ANTONIO GALA (1936)
En cierta ocasión pasó por Bilbao el escritor andaluz Antonio Gala. Venía para asistir al estreno de una obra suya de teatro. Acudí a la rueda de prensa, junto a otros colegas. Terminado el encuentro, le propuse hacerle una entrevista, a lo que accedió.
Gala fue desplegando su azucarado verbo con modulada voz. En primer lugar no se veía como un hombre de teatro, sino como un escritor que de vez en cuando escribe teatro. Reconocía que la primera dama de su compañía era la palabra. Reprochaba a los críticos profesionales del teatro que juzgaran en un rato lo que el autor ha rumiado durante mucho tiempo. Le gustaría escribir un teatro en el que los personajes hablaran por entero literariamente. Respecto a la magia de las palabras en vuelo, creía que era el momento de dedicarse a elaborar un teatro, no como un verso rimado, pero sí volver a ese teatro de verso interior...
A mi pregunta sobre si escribía para que le quieran, contestó: “Parece que García Lorca fue el que dijo eso. Yo escribo por una absoluta necesidad. Mientras venía a Bilbao he leído unas declaraciones de Borges, en las que decía, ‘lo bueno de llegar a esta edad es que uno ya tiene claro su destino’. Mi forma de vivir es escribir, añado yo”.
Como hiciera alusión a Borges, le dije que en mis tiempos de crítico de teatro escuché en su obra Anillos para una dama una imagen que parecía extraída de una página del escritor argentino. Cuando Mineya le dice a Jimena (la mujer del Cid): “nuestros cuerpos tienen miedo, nosotros no”. Borges lo expresa en un relato en forma singular: “mi cuerpo tiene miedo, yo no”.
Se puso lívido como una aguja de plata (o me lo pareció), al tiempo de responder a toda prisa: “Hay un homenaje a Borges, cierto. También hay un homenaje a Chejov, en El cementerio de los pájaros, donde un personaje dice: “la vida está vivida y la canción cantada”.
Aunque han trascurrido unos cuanto años de aquella entrevista, desde el primer momento pensé que la palabra homenaje se convertía en celestina de lujo de la verdad. Se consideraba como algo malo y reprobable tomar una idea –sea un verso, un axioma, una imagen–, que a otro se le ocurrió antes y la expresó de la mejor manera posible (debería decir, de la mejor manera imaginable).
Nada hay de malo en ello. Lo único malo es la gestión de ese ocultamiento. Me inclino por definir al verdadero escritor como un tipo solitario que no se conforma solo con la amistad de las palabras. Aunque encuentre en muchas de ellas un encanto neurótico fuera de sitio, no puede trabajar sin ellas. Todas las palabras son prestadas. Nada es nuestro. Las palabras y la literatura son de todos. Digo una cosa y la contraria, en la seguridad de que las contradicciones son el motor del mundo.
En el escritor, el plagio o la copia surge por instinto, en su afán por ofrecer al lector lo que sin eso no hubiera podido ver en sí mismo. Si asumiera esa realidad no tendría que utilizar la palabra homenaje, porque es una palabra trampa, que lleva dentro una mentira flagrante.
Opuesta a esa mentira, surgirá la verdad sin paliativos: alguien hizo por nosotros la tarea de condensar lo vago en preciso. Agradezcámoslo abiertamente. Ocultarlo equivale a morder la mano de quien nos acaricia. Importa la emoción poética que lleva implícito todo gran texto, porque ésa es la señal del conocimiento alcanzado.
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