Laboratorio de Felicidad

Sobre el blog

En el laboratorio de la felicidad analizamos experiencias, recogemos investigaciones y aportamos claves para vivir de un modo más saludable y optimista. Ponemos un microscopio para entendernos un poco mejor a nosotros mismos en nuestra relaciones personales y profesionales y ofrecemos fórmulas prácticas para incrementar nuestras dosis de felicidad en el día a día.

Sobre la autora

Pilar Jericó

Pilar Jericó. Curiosa del ser humano, de las emociones y de las relaciones personales. Es socia de la consultora Be-Up, coach y doctora en organización de empresas. Escritora de ensayos y novela y conferenciante internacional desde 2001. www.pilarjerico.com.

La mayor verdad es que todos mentimos

Por: | 28 de abril de 2015

Mentira-pixshark

Aseguro que no es mi objetivo en absoluto pero incluso en este texto, que trata de ser sincero y honrado, puede que haya trazas de mentira. Porque la verdad absoluta aplicada a los seres humanos no existe. Es así de duro y así de necesario a la vez. Por eso puede que la mayor verdad de todas sea precisamente esa, que todos, sin excepción, mentimos, maquillamos información o lo hemos hecho en alguna ocasión. Y quien se empeñe en negar esa afirmación… estaría mintiendo una vez más.

No es sencillo ni agradable admitir la mentira en nuestras vidas, de hecho, nos cuesta perdonar a una persona mentirosa o, por lo menos, la confianza hacia ella se ve seriamente afectada. Solo hay que recordar el reciente caso de la actriz Ana Allen cuando a partir de destaparse que no estuvo invitada a los Oscar, se supo que llevaba años inventándose su vida profesional. España la desenmascaró, la humilló y la sentenció hasta el punto de que esa mala reputación es probable que le acompañe durante muchos años. El hecho de que todos mintamos no significa que lo hagamos de la misma manera que Allen. Hay engaños incluso peores, terribles y masivos que hacen desplomar la economía mundial, hay mentiras absurdas, mentiras que tratan de ocultar infidelidades… un abanico enorme, pero también las hay sociales o piadosas, y son estas últimas a las que ninguno estamos dispuestos a renunciar.

Para la experta en detección de mentiras y MBA en Harvard, Pamela Meyer, estas pequeñas mentiras no tienen por qué ser dañinas ya que lo único que hacen es mantener nuestra dignidad social. Y si no, hagamos la prueba:

¿Qué pasaría si llegamos tarde a una reunión y somos tan sinceros de admitir que la noche anterior se alargó y nos hemos quedado dormidos? ¿Qué ocurriría si tuviéramos que contestar con la verdad por delante a esa persona que te pregunta qué tal le queda esa talla 36 a punto de estallar? ¿Y si en una entrevista de trabajo afirmásemos con honestidad que nuestro nivel de inglés no es medio/alto, sino bajo tirando a ‘relaxing cup of café con leche’? Podríamos seguir con miles de ejemplos diarios pero es evidente que socialmente está más aceptado decir que llegamos tarde a la reunión por un atasco imaginario, que a esa chica le realza su figura ese vestido, o que nuestro nivel de inglés es parecido al de Shakespeare. La sociedad nos obliga por nuestro bien, por nuestra imagen y por la de los demás… y así lo hacemos.

Esto lo explica bien Meyer cuando afirma que “estamos en contra de la mentira de cara a la sociedad, pero en secreto estamos a favor”. Y no solamente mentimos para mantener esa dignidad social de cara a los demás. También nos mentimos a nosotros  habitualmente porque “el engaño es un atajo para conectar nuestros deseos y fantasías, y sobre quién y cómo nos gustaría ser, con quien somos realmente. Para rellenar esas brechas estamos dispuestos a mentirnos”.

El hecho de que este tipo de mentiras no sean dañinas, o sean una condición de vida como afirmó Nietzsche, no debe suponer que nos relajemos y sigamos con la espiral. De hecho si reducimos este tipo de mentirijillas podría incluso mejorar nuestra salud física y mental, tal y como reflejó un estudio de la Universidad de Notre Dame donde los participantes, obligados a mentir con menos frecuencia, sintieron mejoras evidentes en su estado de ánimo. Asimismo, el presidente del Hospital Lenox Hill de Nueva York, Bryan Bruno, afirmó que “la mentira puede causar mucho estrés para las personas, lo que contribuye a la ansiedad e incluso a la depresión”.

