Sólo pensar en la tortura, estremece, y acá en Chile hubo sitios especialmente habilitados para ejercerla. Casonas señoriales fueron transformadas en centros de interrogatorio a los que cada mañana llegaban seres humanos a martirizar a otros seres humanos. Algunos de esos lugares, como Villa Grimaldi, se han convertido en parques de recogimiento. Allí hubo personas que durante meses y hasta años despertaron cada mañana para ser atormentados de los modos más atroces –electricidad, ahogamientos, palizas, violaciones, colgamientos, inmundicias, etc., etc.-, por fríos profesionales del espanto.
Eran recintos de detención administrados por la DINA –Dirección de Inteligencia Nacional-, la policía secreta de Pinochet. Muchos de los que llegaron ahí, nunca salieron. Miguel Krassnoff Marchenko, militar del ejército chileno, estuvo entre sus mandamases. Según cuenta Patricio Bustos, una de sus víctimas y actual director del Instituto Médico Legal, “Osvaldo Romo y él eran los únicos que usaban su nombre verdadero.” El Guatón Romo porque era un débil mental, y Krassnoff porque se juraba intocable. Osvaldo Romo tenía un aspecto repugnante. Cara muy redonda, estropeada, y con algo de esos monstruos fondeados, como el Jorobado de Notre Dame. Había sido militante de izquierda antes de convertirse en colaborador activo de los militares. Ostentaba una vulgaridad abismante. “Sácame fotos, sácame fotos, no más, huevón”, le gritaba a los reporteros gráficos saliendo de los Tribunales de Justicia, mientras era juzgado. Antes de morir concedió a la cadena Univisión una entrevista sin filtros. No se la quiso conceder a ningún periodista chileno, porque los encontraba tontos. Le preguntaron si volvería a hacer lo que hizo, y contestó: “Claro, y no dejaría periquito vivo. Todo el mundo pa' la jaula. Ese fue un error de la DINA, yo se lo discutí hasta última hora a mi general: ¡No deje a estas personas vivas! Fue terrible y ahora se ven las consecuencias.” A continuación, se refirió al mejor modo de hacer desaparecer los cuerpos. No lo convencía del todo arrojar los cadáveres al mar, porque el océano Pacífico tiene mucha corriente; prefería los volcanes. El Villarrica y el Llaima le parecían estupendos. Explicó en detalle algunas de las técnicas de tortura: "La parrilla es un somier metálico donde se les pone desnudos, una pata p'allá y otra p'acá, un brazo p'allá y otro p'acá, se les amarra y se le ponen perritos en la vagina, en los pezones, en la boca y en los oídos, y se le da vuelta a la máquina. Se les moja un poquito para que sea más fuerte el primer golpe y hablen rápido".
Ése era Romo, el subordinado de Miguel Krassnoff, un tipo marcial, alto, de aspecto cuidado, un caballero, según la nomenclatura arribista de quienes hasta hoy lo defienden y ensalzan en actos de apoyo, como al que este lunes invitó el alcalde democráticamente elegido de la comuna de Providencia, una de las supuestamente más armónicas y civiles de Santiago, el ex coronel y guardaespaldas de Pinochet, Cristián Labbé.
Cerca de 2000 personas –entre ellas víctimas directas y familiares de asesinados por él-, se reunieron a las puertas del evento para encarar a sus cómplices y sostenedores que asistieron. Krassnoff participó de las torturas a Osvaldo Andrade, actual presidente del Partido Socialista, y a Gabriel Salazar, Premio Nacional de Historia, sólo por nombrar a los más famosos de su larga lista de martirizados. Hay quienes rumorean que tuvo en sus manos incluso a la ex presidenta Michelle Bachelet.
Según acaba de contar el médico Patricio Bustos, Krassnoff “gritaba y agredía a las personas amarradas, vendadas, de todas las edades. Ahí llegó Carmen Andrade, la ex subsecretaria del Sernam (Servicio Nacional de la Mujer), con uniforme escolar. Ahí llegaban niños de dos años, ancianos de más de 80, maltratados (…) Krassnoff nos torturó juntos. Nos tiraron a la parrilla eléctrica, desnudos, amarrados a un somier metálico con aplicaciones de electricidad. También me desnudaron, me golpearon con pies y manos y me aplicaron electricidad, me quemaron con cigarros.”
Miguel Krassnoff, Prisionero por Servir a Chile, según reza el título del libro que este 21 de noviembre fue lanzado por cuarta vez en el Club Providencia, como excusa para glorificarlo. En la página web que lo publicita aseguran que “El libro promete una lectura entretenida y la historia verídica de un Cosaco ruso que ha dado todo por nuestra Patria.” El linaje del torturador es de una sola línea. Su abuelo es Piotr Nikolaevich Krasnov, militar ruso furiosamente anticomunista que durante la Segunda Guerra Mundial se puso al servicio de los nazis. Tanto el viejo Piotr como su hijo Semion, el padre de Miguelito, fueron enjuiciados y condenados a muerte en su país como criminales de guerra y traidores a la patria, luego de participar en la eliminación masiva de judíos como miembros de la célebre Waffen SS.
(El abuelo de Krassnoff dirigiéndose a las tropas aristas)
No hay mucho que discutir respecto del descriterio que implica andar festejando carniceros condenados por los Tribunales a ciento y tantos años de prisión, mientras una buena lista de sus maltratados siguen vivos, sin contar a los parientes de los que asesinó. Nada, salvo recordarnos que muerta la perra no se acaba la leva, como pensaba Pinochet refiriéndose a la muerte de Allende. ¿Por qué ha vuelto a surgir ahora, que se supone que un ciclo político se cierra y un listado de nuevas demandas tiene tomada la agenda, la sombra de la dictadura y sus macabrerías? Ha de ser que sepultada la transición, corresponde discutir los pilares del período que comienza. El miedo ha desaparecido. Nada tiene que negociar la democracia con la tiranía, ni el delito con la ley, ni la justicia con el abuso. No es excusa el pragmatismo para tranzar los principios básicos sobre los que se desarrolle una sociedad decente. De ahí para arriba, que los políticos jueguen sus fichas. Se viven en Chile, sin embargo, tiempos constituyentes, de discusiones medulares y no anecdóticas que, dentro de poco, salvo que prime el inmovilismo interesado, debieran quedar plasmados en una nueva constitución sin trancas (no como la actual, nacida entre cuatro paredes en 1980), hija legítima de la democracia que nos regirá el siglo XXI. A la hora de escribirla, estaremos de acuerdo, los verdugos no tienen la palabra.