Pilar Bonet

Sobre el autor

, corresponsal en Rusia y países postsoviéticos desde 2001 y testigo de la "perestroika" durante su primera estancia como corresponsal en Moscú (1984-1997). Fue corresponsal en Alemania (1997-2001). Trabajó para la agencia Efe en Viena (1980-82).

Eskup

Ucrania y el reto de la Europa que no llegó a ser

Por: | 09 de diciembre de 2013

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Ahora que Ucrania, ese país europeo potente pero poco cohesionado, es sacudida por una profunda crisis política, económica y social, quizá sea el momento de mirar hacia atrás, hacia el tortuoso camino recorrido por los Estados que surgieron de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) en 1991. Los 22 años transcurridos desde entonces pueden parecer mucho tiempo, pero la construcción de Estados modernos en lo que fue un imperio formado por 15 repúblicas federadas (entre ellas Rusia y Ucrania) está siendo mucho más complicado de lo que imaginaban los protagonistas de aquel divorcio. En las ruinas de la URSS (una etiqueta que ocultaba relaciones feudales convergentes en Moscú) quedó sepultado el documento que plasmó de forma más completa la visión internacional renovadora de la “perestroika”, el proceso de reformas abortadas del presidente de la URSS Mijaíl Gorbachov.

Ese documento, cuyo original está en los archivos estatales de Francia, es la Carta de Paris para una Nueva Europa. Fue firmada en la cumbre de jefes de Estado de la Conferencia de Seguridad y Cooperación en Europa (hoy OSCE) el 21 de noviembre de 1990 en la capital francesa. La suscribieron 35 Estados, de los cuales tres (Checoslovaquia, URSS y Yugoslavia) se fragmentaron después de forma más o menos traumática,-- muy violenta en el caso de Yugoslavia menos violenta en el caso de la URSS y ejemplarmente pacífica en el de Checoslovaquia.

La desaparición de tres de los firmantes no tiene por qué invalidar el principal mensaje del documento, a saber el deseo de cooperar de forma más intensa, sin muros divisorios y sin fronteras, en nombre de una nueva Europa interdependiente. “La era de enfrentamiento y división en Europa ha terminado”. “Europa se está liberando de la herencia del pasado. El valor de los hombres y mujeres, la fuerza de voluntad de los pueblos y el poder de las ideas del Acta Final de Helsinki han abierto una nueva era de democracia, paz y unidad en Europa”, señalaba la Carta.

Derechos humanos, pluralismo, respeto a la diversidad, justicia para todos, libertad de pensamiento, de religión, de conciencia, de asamblea, son principios recogidos en un texto, que suena incluso poético: “Nuestros Estados cooperaran y se apoyarán mutuamente con el fin de hacer irreversible los logros democráticos”, “La seguridad es indivisible y la seguridad de cada estado participante está inseparablemente ligada a la de todos los otros. Por eso, nos comprometemos a cooperar en reforzar la confianza y la seguridad entre nosotros y en promover el control del armamento y el desarme”. La “interdependencia” se suponía, tenía que “ayudar a superar la desconfianza de décadas, a incrementar la estabilidad y a construir una Europa unida”.
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¿Qué ha ocurrido para que estemos tan lejos de tan buenos propósitos? Sin pretensión de establecer la cronología del proceso ni de adentrarme en un largo análisis del mismo, cabe destacar varios factores. El primero de ellos consta de dos facetas inseparables como las dos caras de una moneda: la sensación de haber ganado la Guerra Fría (por parte de Occidente) y la sensación de haberla perdido (por parte de Rusia). El segundo factor es la desconfianza mutua, por cierto creciente, entre quienes se perciben como “ganadores” y quien se percibe como “perdedor”. El tercero es la dificultad de la clase política dirigente rusa para superar la desintegración del imperio y para aceptar a su país en sus actuales dimensiones y capacidades. El cuarto es la incomprensión e infravaloración de esa dificultad (tanto en lo que se refiere a los líderes como a la sociedad) por parte de occidente.

Con estos ingredientes se puede fabricar un explosivo muy potente y la cuestión es cómo neutralizar la pólvora, ahora que Vladímir Putin está raptando a Rusia para llevársela no se sabe adónde, pero, en cualquier caso, lejos de Europa, esa Europa que cada día demonizan los canales de televisión estatales rusos como si de una nueva Sodoma y Gomorra se tratara. ¿Cómo evitar ese rapto del país de Antón Chéjov, Piotr Chaikovski, Serguei Eisenstein o Alexandr Rodchenko? ¿Cómo tranquilizar a países europeos crecientemente preocupados por la política y la psicología de Putin, un hombre considerado poderoso no por ser magnánimo, no por la seducción de sus visiones, sino por el miedo que inspira y por las ambiciones imperiales que el mismo afirma y las que además le atribuyen?.
Las líneas rojas reaparecen en el continente, donde nunca acabaron de borrarse y la desconfianza inspira desconfianza y alimenta un círculo vicioso que debería atajarse por algún punto si es que no queremos dejar de reconocernos mutuamente como europeos con vínculos y complicidades comunes. Habría que volver atrás y encontrar un punto, un proyecto, que permitiera generar una confianza entre los actores y a partir de ahí, tal vez, romper el el reflejo condicionado “yo gano/tu pierdes” ó “yo pierdo/ tu ganas”. Para ello se requiere una causa, un espacio, donde experimentar una cooperación internacional sin trampas, un punto de cristalización, llámese conflicto territorial congelado como Transdnistria, llámese Siria, llámese Irán. ¿Y por qué no, Ucrania? Pero, ojo, Ucrania en nombre de la misma Ucrania, de sus propios intereses de estabilidad, no en nombre de los intereses de los fabricantes europeos en busca de mercados, no en nombre de los conceptos de “espacio vital” de los geoestrategas rusos. A fin de cuentas, Rusia es también un país europeo, al que Putin está secuestrando, y llevándoselo, no en dirección a Asia en el espacio, sino en dirección a la Edad Media, en el tiempo. fin


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