La frecuencia con la que mentimos y nos mienten es brutal teniendo en cuenta datos objetivos de investigaciones científicas aportadas por Meyer. Cada día nos mienten entre 10 y 200 veces, siendo mayor el número de mentiras con personas que acabamos de conocer. En concreto mentimos hasta en 3 ocasiones en los 10 primeros minutos de interacción con desconocidos. Además, las personas más inteligentes y más extrovertidas son más propensas a la mentira y, en el caso del matrimonio convencional, se miente en una de cada 10 interacciones con la pareja. Tremendo.

El cantante Joaquín Sabina reflejó de forma brillante este último punto conyugal en su canción ‘Mentiras piadosas’, donde se reafirma en que “en historias de amor conviene a veces mentir, ya que ciertos engaños son narcóticos contra el mal de amor”. Mentir es tan antiguo como respirar, y tan innato que incluso los bebés fingen el llanto en ocasiones para llamar la atención. Ya en la adolescencia llenamos la edad del pavo y a nuestros padres de mentiras casi compulsivas y, de mayores, hay quienes no son creíbles ni cuando dicen la verdad… Por no hablar de los programas electorales.

Pero no nos engañemos, si atendemos solo a este tipo de mentiras banales, no hay de qué preocuparse. En su justa medida tienen hasta su punto beneficioso y nos pueden evitar malos ratos y alguna que otra pelea. Porque la sinceridad compulsiva, sin control, siempre acaba en enfrentamiento. De verdad.

Fuente imagen: pixshark

 

Cuidado con las ventanas rotas en nuestra vida

Por: | 20 de abril de 2015

Ventanas_rotas

“Me ha humillado en público y no es la primera vez que lo hace”, me decía una persona respecto a su jefe. Le había insultado a él y a varios de su equipo por un trabajo que no estaba a su gusto. Sus gritos coléricos se habían escuchado fuera de su despacho mientras el resto de compañeros clavaban sus ojos en el ordenador, como si no pasara nada. El problema de lo que me contaba no era solo el hecho en sí, totalmente reprochable, sino el tono con el que me lo estaba narrando, con una desconcertante naturalidad. “Es habitual. Así nos trata a todos cuando se enfada”. Y es ahí donde está el problema. No podemos confundir lo habitual con lo normal. Si nos tragamos una ofensa, sea en el trabajo, entre amigos o pareja, sin decir nada, estamos dañando una parte esencial de nosotros mismos: nuestra dignidad. Posiblemente, en ese momento es muy difícil poner límites sin correr el riesgo de un enfrentamiento con la inevitable escalada en violencia y un posible despido con los problemas que acarrea, pero al menos, después, con los ánimos calmados vale la pena abordar el tema. Y si no es posible, al menos tomemos medidas como buscar otro trabajo, elevarlo si es posible o poner límites en el ámbito del que se trate, ya sea laboral o de pareja. No podemos encajar ofensas reiteradas pensando que son normales, porque la psicología demuestra que una vez dado el primer paso, “todo el campo es orégano”, como se dice tradicionalmente. Y un ejemplo de ello, es la teoría de las ventanas rotas.

El psicólogo social de la Universidad de Stanford Philip Zimbardo llevó a cabo en 1969 un interesante experimento que acabó siendo una teoría que todavía hoy se estudia como forma de comportamiento. La primera parte de su experimento tuvo lugar en el barrio neoyorkino de Bronx. En esa época la delincuencia y la pobreza eran las características más destacables de esa degradada zona donde Zimbardo decidió dejar un coche abandonado con la placa de matrícula arrancada y las puertas abiertas. ¿Qué ocurrió? Pues, efectivamente, lo que estaba previsto que sucediera: nada más abandonar a su suerte aquel vehículo, hacia él se acercaron varias personas y comenzaron a desvalijar todo lo que pudiera servirles hasta dejarlo casi en esqueleto. Hasta aquí poco reseñable. Si abandonas un coche en una zona degradada, cuando vuelvas no estará como lo dejaste… casi ni haría falta hacer la prueba.

