He pensado mucho si debía escribir este artículo. La vida privada de las personas es para mí un derecho absoluto. Mi respeto es total. Además, los costes personales y familiares de la acción política son ya extraordinarios, pero es indudable el interés que despierta la pareja y la familia de nuestros líderes. Intentaré abordar esta compleja realidad con la prudencia que creo que se merece, pero intentando ofrecer pistas de interpretación para ir más allá de lo evidente. Los electores pueden creer que los supuestos privilegios de los políticos les compensan la pérdida de privacidad y, por ello, se muestran –muchas veces- insensibles y desafiantes, pero no es así.
Los costes en forma de limitaciones a la intimidad, exposición pública no deseada, fiscalización y rastreo permanente de la cotidianeidad tienen graves consecuencias en la vida de los políticos y en sus entornos. No los soportaríamos. A veces, muchas veces, las líneas que se cruzan estarían dentro de la categoría de la exigible defensa al honor y a la intimidad que nuestro sistema legal garantiza. Pero casi nunca se ejecuta este derecho para no desgastar aún más la frágil y vulnerable imagen pública de los políticos y políticas.
Las lesiones son múltiples: extraordinarias tensiones en la conciliación familiar y un evidente deterioro de la calidad de la vida relacional sometida a viajes permanentes, horarios inhumanos, compromisos constantes... La invasión no conoce límites: la actividad del móvil es incesante; la presión, permanente. Vivir con un grado de conocimiento del 30% por parte de la opinión pública es insoportable. Imagínense con un 80 ó 90% y, además, envuelto en una burbuja constante de seguridad, protocolo y asistencia. Y cuando la observación agobiante parece ya casi insoportable, el remate final es, además, la chanza, el escarnio y la burla constante a la que se ven sometidos los responsables y líderes políticos por destripadores profesionales de vidas ajenas. El estrés es total.
La cuestión que quiero abordar se centra en por qué la vida privada de nuestros candidatos, y en particular su relación de pareja, despierta desde curiosidad morbosa a interés sincero. Y, aunque es cierto que no votamos a las parejas de ellos y ellas, no menos cierto es que su relación, su estilo de vida y sus apariciones públicas cotizan a la alza en la audiencia pública. Nos interesa –bastante o demasiado- cómo viven, con quién y por qué… Y creemos que la respuesta a estas preguntas nos aportará información adicional (la auténtica verdad) sobre la confiabilidad y credibilidad de quien me pide el voto. Creemos que la coherencia personal de sus vidas con sus principios y valores es la prueba definitiva de su coherencia política. Y es, en parte, así. Estas son algunas de las claves.
1. La familia, un valor estable. ¿Puede ser Presidente alguien soltero o separado? Claro que sí. Pero en una sociedad como la española, con fuertes componentes tradicionales y donde la familia es un valor estable de legitimación y reputación social, la pareja y los hijos juegan un papel clave. Romper moldes, resistir a la tentación del estereotipo y del cliché, no es nada fácil, pero también tiene sus ventajas en determinadas circunstancias. Michelle Bachelet, ex presidenta de Chile, lo consiguió. En un país muy machista y misógino (como el nuestro), con un fuerte componente religioso y profundamente conservador (y un pasado negro reciente de dictadura militar), ella se presentaba en los mítines así: "Tengo todos los pecados capitales en Chile: soy mujer, socialista, separada y agnóstica". Ganó las elecciones.
2. La pareja y la vida institucional. El protocolo es agotador. La Presidencia es gestión, pero también representación. Cenas y almuerzos de invitados y de ilustres visitantes, programas paralelos para sus acompañantes más próximos y una compleja y densa actuación de hospitalidad política supone una constante alteración de la vida familiar.
En otros contextos, toda esta tarea adicional, se asume y se complementa desde los Despachos de la Primera Dama. Los expertos de la liturgia política dicen que la Primera Dama de España es la Reina. Y es cierto. Pero ello no evita que la pareja del Presidente se mueva en un ancho de banda que va desde el puro acompañamiento a las sutiles -pero efectivas- tareas de diplomacia informal y de representación pública voluntaria o involuntaria. Los electores desean, también, en su avidez, saber si la pareja presidencial sabrá asumir tantos y diferentes registros no regulados, ni homologados en nuestra tradición política.
3. La Moncloa, su casa. El Palacio de la Moncloa es, también, una casa familiar. Sede de la Presidencia del Gobierno acoge en ella a los miembros de la familia presidencial. Esta situación conlleva severos y rigurosos espacios compartimentados. Lo público y lo privado están separados por tabiques de papel. Los esfuerzos por humanizar y adaptar unas estancias oficiales a lago parecido a un hogar no son menores y no siempre se consigue, dadas las restricciones del patrimonio público. Redecorar la Casa Blanca, por ejemplo, fue parte de la estrategia política del cambio político, que llevó a cabo la familia Obama. Aquí es, simplemente, un ejercicio clandestino sin significación ni atributo público o político, impropio de un país moderno.
4. La pareja, aliada. Es cierto que nuestros representantes cometen errores, que su función y reputación están al borde de la deslegitimación. Y que las derrotas y los sinsabores del fracaso electoral o de la rivalidad política (interna o externa) dejan huella emocional en la autoestima y en la confianza de nuestros representantes. Solo una alianza sólida con la pareja, basada en el amor, la complicidad o el acuerdo, permiten resistir el desgaste constante que la acción política conlleva. Al menos, en cuanto a la percepción pública se refiere. Una alianza que siempre tiene un sobre coste adicional sobre la persona no votada, que demasiadas veces ve cercenada o limitada su propia y autónoma vida personal y profesional en aras de la discreción, la seguridad o el protocolo.
Por todo ello, ¡ánimo!, Elvira, Pilar, Marta, Juana…