Patricio Fernández

La Extraña Muerte de un Perro (Chilenos III)

Por: | 03 de noviembre de 2011

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Ayer regresé del campo. Mi padre tiene una parcela cerca de Graneros, un pueblo ubicado setenta y tantos kilómetros al sur de Santiago, y una casa grande en medio de un cerro –el Pan de Azúcar- repleto de cactus y espinos. El jardín es plácido. Hay una palmera grande que impone su sombra a la de los robles, cipreses y pimientos. En el llano están los cerezos, el meollo del asunto. Son de varias especies, y cada una de ellas tiene un nombre en inglés. Cosa que no deja de sorprenderme, se paga un royalty todos los años a empresas extranjeras por el uso de sus semillas. Ahora en Chile, todas las simientes tienen marca y dueño. Incluso los cultivos tradicionales deberán pagar por el uso de sus semillas, así las vengan auto cultivando desde hace mucho. Entiendo que sólo ciertos porotos quedaron liberados. Por estos días, algunos de los cerezos han comenzado a pintar sus frutos. Tímidamente, están sonrojándose.

Cerezas

         La familia de los cuidadores la compone Ariel, un hombrón de aproximadamente 50 años, alto, macizo, lampiño, de cabeza grande y expresión infantil. Hará un par de años que llegó a trabajar a Graneros, proveniente del valle de Colchagua –la zona de los vinos chilenos por excelencia-, con su mujer, Catalina, de más o menos la misma edad, aunque se ve mayor. Ella es baja, para nada esbelta, usa anteojos con cadena y tiene moño en el pelo. Podría ser la madre de su esposo. No conoce el mal carácter ni el desgano. Es la cocinera de la casa, y ahora estaba sola, porque su marido se había visto obligado a viajar donde los parientes colchagüinos por motivos que no se preocupó de detallar. El hijo mayor de ambos es Ariel Ignacio, veinteañero, grandulón, de la estatura de su padre, sólo que más gordo. Estudia para ser chef. Antes de matricularse, le pidió a mi madre si podía hacerle de aval para el crédito con que se pagaría la carrera. Por sí solo no era un sujeto confiable. Actualmente, tiene tomada la cocina de la casa. No es raro verlo aparecer con una chaqueta cruzada estilo Cordon Bleu, mientras su mamá pica cebolla con tenida campesina. Discuten todo el tiempo. Ella defiende el modo en que vienen preparándose los platos desde antes de nacer, mientras él le tira nombres de cocciones francesas y salsas para ella impronunciables. Cuando Ariel Ignacio consigue imponerse, llegan a la mesa fuentes decoradas con sofisticaciones desconocidas en esos parajes. Son la demostración viva de una sociedad que evoluciona, ganando y perdiendo a la vez. Su hermana menor, La Cata, tiene quince, y es una más entre las niñas que deambulan por los pasillos cuando vamos de visita los hijos con los nietos.

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         Este fin de semana fue todo descanso y agrado. Apenas llegamos, sin embargo, se impuso el tema de la muerte del Toco, el perro pastor alemán que desde hace años participaba como otro integrante de la vida familiar. Era un perro grande y bonito. “De película”, decía un sobrino, y todavía joven. Según contó Catalina, lo más probable es que lo hayan envenenado. Ese martes fatal apareció en la puerta de entrada tiritando, inquieto, revolcándose de dolor, aunque sin aullar demasiado. Le dieron agua, le dieron leche, y Ariel Ignacio lo abrazó mientras vomitaba sangre. Llamaron al veterinario del pueblo, pero no contestó el teléfono. Al día siguiente lo encontraron duro como una estatua cerca del felpudo para sacudirse los pies. A eso del mediodía, el Toco yacía enterrado no muy lejos del horno de barro, a pasos de una mecedora semi abandonada.

