WILLIAM SAROYAN (1908-1981)
Carta dirigida a William Saroyan en el momento de su despedida del mundo de los vivos.
Querido William:
El otro día dieron la noticia de que habías muerto, allá en tu casa de California. Dijeron que al saber que tenías una enfermedad incurable, llamaste a tu editor para preguntarle, “y ahora, ¿qué?”. Parece que te estoy oyendo, porque eso es la vida: para cuando te quieres dar cuenta estás preguntando, y ahora, ¿qué? Toda muerte trae consigo esa eterna pregunta...
No encuentro mejor respuesta como volverme a ayer... Y me fui a tus libros. Ahora estoy sentado al borde de tus labios, escuchando cuanto dices. Te aseguro que al leerte es como si no hubieras muerto.
De tu extensa producción literaria, novelas, cuentos, piezas teatrales, incluidos los inolvidables títulos como El tigre de Tracy y Mi nombre es Aram, a mí el que me gana por encima de todos es el libro que escribiste en París, cuando ya eras un escritor consagrado. Me refiero al titulado Cartas desde la rue Tibout. Me gusta, porque se adapta a la definición de Franz Kafka: “la forma epistolar implica descubrir una rápida vicisitud de un estado permanente, sin que la rápida vicisitud sufra las consecuencias de su rapidez; implica dar a conocer un estado permanente mediante un grito, y que la permanencia coexista con el grito”.
Sigo. A través de tus cartas he sabido cómo eres. Me interesa todo lo que dices en ellas. En esas cartas aparece tu vida entera: el origen armenio de tu familia; la pobreza de la infancia; tus incontables oficios para poder contribuir al sustento familiar; la calle (la siempre dura y, al mismo tiempo, maravillosa calle), esa universidad de donde salen los mejores escritores; en fin, tu yo entero en esas cartas...
Y es por eso que al reparar en tu juvenil oficio de vendedor de periódicos, he querido escribirte esta carta de despedida, justamente desde un periódico. Es un periódico que está lejos de California; pero eso no le hace, porque las palabras viajan, viajan y se unen a los hombres, y los pueblos...
Claro que también sé que si uno pone aquí, fulanito ha muerto, eso no es nada en comparación con la verdad. Tú sabes que no siempre reparamos en las gentes desaparecidas en el entretejido de la ciudad donde vivimos. Gentes, cuyos rostros vemos cada día, y en un santiamén dejamos de verlos. Mientras para nosotros es un pequeño borrón en la memoria, esas desapariciones son mortalmente dolorosas para sus familiares. Ellos viven esos días entre la pena infinita y el desgarro interior, junto a otras muchas negruras. Las palabras no pueden dar exacta cuenta de lo realmente sentido. Lo que se siente va más allá del contenido de las palabras. Cada muerte es absurdamente incomprensible. Todo este parlamento para decirte que algunos tipos como tú, no deberían morir nunca.
Ahora que estoy pensando en ti profundamente, se me ocurre que es una lástima que las raíces de los hombres buenos, como tú, no puedan ser traspasables. De todos modos, me conformaré con seguir escuchando el rico manantial de tu voz inconfundible.
Agradecido por todo lo que nos has dado, recibe mi más cariñoso abrazo, con un último ruego, tomado de ti mismo: “no vayas; pero si tienes que ir, saluda a todo el mundo”.
[siguiente personaje José Emilio Pacheco: 3-2-2014]