Asia Central es posiblemente uno de los espacios más olvidados de la tierra desde el punto de vista de los derechos humanos. Preocupados por otros problemas de apariencia más cercana e inmediata, los países occidentales contemplan en la práctica impasibles el afianzamiento en aquella región encajada entre Rusia y China de regímenes autoritarios que reprimen a los sectores críticos de la sociedad o simplemente a quienes les resultan molestos para el ejercicio arbitrario del poder.
En los últimos años se ha desarrollado una complicidad tácita entre los autócratas asiáticos y los representantes de las democracias occidentales. Los primeros invocan la amenaza de islamismo radical para justifican la represión contra la disidencia al por mayor; los segundos aceptan como válidas estas explicaciones sin indagar detalles y ambas partes se complementan en un peligroso juego que combina orden, miedo y obediencia para hoy y caos, resentimiento y violencia a capitalizar mañana por las fuerzas extremistas que previsiblemente asumirán el legado del presente.
Asia Central tal vez sea hoy el caldo de cultivo de un futuro turbulento después de que en la mayoría de países de la zona se hayan destruido los elementos que hubieran podido cohesionar una sociedad civil modernizadora en aquellos Estados surgidos hace 25 años. Entre estos elementos estaban válidos intelectuales que se formaron gracias al sistema educativo de la URSS, hoy destruido y no reemplazado por nada coherente.
Este domingo, la república centroasiática de Tayikistán, considerado el más pobre de todos los Estados postsoviéticos, da un paso más para encauzar por el camino dinástico el régimen del presidente Emomali Rajmón que lleva al frente del país desde 1992. A los tajikos se les pregunta si quieren modificar la constitución para que el presidente pueda ser elegido un número indefinido de veces y si están dispuestos a rebajar la edad para acceder a la jefatura del Estado. La primera pregunta continúa la serie de consultas populares que han permitido a Rajmón prolongar su mandato hasta hoy (mediante eliminación de restricciones al número inicial de dos mandatos y prolongación del plazo de los mismos). La segunda pregunta permitiría a Rajmón ser sustituido Rustam Emomalí, el mayor de sus hijos varones en una prole de 10 vástagos, cuando se celebren las próximas elecciones presidenciales en 2020.
Activistas de derechos humanos han denunciado la corrupción y el carácter feudal y represivo del régimen de Tayikistán. Los sectores de la economía capaces de generar algún beneficio están en manos de la familia del presidente y decenas de miles de tajikos malviven trabajando como emigrantes en precarias condiciones sobre todo en Rusia, donde han estado entre los primeros grupos que han sentido la crisis económica.
La aparición de dinastías en las repúblicas postsoviéticas tiene su ejemplo por excelencia en Azerbaiyán, donde en 2003 Iljam Alíev sustituyó a su padre Gueidar Aliev en la presidencia del Estado. El instinto dinástico se advierte en Kazajistán y en Uzbekistán, pero Nursultán Nazarbáyev y Islam Karímov, los respectivos dirigentes, han tenido hijas, y no hijos, y en un entorno tan tradicional como es Asia Central la consolidación en el poder de mujeres aparece (por lo menos a ojos de los padres de las féminas) como un proyecto menos viable que la de herederos varones. Tanto en Uzbekistán como en Kazajistán, los líderes han amparado procesos legislativos y cambios constitucionales que han prolongado su posición de mando y se han ido librando de forma paulatina de la oposición relevante. "Si en Kazajistán se conserva por lo menos un amago de pluralismo, en Uzbekistán la oposición ha sido totalmente barrida", afirma Danil Kislov, director del servicio informativo Fergana.ru.
A principios de este siglo, Rajmón podía jactarse de ser el presidente del único país de Asia Central que compartía poder con un partido islámico moderado, que además era el único en su género legalizado en toda la región. Se trataba del Partido del Renacimiento Islámico de Tayikistán (PRIT) y era uno de los firmantes del acuerdo que en 1997 permitió poner fin a una guerra civil comenzada en 1992, en la que, según algunas estimaciones, perecieron hasta 100.000 personas.
La Oposición Unida de Tajikistán, de la que el PRIT era la principal fuerza, tuvo inicialmente una cuota del 30% de los puestos en el gobierno, pero progresivamente fue perdiendo terreno. De ser un socio y un garante del fin de la guerra civil, el PRIT pasó a ser un grupo perseguido, cuyos miembros fueron acusados sucesivamente de distintas conspiraciones (sin que hubiera pruebas fehacientes de que así fuera) y en ocasiones caían víctimas de atentados y operaciones policiales y militares.
La culminación de este proceso de marginación fue el encarcelamiento en 2015 de líderes y militantes del PRIT, un total de varios centenares de personas, que, según Human Rights Watch (HRW), están siendo sometidas a torturas y condenadas a larguísimas penas de prisión. La Comisión de Libertad Religiosa Internacional de EEUU (USCIRF) denunció que muchos activistas fueron detenidos incluso antes de que un tribunal de Tajikistán declarara a fines de septiembre que el PRIT era un grupo “terrorista”. Entre los encarcelados están el ex diputado Saidumar Husaini, el vicepresidente del partido, el sofisticado Mahmadali Hait (a quien la Fiscalía pide cadena perpetua) y el periodista Hikmatulloh Saifullohzoda. Buzugmehr Yorov, el abogado de Husaini, fue arrestado después de haber dicho que su cliente estaba siendo torturado y otros abogados de los activistas detenidos fueron arrestados después, según los datos de HRW.
Muhadir Kabirí, el líder del PRIT, se encuentra en el extranjero, lo que le ha puesto hasta ahora a salvo del encarcelamiento que sufriría en su país. En Moscú, Kabirí era un hombre respetado por los especialistas en Asia Central y mundo islámico, como el ex jefe del Gobierno ruso, Yevgueni Primakov, estadista con larga experiencia en servicios de seguridad, que gustaba de conversar con él. Moscú seguramente no sería un lugar seguro para Kabirí ahora, habida cuenta de que en la capital rusa se han registrado atentados contra miembros de la oposición de Tajikistán.
Occidente se limita a tibias críticas sin consecuencias ante la feudalización de Asia Central. China y Rusia, por su parte, afianzan al régimen de Rajmón, la primera prestándole ayuda económica y la segunda, ayuda militar. Pekin, que resolvió a su favor una disputa fronteriza con Tayikistán en la zona del Pamir, construye carreteras, explota materias primas y minas y presta dinero al esquilmado país. Moscú, a su vez, está cada vez más obsesionada por la porosidad de la frontera de 1300 kilómetros entre Tajikistán y Afganistán. La Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (alianza entre Rusia y varios países postsoviéticos, entre ellos Tajikistán) ayuda a equipar y a construir infraestructura en aquella frontera. La OTSC ha realizado también intensos ejercicios militares, cuyo objetivo es movilizar contingentes de tropas suplementarias y prepararse para “el caso de fuerza mayor”, según contaba recientemente el secretario general del OTSC, Nikolái Bordyuzha, quien estima que alrededor de 1000 personas procedentes de Tajikistán luchan en las filas del Estado Islámico. Además, Moscú mantiene en Tajikistán una base militar, emplazamiento de la división 201. La búsqueda del enemigo en Afganistán contrasta con la omisión en el discurso político oficial ruso de cualquier crítica o distanciamiento ante la política interior de Dushambé, que, en opinión de medios tayikos involucrados en el proceso de paz de los noventa, es la gran generadora del extremismo que pretende combatir. ¿Alguien va a pensar que la vía moderada lleva a alguna parte en Tajikistán cuando sus dirigentes reprimen a quienes fueron sus aliados durante 18 años?