La discusión sobre nuestra identidad, decía antes, que suele desvelar a buena parte de la intelectualidad nacional y, en cierto modo, a muchos chilenos. La gigantesca mayoría, por cierto, deambula con preocupaciones harto más concretas, o sea, construyendo cotidianamente a punta de proyectos, experiencias y comportamientos, generalmente irreflexivos, eso que vamos siendo en el camino. Pero hoy se vive un momento particular al respecto. El sencillo tren de esta historia parece haberse detenido en una estación, a mitad de un camino que a su vez es la mitad de otro y otro y así sucesivamente –porque este cuento no termina-, pero mitad de un camino al fin, que muchos se están preguntando a dónde va.
Fuimos por años el primer alumno de América Latina, cuando se supone que lo más importante eran los índices de crecimiento económico, y nosotros nos pegábamos estirones de adolescentes, no siempre proporcionados. Le fuimos resultando insoportables al continente, como suele suceder con los mateos que corren a los primeros bancos de la clase para ganarse el favor de los profesores, mientras el resto de los compañeros lidia con su vitalidad. Pasamos a ser “los argentinos de Latinoamérica”, por lo sobrados y cachetones (jactanciosos), atributo hasta entonces privativo de los trasandinos. Para nosotros, los chilenitos achunchados, los argentinos siempre fueron motivo de envidia; durante los veranos, cuando llegaban en masa a nuestras costas, con su verso y musculatura seducían a las mujeres más codiciadas. Para una local con pedigrí, cualquier argentino era más que uno. Ahora no es tan así, ni tampoco tan distinto. Otros que no lo hacen mal en lo que a soberbia compete, son los cubanos, aunque a estas alturas hayan pasado, paradoja frecuente, de la jactancia a la queja. Un pueblo orgulloso, al contemplar el fracaso, chilla más que uno modesto.
Chile se suponía que era un país austero, de valores campesinos, de vestimenta monocroma, ojalá gris, con habitantes atentos a no llamar la atención, discretos, con dificultad para convocar en voz alta al mozo del restaurante, católico como Irlanda, quizás Polonia, y ningún otro. De una religiosidad, en realidad, con dos caras: la de un pequeño grupo de poderosos, pechoña, pacata, muy mariana y virginal, más de moral sexual que social, y otra perfectamente inversa, próxima a las comunidades de base y la Teología de la Liberación, nacida durante la segunda mitad de los años sesenta. Esa iglesia progresista, a la cabeza de la cual estuvo el cardenal Silva Henríquez -un tipo de origen conservador y agrario, sin ínfulas revolucionarias-, asumió con fuerza la causa popular, dando origen en su vientre a los “Cristianos por el Socialismo” y, más tarde, fundando La Vicaría de la Solidaridad, refugio por excelencia de los perseguidos, cualquiera fuera su credo, durante la dictadura pinochetista.
Mariano Puga. Cura obrero.
El jueves de la semana pasada terminó de transmitirse por TVN -nuestro canal público, pero no tan público-, el sitcom Los Archivos del Cardenal. La serie ficcionaba, renunciando casi siempre a la imaginación, lo que había sucedido en esa Vicaría, las horribles violaciones a los derechos humanos que vivió este país, y la ayuda que le prestaron los curas y sus compinches a las víctimas de los organismos de seguridad del régimen. Ya durante la transmisión de los primeros capítulos se hizo sentir el reclamo de dirigentes de derecha, hoy en el poder. Carlos Larraín, presidente de Renovación Nacional, el partido de Sebastián Piñera, reclamaba la improcedencia, precisamente hoy que se hallaban en el gobierno, de la puesta en escena de un asunto del pasado que sólo serviría para resucitar rencores en su contra.Por estos días, Cristián Precht, su primer vicario, se halla acusado de abuso de menores.