Pero lo interesante del experimento llega cuando Zimbardo realiza la misma operación en un barrio rico y tranquilo. Mismo vehículo, pero cerrado y abandonado en Palo Alto, California. Nadie se acercó durante siete días. Los acomodados vecinos de la zona lo respetaron escrupulosamente, pero Zimbardo no se conformó y decidió dejar el coche en peor estado. Lo golpeó en varias partes, entre ellas las ventanas, que dejó rotas (de ahí el nombre de la teoría). ¿Qué ocurrió? Exactamente lo mismo que en el Bronx. En tiempo récord el coche quedó desvalijado por completo.

De “La teoría de las ventanas rotas” se desprende que no depende de la renta, sino de otras circunstancias psicológicas, el hecho de que nos animemos a traspasar los límites cívicos. Si dejamos una pintada en nuestra fachada y no la limpiamos, a los pocos días se llenará de muchas más. El primer paso atrae a los siguientes. Si no actuamos correctamente en nuestras relaciones sociales, poco a poco asumiremos esos comportamientos como normales y romperemos muchas más “ventanas” sin que el cargo de conciencia haga acto de presencia. Y todo ello ocurre en muchos otros órdenes de la vida: corrupción, abusos en los colegios, degradación de las ciudades o nacimiento de regímenes totalitaristas, como sucedió en la Alemania nazi cuando millones de personas asumieron de manera natural una situación que hoy se estudia con horror. Esas ventanas rotas, esos cristales rotos, dieron paso a una situación bárbara admitida con naturalidad por millones de personas. Pero no todo el mundo cayó en esta locura colectiva. Todos podemos elegir, tenemos la capacidad de poner límites y no seguir la corriente, como hizo el obrero August Landmesser donde aparecía con los brazos cruzados en mitad de cientos de personas que realizaban el saludo nazi.

Ir de héroe en determinados contextos es peligroso, sin duda. Pero aprender a poner límites en nuestras relaciones personales tanto de amigos o de familia no lo son tanto. Si transigimos una vez, se corre el riesgo de que el otro piense que hay posibilidad de romper muchas más “ventanas”, utilizando la metáfora. Como sociedad tenemos que aprender a decir “basta”, a no dejarnos llevar por la corriente y a arreglar nuestras ventanas en nuestro pequeño ámbito. Servirá como grano de arena y, aunque la cosa siga parecida, al menos podremos vivir con la serenidad que otorga la honradez y la dignidad… y que el ‘sabio de Baltimore’, el escritor Henry-Louis Mencken, definió como “una manera de vivir en la que puedas mirar fijamente a los ojos de cualquiera y mandarlo al diablo”.

Los celos, ese incómodo compañero de viaje

Por: | 14 de abril de 2015

Celos

Hace pocas semanas me dejó sorprendida una situación que observé en un hospital: un hombre reprochaba a su mujer de forma amarga y vehemente que dejara de mostrarse tan provocativa ante el joven enfermero que se encarga de su atención médica. Los celos habían hecho acto de presencia, estaba claro. Pero lo sorprendente del asunto es que se trataba de una pareja de 91 años, él y 89, ella. Esta escena, que si bien resultaba cómica a ojos del enfermero y de los pocos que la presenciamos, no lo era en ningún caso para sus protagonistas, y me llevó a hacerme una pregunta: ¿Hasta cuándo nos acompañan los celos en nuestra vida?

Los celos ya aparecen desde que somos pequeños. Puede que sea por los famosos complejos de Edipo y de Electra o por el disgusto de no ser únicos en el maravilloso amor de nuestros padres. Pero los celos no se quedan solo en la familia y nos acompañan con nuestros primeros amores, con las amigas o amigos, durante el matrimonio o en el puesto de trabajo ante la presencia de alguien brillante… Hacen acto de presencia en muy diferentes situaciones y, a veces, aparecen sin tan siquiera avisar, como también les ocurre a otros mamíferos.

Los celos no son exclusivos de los humanos. Un estudio de la Universidad de California San Diego concluye que los perros llegan a sentir celos como un instinto para proteger sus relaciones sociales con sus dueños. Así, en esta investigación, analizaron cómo los 70 dogos que participaron en el experimento reaccionaban de forma mucho más negativa contra los perros de peluche que contra otros objetos que les rodeaban.

