JULIAN BARNES (1946- )
El escritor inglés Julian Barnes se disculpó en una carta manuscrita –de letra bella y puntiaguda, semejante a la de un gentilhombre de Stratford–, con estas palabras: “Lo siento, pero he sido entrevistado tanto en estos últimos doce meses, que no puedo ni ver ninguna pregunta más”.
Me puse a pensar si su negativa obedecía a un hastío real o si el verdadero motivo de su renuncia a responder sería porque mis preguntas no tenían nada que ver con los temas de sus novelas. También era probable que, como me ocurriera con Doris Lessing, las preguntas le podían haber parecido absurdas y sin sentido...
Esa simetría de silencio puede llevarnos al mundo egolátrico del creador. Todo lo ajeno a la propia creación es prescindible. En sus obras se ve como el único habitante del planeta. En cada pasaje, la precisión será tal que hará pensar en los secretos de la naturaleza...
La escritura produce no pocas patologías, sobre todo durante la gestación de las obras. No importa que se trate de grandes logros o de ínfimos resultados. Si el creador es artista de verdad se verá impulsado por demonios. Cuando sus ideas sean dulces, lo serán más allá de la mermelada. En tanto sus sentimientos bajen hasta lo más abyecto, conseguirá ponernos en disposición de aceptarlo por bueno o, por el contrario, pasaremos rápidamente la página para librarnos de su efecto repulsivo. Transitará de la idiolalia a la afasia sin apenas darse cuenta.
Julian Barnes es uno de los siete novísimos novelistas británicos de la llamada Generación Granta, junto a Martin Amis, Ian McEwan, William Boyd, Kazuo Ishiguro, Graham Swift y Salman Rushdie. Las dos novelas de mayor éxito de Barnes son El loro de Flaubert (1984) y Una historia del mundo en diez capítulos y medio (1989). Le siguieron otras, Hablando del asunto (1991), El puercoespín (1992), junto a dos novelas, finalistas del Premio Booker, Inglaterra, Inglaterra (1998) y Arthur & George (2005), además del libro ganador del Premio Booker, El sentido de un final (2011).
Este racimo de autores podrían ser los primeros en asegurar que la vida de las palabras y la de los que viven de ellas es un respirar continuo, mientras el mundo va fabricando sus días sin fin. Todos estamos inmersos en ese barro.
De todo ese barro, distingo la figura del poeta, como alguien que inspira más compasión que la del novelista y, aún mayor, que la del filósofo. Al poeta le importa, por encima de todo, sentir que expresa por medio de palabras todos los movimientos que no puede realizar. Sabe, o cree saber, que en el arte de escribir hay un objeto que solo se encuentra en el escrito mismo. Y por saber todavía más, él –que se mueve dentro del no saber–, sabe que a nadie se le obliga escribir. Se escribe porque está en la sangre de cada cual o porque no se vale para otra cosa...
Alejé de mí la evocadora ausencia de Julian Barnes, reafirmándome en que su negativa a contestar las preguntas que le envié a su casa de Londres –debidamente traducidas al inglés–, era por no haberle preguntado sobre sus novelas o por las obsesiones vividas en ellas...
La mayoría de los novelistas o aquellos adscritos al yo-me-amo-a-mí literario piensan que fuera de su universo de ideas y proyectos lo demás no existe. Toman la novela como el cetro máximo de la literatura. No siendo así, me cuesta creer que Barnes haya pensado que si accediera contestar iba a notarse que tiene los pies planos o cosa parecida.
[siguiente personaje Augusto Roa Bastos: 6-5-2013]