Con Juan Pablo II, esa iglesia perdió todo poder en Chile. Los obispos de izquierda fueron jubilando y en su reemplazo entraron otros del ala opuesta, y los sacerdotes obreros o los radicados en poblaciones marginales continuaron en lo suyo, pero como fantasmas silenciados. La ola de exitismo y fascinación por el consumo que reinó durante los años noventa colaboró a su aislamiento. Los valores en boga ya no eran la solidaridad ni la igualdad ni la construcción de un país de hermanos, para decirlo en jerga cristiana, sino aquellos derivados de la energía individual. El éxito se convirtió en virtud. Faúndez, un plomero que hablaba por un teléfono móvil desde un ascensor repleto de altos ejecutivos, pasó a ser el símbolo de "lo aspiracional". Determinamos que la voluntad del pobre era ser igual que el rico. Eso que alguna vez se llamó "dignidad del pueblo", quedó hecho polvo. Durante el período anterior, hubo curas asesinados. En el entierro del padre André Jarland, francés, ultimado por el disparo de un carabinero en la población La Victoria el 4 de septiembre de 1984, al cardenal Raúl Silva Henríquez le preguntaron qué opinaba de la muerte del sacerdote, y el hombre, ya viejo, contestó con voz de hombre: “bien, me parece, los pastores mueren con su pueblo”.
Cardenal Raúl Silva Henríquez en el entierro de André Jarlan
Pero éso es como hablar de otro Chile. Por ese tiempo existían las ollas comunes en comedores levantados alrededor de las parroquias, donde las familias del barrio alimentaban al menos dos veces por día a sus niños. Las monjas y sus colaboradoras cocinaban los restos de verduras que los primeros supermercados, que terminarían adueñándose de una inmensa proporción del consumo alimentario nacional, desechaban por descompuestos. Fueron los años del nacimiento de las grandes tiendas, de los mall, del retail. Consultado acerca de la mecánica de compra y venta, el político democristiano, chileno por excelencia, Patricio Aylwin, vestido de ocre y bebedor de orchata, primer presidente de la democracia, aseguró: “el mercado es cruel”. Poquísimos años más tarde se volvería dogma de fe.
Junto con la recuperación paulatina de la democracia –porque recordemos que Pinochet, tras el plebiscito de 1988, permaneció hasta el año 1998 en el poder, primero como Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas y luego como senador vitalicio-, devino la suscripción por parte de casi todo el arco político nacional, de un modelo económico heredado -el neoliberalismo-, con correcciones en la “medida de lo posible”. Yo diría que esa frase del presidente Aylwin, “en la medida de lo posible”, dicha en relación a sus aspiraciones de justicia tras la barbarie de la dictadura, fueron el leit motive de la transición chilena. Pero "la medida de lo posible" fue también la medida del miedo. En el fondo, se trata de una sentencia sabia. A todo estadista le consta que es ése, y no otro, su radio de acción. ¿Cuál es, sin embargo, la medida de lo posible? Lo que está sucediendo hoy, en cada una de las marchas que como callampas surgen por todos lados- las de los estudiantes, las contra la megacentral hidroeléctrica en la Patagonia, las de los mapuches, las de los zombies (el sábado marcharon 10.000 personas disfrazadas de muertos vivientes), las de los gays, etc., etc., -, reclaman lo mismo: un cambio en la medida de lo posible. La vara de los años recién pasados quedó corta. Ya crecieron fortunas a nivel global, ya los pobres han dejado de serlo en su mayoría (quedan y no pueden si no inquietar, pero no son el centro del problema), son más los estudiantes (aunque quizás menos los estudiosos), más los endeudados, y no pocas las otras cosas que antes eran privilegio y hoy están al alcance de la multitud. En el intertanto, sin embargo, perdimos intangibles, pero, una vez más, ésa es otra historia. Hoy se pide mucha más democracia, a sabiendas de que es posible. (Continuará...)
Marcha de Zombies el mismo día de la marcha de los indignados