¿Pero por qué nos ponemos celosos? Más allá de la base “mamífera”, hace un siglo Sigmund Freud decía que existían otros motivos de mar de fondo: por un lado, por la tristeza de la pérdida. Así sucede cuando al hermano mayor de apenas pocos años no le hace nada de gracia su recién llegado hermanito. Los celos también pueden surgir por la propia frustración o por la envidia hacia lo que han logrado otros. Este es el caso cuando criticamos a personas que han tenido más éxito que nosotros. Pero en cualquiera que sea su expresión, los celos esconden el miedo a no ser queridos, a no ser suficientes o a ser abandonados y la inseguridad personal los acrecienta. Por eso, las personas que son compulsivamente celosas suelen esconder una profunda inseguridad hacia sí mismas, aunque se disfracen de argumentos aparentemente muy justificados.

Los celos suelen sacar lo peor de nosotros y, como no podía ser de otra forma, son la primera causa de las rupturas conyugales en el mundo, al igual, que como decía Groucho, el matrimonio es la principal causa de divorcio. Pero, ¿por qué nos cuesta tanto controlarlos?

La reconocida crítica literaria Parul Sehgal, en su conferencia TED, Una oda a la envidia, hace un repaso a los celos a través de la literatura universal. Sehgal concluye que nos hacemos daño porque nos contamos la historia de otra gente a nosotros mismos y no hay nada peor que alimentar la imaginación dejando de lado la realidad (en otras palabras, nos montamos guiones no demasiado positivos). Los celos son una emoción agotadora y miope… Si aquel anciano del hospital pudiese mirar con precisión se daría cuenta de lo absurdo de su sentimiento, pero cuando nos invaden cuesta mucho ganar perspectiva.

Los celos están mutando al igual que la sociedad de la información. Hoy más que nunca tenemos a nuestro alcance la vida de los demás, y las redes sociales nos lo ponen en bandeja a golpe de clic. Según un estudio de la Universidad de Missouri-Columbia, el hecho de comparar nuestras vidas con las de amigas o amigos exitosos en Facebook (o no necesariamente exitosos pero que cuelgan fotografías de vacaciones lujosas o anuncios positivos), aumenta de forma importante el riesgo de caer en depresión.

Así pues, si no podemos separarnos de esta obsesión, veamos qué seis pasos podemos dar a sabiendas que es un terreno realmente complicado:

  1. Lo primero de todo es aceptarlo. No vale con decir “no soy celoso” y, al mismo tiempo, hacer la vida imposible a la pareja porque está hablando con otro hombre u otra mujer más atractiva.
  2. Comenzar a revisar los motivos con honestidad: ¿Es por miedo al rechazo, al abandono? ¿Es envidia? La base del problema nos da mucha información.
  3. Si se puede, aprovecharse de la brillantez de quien nos pone celosos. Si es por un compañero de trabajo con mucho talento, en vez de macharlo con nuestros comentarios, cambiar la perspectiva sobre qué se puede aprender de él o de ella.
  4. Reforzar nuestra autoestima con claves que hemos ido compartiendo en este laboratorio, como revisar nuestras fortalezas. Quizá no seamos tan atractivos, pero somos divertidos, por ejemplo. Puede que no seamos tan brillantes en el trabajo, pero nos sentimos satisfechos con nuestras vida…
  5. Negociar con la pareja, si se trata de celos amorosos. Compartir nuestras inseguridades, explicar qué nos duele y buscar alternativas saludables para ambos.
  6. Pedir ayuda. Si es algo que persiste en el tiempo, quizá haya que buscar una ayuda profesional. Es motivo de ruptura de parejas, ya lo hemos dicho, y de mucha infelicidad. Y como el lema de este laboratorio siempre es recordar que la vida es breve, no vale la pena arrastrar una emoción tan viscosa.

Dostoievski afirmó que sufrimos por dos clases de celos: los del amor y los del amor propio. Vamos a vivir con los celos toda nuestra vida. En algunas personas, llamarán más veces y con más intensidad a su puerta y en otras, serán viajeros ocasionales. En cualquier caso, aprendamos a convivir con ellos y a que no nos molesten demasiado utilizando el sentido común como mejor antídoto.

