pereza es discutir, tú sigue con todas esas certezas y, mientras, seguimos sin casarnos.
Y aquí la liamos, porque a los tíos no les gusta nada que discutas como ellos: es decir, dándoles aparentemente la razón, sin discutir y, al mismo tiempo, sin modificar tu actitud ni tus argumentos.
Así que Pablo se mustia durante unas semanas, con sus días malos y sus noches peores, tristón y silencioso.
"Como una mujer, vaya", me dice mi amigo Koldo cuando se lo cuento: "Cásate con él, Sol, no seas borde".
- Pero si yo no quiero y él tampoco quiere.
Como mi madre ya tiene club de fans en este blog, acudo a ella. Mi madre es una mujer inteligente, discreta y... Cuando quiere, bastante directa. "Sol, por favor, si vais a tener un hijo, os casáis, y si hace falta me echas a mí la culpa, le dices a Pablo que soy una clásica".
- Mamá, tú te has perdido los últimos 20 años. Los hijos de padres sin papeles no son parias ni nada parecido. No les miran mal en los colegios. ¿Te busco unas estadísticas para que te quedes tranquila?
- Que sí, Sol, pero tú te casas. Y lo haces por mí.
Para que veais que mi madre no es perfecta y que yo soy cabezota: no me caso, no, que no es por nada, pero me da pereza.
Mientras tanto, Pablo se ha informado: se lo ha currado para que le asignen en la redacción un reportaje sobre los derechos de "las parejas de hecho" según las distintas Comunidades Autónomas. Me va citando temas de pensiones, hospitales, asignación de vivienda... Y desconecto.
Sigue.
Y le corto: "Pablo, para separarse da igual si eres pareja de hecho, matrimonio o sin papeles. Hay que ir a un abogado o a un mediador y luego a un juez, así que..."
- Sol...- con tonillo de impaciencia.
- ¿Me quieres decir algo con ese tono?
- ¿Y tú a mí? ¿Me dices ya que te quieres casar? Que puedes ir en vaqueros a la boda y seguir siendo guay, pero te quieres casar, que eres como todas...
- Pablo...
- Sol...
A partir de aquí voy a identificar las líneas de diálogo como en las obras de teatro para que no sea confuso:
Sol: ¿Cuántos años llevamos viviendo juntos?
Pablo: Demasiados.
Sol: ¿Y tú crees que te quiero, Pablo?
Pablo: Uhmmm... Sol, no seas condescendiente. Que yo no sé si me quiero casar, pero creo que tú sí quieres.
Sol: Si quisiera, sería contigo.
Pablo: ¿Y quieres?
Sol: Pablo, please, que más casados no podemos estar con la maldita hipoteca a medias...
A partir de aquí, agotamos el diálogo verbal y entramos en el corporal. Y lo inicio yo porque necesito callarle o estallaré de pura frustración.
Esta conversación ocurrió hace meses. Convencí a Pablo de que no querer casarme con él no era no quererlo. No lo convencí de que no todas las mujeres queremos casarnos, lo siento, no tengo tanto poder.
Y os hago otra confesión: si Pablo hubiera querido casarse de verdad, sin dudas, con argumentos sólidos y bien explicados (montar una gran fiesta con nuestra gente, tener 15 días de vacaciones para ir a Bali...), me habría hecho dudar.
Pero si era por reprocharme toda la vida que yo sí quería, por si acaso, por celos, por su madre, por el mundo, por su ex... Pues no.
En realidad, mi postura tampoco es sólida ni razonada: no me quiero casar, simplemente, porque me da mucha pereza (lo sé; es la enésima vez que repito el argumento, pero no tengo otro).
Cada uno que haga lo que quiera.
Y a mi amigo el del principio, a mi amigo Juan, que siga tan maravilloso y que disfrute de su chico y de su casa nueva con los hijos que le van a llegar prontito del otro lado del mundo.