
(Fotograma de "The Birds": Tippi Hedren huye elegante y aterrada, o elegantemente aterrada, no sé).
Contra todo pronóstico, mi amigo Koldo está llenando la ciudad de pequeños pelirrojos que, como él, salen, realistas (de la Real Sociedad) y pecosos. A Koldo no le pega ser padre, pero es de los buenos: cariñoso, atento y divertido con los enanos; el borde más bruto, inteligente y tronchante que conozco con el resto del mundo.
Es domingo y, para intentar olvidar la depre de la vuelta al cole, he quedado con él y con Mon. La excusa es conocer a su nueva incorporación blanquiazul, la realidad es que necesito su humor y sus pinchazos para conseguir volver el lunes al trabajo después de tres semanas de felicidad.
Pablo no se digna a acompañarme. "Joder, Sol, a quién se le ocurre quedar para ir a los columpios...".
- Pues a unos padres de niños pequeños en un domingo de verano sin demasiado calor.
- Ya, pero es que una de las pocas compensaciones de estos años es que mis hijas ya no quieren ir al parque, que es la actividad más inútil, aburrida y deprimente que conozco. De verdad, nunca he sido más infeliz que en los parques infantiles. Da besos y, ya puestos, mira a ver si les colocas la cuna que tenemos en el trastero, anda, que Tere va a cumplir doce y aún la arrastro...
Pablo es único dando ánimos y haciendo encargos fáciles, pero a mí estar con Koldo y con Montse me gusta hasta en los columpios.
- ¡Y que sepas que acabaré haciéndote un bombo, Sol, pero a Dios pongo por testigo que no llevaré al niño al parque...!- sentencia mi novio desde la puerta, siempre cinéfilo, romántico y persuasivo.
- Lo llevas claro. Y yo diría que Dios es testigo "de algo", que por evitar el dequeísmo acabas diciendo tonterías.
- Te esperan tus amigos, académica.
- Y a ti la cocina, que te toca hacerme la comida.
- Lárgate, mi amor.
Y me largo feliz, pero la realidad es aún peor que la que dibuja el agorero de Pablo, porque él no conoce la combinación de columpios y pájaros: el parque que está a mitad de camino entre la casa de Koldo y la nuestra ha sido abandonado por el Ayuntamiento y por los seres racionales; sólo quedan unas setenta palomas que -posadas todas en un mismo ciprés- lanzan miradas sucias y amenazantes a los incautos que invaden su espacio.
- Este parque es horrible, feo y asqueroso- concluye Carlota con su lengua de trapo.
Y tiene razón. Un poco más allá, a veinte minutos de niña en hombros y bebé en cochecito, está el cuidadísimo vecindario de mi madre. Ella dice que es una zona de desclasados, de gente sin filiación; yo creo, en cambio, que es un barrio de pijos, Montse se abstiene y Koldo, mucho más pragmático, sólo opina de sus bares: "cojonudos y... caretes, la verdad".
Pues tendrá que valer. Lo que pasa es que se nota que no somos aborígenes.
Para empezar, somos los únicos adultos no uniformados, los únicos que pisamos arena sin la compensación de un salariopor evitar que los niños se despeñen en la escalera del tobogán. También somos los que llevamos la ropa en peor estado. Y eso que es domingo, pero las cuidadoras filipinas lucen impolutos conjuntos blancos, y sonríen pacientes a sus pequeños tiranos.
- Manolo jura que en una playa del norte ha llegado a ver mayordomos que, a la hora del aperitivo, abren una nevera y sirven el champán a sus jefes.
- Manolo se chuta, Sol, eso lo sabes de siempre.
- No sé, si pagas para que te bajen a los niños al parque los domingos, todo es posible.
- Pues claro, con dinero, todo, pero si te van a abrir la nevera, lo suyo es hacerlo en un yate y no en la playa con Manolo y con la chusma.
- Quizá. Me falta experiencia, que yo de rica sólo tengo las ganas.
- Y, además, Manolo qué coño sabe de mayordomos si se ha ido este fin de semana a cerrar las discotecas de verano de un pueblo de cuyo nombre no quiero acordarme.
- Pues sabe latín, porque lo ha llamado "retiro espiritual" y se ha quedado tan ancho. Aparte de que no me negarás que así el verano le dura más y eso es de sabios.
- También le dura más la resaca.
- Koldo, no le des tú lecciones de sobriedad, que suena a envidia.
- No, no. De eso nada. Yo lo que le discuto el criterio geográfico, que ya sólo me emborracho en el Dickens.
- Y yo contigo. Si es en Donosti, siempre contigo.
Montse aprovecha y saca el calendario del móvil para organizar nuestros sueños de ir al Dickens y, de paso, al Festival de cine, y, ya puestos, con los gastos pagados, y...
Y de nuestras fantasías nos sacan unos tacones que resuenan hasta en la arena del parque. Es una madre alta y delgada que camina encerrada en unos zapatos imposibles. "Yo creo que no podría andar así", susurro mientras miro las cochambrosas zapatillas sin cordones que me trajo Francesca de Nueva York. Y Montse me dice que sí: "Que sí, Sol, es como los fakires. Te mentalizas de que llevas los zapatos más caros y más estéticos de la ciudad, y te olvidas de que son una tortura. Los zapatos dan poder, confianza y seguridad".
- A mí los que lleva esa mujer me dan angustia.
- Que no, hombre, ¿no ves lo bien que le conjuntan con el niño?
Y es verdad. La mujer de los zapatos retorcidos recoge a un niño de los brazos de una cuidadora, se lo pone en la cadera ("también los niños se llevan ahora así, al estilo de Angelina, siempre en brazos", me sopla Montse que es una esteta y un poco coolhunter). Pero yo no me resigno:
- Me da igual que le haga juego. Me dan miedo las mujeres que pueden caminar sobre instrumentos de tortura.
- Tranquila, que a ellas tú les das pena.
Ése es Koldo, claro. Majo chico. Con zapatos cómodos y totalmente desbaratados. Un desclasado, que diría mi madre. Como yo. Por eso somos amigos. Y, además, al aperitivo invita él.