Fuente imagen: zastavki

Ya puedes escuchar en Las mañanas de RNE - Los celos, una emoción innata, que podemos combatir.

 

 

 

 

 

 

Un día sin reír es un día perdido

Por: | 07 de abril de 2015

Humor02

Así de simple y así de difícil a la vez. Sonar el despertador, madrugar, escuchar quejas de jefes o clientes, cenar mientras saboreas las ‘agradables’ noticias del informativo, fregar… y a dormir. ¿Te resulta familiar este tipo de día? Visto así no parece que haya mucho espacio para reír a carcajadas. Ahora bien, reconozcamos algo. Por muy ajetreada que sea nuestra agenda, seguro que es posible en 24 horas encontrar ese momento y esa situación para sonreír o hacer más agradable la vida a los demás. Muchas veces, esperamos al fin de semana para relajarnos y para reírnos en compañía de los nuestros. Pero es un error, aunque sea solo por una cuestión estadística. Dos días de sonrisa en comparación a cinco laborales serios es demasiado tiempo perdido. Así pues, un lunes puede ser un gran día para reír. ¿Por qué no?

El trabajo nos evoca a algo serio. De hecho, el origen de la palabra “trabajo” proviene de un instrumento de tortura (casi nada) o el término negocio significa en latín “no ocio”. Con este punto de partida, no parece que haya mucho espacio para la distención. Pero, ¿qué pasa si cambiamos las reglas?

“No he trabajado ni un día en toda mi vida. Todo fue diversión”. Thomas 

Albert Einstein le escribió una carta a su hijo y le recomendó que hiciera lo que hiciera, no olvidara de ponerle pasión, que disfrutara con lo que hiciera. Esa había sido la clave de su aprendizaje del gran genio y que, además, confirma la ciencia. Cuando estamos de buen humor, según estudios de la Universidad de Harvard, somos más productivos en el trabajo. De hecho, realizamos progresos en el 76% de los días en los que estamos contentos. A este respecto, otro estudio, esta vez de la Universidad de Ohio, concluye que un buen estado de ánimo de los agentes comerciales a los que observaron su comportamiento durante tres semanas fue sinónimo de un crecimiento del 10% en sus ventas con respecto a los vendedores malhumorados. También la Universidad de Amsterdam, junto con la de Nebraska, analizó 54 reuniones de empleados en dos empresas alemanas. Se observó que de los encuentros distendidos que añadían el componente humor-risa, salían propuestas e ideas mucho más constructivas. Y como las empresas lo saben, se afanan en generar espacios donde las personas se sientan bien y trasmitan emociones positivas… Incluso conozco el caso de una compañía en donde, por iniciativa de los propios empleados, en el departamento de atención al cliente, han colocado espejos. De manera que antes de coger una llamada, se miran y ven si están sonriendo. Son conscientes que la sonrisa llega aunque sea a través del teléfono.

Esto no quiere decir que antes de ir al trabajo escuchemos todos los chistes que corren por la red y martiricemos a nuestros compañeros, ni que hablemos como Chiquito de la Calzada o que lo confundamos con el sarcasmo o el humor a costa de otros. Como decía Shakespeare, “puede uno sonreír y sonreír… y ser un canalla”. El mejor humor comienza con uno mismo y para eso, necesitamos dejar de sentirnos “tan importantes” y desarrollar la empatía inteligente.

En definitiva, el humor ayuda en el ámbito laboral y personal. Genera un sinfín de beneficios: Mejora la salud, la capacidad respiratoria, reduce la hipertensión, fortalece el corazón, elimina el estrés y la depresión, frena el insomnio, mitiga el dolor… y además ayuda en gran medida a encontrar pareja. Para Eduardo Jáuregui, autor del libro ‘Amor y humor’, el segundo es uno de los fundamentos principales del arte de amar. Si alguien nos hace reír nos caerá mejor y nos atraerá más y, en el ámbito de la pareja, además, mejora la comunicación, el respeto y la confianza. No está mal.

¿A qué esperamos? ¡Animemos esas caras tan serias!

El País

EDICIONES EL PAIS, S.L. - Miguel Yuste 40 – 28037 – Madrid [España] | Aviso Legal