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     El domingo anterior al Día de Todos los Santos, almorzamos en una mesa larga, debajo de la palmera. Clara, mi hija de 11 años, contó que entre los campesinos circulaba otra versión de la muerte del animal. Quienes se preparaban para la cosecha aseguraban que el Toco había fallecido producto de una golpiza propinada por Ariel. Entre los comensales había quienes conocían a Ariel de los tiempos en que trabajaba en el vino, y sacaron a relucir historias que por esos lados se contaban de él. No viene al caso mencionarlas, porque hasta aquí, como dice una canción chilena “son rumores, son rumores…” Pero palabras sacan palabras, y entre cuento y cuento fueron apareciendo las suposiciones, las lecturas de modos y gestos, la extremada cercanía con los menores, esa cosa tan extrañamente inmadura que le permite, a este hombrón, jugar de igual a igual con niños que aún no cumplen diez.

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         Durante la tarde, junto a las botellas de vino, también se habló de política y salieron a colación los conflictos familiares, las pequeñas historias que le estaban aconteciendo a sus miembros, en especial las desgracias y los descriterios. Bajo el perfecto orden y sosiego en que transcurrieron esos feriados, verdad o mentira, se ocultaba el fantasma de la fatalidad. Nadie estaba dispuesto a verlo. Hubiera sido mucho el desajuste. Del goce habríamos pasado a la preocupación. (”Cómo en Chile”, comentó un amigo cuando escuchó la historia.)            

Esa jornada duró hasta que se puso el sol y partí al pueblo con mis hijos disfrazados, la mayor de Morticia y el menor, según él, de zombi, aunque costaría imaginar algo menos aterrador que su aspecto. Por las calles de Graneros, muchas sin pavimentar, comuna que completa no llega a los 30.000 habitantes, deambulaban pandillas de princesas, vampiros y súper héroes gritando desde los portones oscuros de las casas: “¿¡Dulce o travesura!?” En su mayoría eran pequeños. La palabra Halloween les evocaba, seguramente, el nombre de un juego. “Jálogüin”, para ser precisos.

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Hay 5 Comentarios

“….quienes conocían a Ariel de los tiempos en que trabajaba en el vino, y sacaron a relucir historias que por esos lados se contaban de él. No viene al caso mencionarlas, porque hasta aquí, como dice una canción chilena “son rumores, son rumores…” Pero palabras sacan palabras, y entre cuento y cuento fueron apareciendo las suposiciones, las lecturas de modos y gestos, la extremada cercanía con los menores, esa cosa tan extrañamente inmadura que le permite, a este hombrón, jugar de igual a igual con niños que aún no cumplen diez.”

Lo más inocente de este relato son los niños, las cerezas y el pobre Toco que recibió la paliza de Ariel… Mira Patricio, mejor cierra la habitación de los niños bajo siete llaves o llévatelos lejos porque tu padre tiene como afincado a un PEDOFILO…. con guisos psicopáticos de un Pascual Duarte, estoy seguro que viene abusando niños de campesinos durante años… ¿A ver, porque se vino de Colchagua?


http://www.dalkeyarchive.com/book/?GCOI=15647100992180

Asì està el paìs lleno de especìmenes sicòpatas que maltratan a mujeres,niños y animales pero siempre aparentando ser hombres de bien. En todo caso por lo que relatas mas pareciera que un hijo de p.... de los que abundan en nuestro paìs lo envenenò. Que Toco descanse en paz.

"Hay una palmera grande que impone su sombra a la de los robles, cipreses y pimientos" ...esta es la barricada ABC1, la que imposibilita la justicia y la democracia en el Chile post-hacendal.

Tratando de ver el lado bueno de las cosas, es grato, de tarde en tarde, leer algo sobre Chile y su gente. Lamentablemente esta entrada de blog carece del menor mérito para su publicación (en El País, ahí está el problema). Con este escribiente sin duda que Chile ha perdido a un agricultor de cerezos. El perro Toco merecía una mejor elegía. Vaya "enchufe" de que da cuenta este blog¡¡¡.

Como importamos costumbres que nunca fueron nuestras, jodidos americanos con el truco o trato y su Halloween. La lealtad de un chucho, la más honesta que existe, por cierto. Aprende todos los secretos para seducir mujeres en el link que hay tras mi nombre.

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Sobre el autor

. Escritor y periodista. Director y fundador de la revista The Clinic y theclinic.cl. Además, se le puede escuchar todas las mañanas en radiozero.cl.

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