Las Falklands, o Malvinas, no son un lugar fácilmente imaginable. Su realidad permanece oculta bajo el cascarón de la guerra y de la geopolítica. El modo en que se le llame a estas islas, parece constituir una toma de partido. Es un territorio en disputa, a miles de kilómetros de distancia. Yo hablaré de las Falklands, no porque crea que los ingleses tienen más derecho sobre este territorio que los argentinos, sino porque así le llaman sus residentes. De hecho, para la casi totalidad de quienes viven en Port Stanley, su capital – 2500 de un total de 3000 habitantes, sin contar el contingente de la base militar, que bordea la misma cifra-, los argentinos son enemigos. Un día, inesperadamente, les cayeron encima. Hay familias de varias generaciones que se sienten tan de ahí, como cualquiera en su patria. Se quejan de bloqueos aéreos y comerciales que les encarecen la existencia. En todo caso, el nivel de vida es bastante bueno. En los pubs, idénticos a cualquier otro de Inglaterra -cuatro o cinco en ese pueblo pequeño-, se encuentran todos con todos. Ahí adentro, nada recuerda América Latina. Nadie habla el español. A las 11 de la noche tocan la campana, advirtiendo que llegó la hora de la última pint of beer. Toman mucha cerveza, baratísima, por lo demás. Eso -junto con el bacon matutino, una dieta en base a cordero, el precio exorbitante de las frutas y verduras, y el frío que llama a las grasas-, ha de ser el motivo de la gordura femenina. Las mujeres son mayoritariamente gordas. Lo hombres, no tanto. Salvo en las esposas de ciertas autoridades locales que parecen concentrar bastante poder por esos lados y que constituyen una seudo aristocracia isleña, cunde el aspecto descuidado. La competencia por quién es más bella no ha entrado allá. De pronto, entre los lugareños, se distingue, por el corte de pelo y el estado físico, a un militar proveniente de la base de Mount Pleasant.
Extraña la poca presencia de alimentos marinos. No existe allá una caleta de pescadores. Parte del pescado que llega se consigue con los barcos factoría españoles. De ahí salen atunes, congrios, peces Luna y otras especies ajenas al interés de la industria, que los de paladar refinado saben obtener. El toothfish, no obstante, está en la mayoría de los menús. Es un tipo de bacalao. A simple vista se ven los mejillones en los bordes pedregosos y cuentan que hay erizos por miles y bancos de ostras, pero a los kelpers (población nativa) parecen no interesarles. Su nombre proviene del kelp, un alga de la que está lleno el archipiélago, tanto, que atisbado el mar desde lo alto semeja un cielo con nubes. En Chile, le llamamos cochayuyo.
El lugar está lleno de personajes, tiene playas caribeñas en las que sopla un viento glacial, recorridas por pingüinos -algunos con estampa humana, otros contrahechos y retorcidos que viven en cuevas de tierra al medio de potreros con el suelo blando, del que se asoman, de pronto, para curiosear-, elefantes marinos que pesan hasta 3,5 toneladas y reposan buena parte del día echados al sol (si es que aparece), ya sea a orillas de la playa o entre matorrales, espolvoreándose arena con las aletas. Sus cuerpos flojos, a medida que envejecen, aumentan el volumen pero no la musculatura, de modo que acaban mórbidos, como una inmensa gelatina de cuero. Los Sea Lions, que dan el nombre a una isla ubicada a 40 minutos en avioneta desde Stanley, son igualmente grandes, aunque mejor configurados. Pueden pararse sobre sus cuatro aletas y caminar erguidos hasta la punta de una roca, con la prestancia de sus homónimos africanos. Tanto los leones como los elefantes sufren de graves flatulencias. La hediondez es fuerte allí donde se reúnen.
Las pingüineras son permanentemente sobrevoladas por albatros, cormoranes y cara cara que, apenas pueden, roban huevos o crías que luego devoran a pasos de sus madres. Los pájaros más emblemáticos, sin embargo, son los Upland Goose, gansos típicos de allá, muy dados a la vida en familia y cuyos hígados usan los isleños para preparar paté. Las orcas, continuando la cadena alimenticia, llegan hasta las rompientes persiguiendo cachorros de leones y elefantes. Las ballenas asesinas aparecen muy temprano, a eso de las cuatro de la madrugada, aunque se guardan lo mejor del espectáculo para poco antes de las seis, cuando asoma el sol.
No hay árboles en estas islas. El viento no lo permite. Hay pastos, musgos y arbustos. Hay unos riachuelos angostos y perfectamente encajonados que serpentean ocasionalmente entre las praderas, y canales y lagos secos repletos de piedras, como si el agua se hubiera congelado en roca, y luego estallado en millones de esquirlas. Las explicaciones para este fenómeno varían, pero todas se remiten a millones de años atrás.
En las colinas de Darwin está el cementerio argentino con sus 230 cruces blancas. La grueso de las bajas en el conflicto armado de 1982, no se produjo en tierra. El hundimiento del Belgrano aportó la mayor parte de los más de 600 muertos que les dejó la Guerra de las Malvinas. Cerca del cementerio está Goose Green, uno de los cinco campos de batalla en que se enfrentaron ingleses y trasandinos. Son pastizales duros en los que sopla un viento helado y persistente. Si ahora, en verano, el frío era insoportable, la noche del 28 al 29 de mayo de 1982, en pleno invierno, bajo un sudario de nieve, debe haber sido inimaginable. Aún pueden verse pequeñas trincheras de un metro por un metro, ya muy cubiertas de tierra y hierba, de las que nadie ha osado sacar las frazadas con las que esa noche se cubrió un conscripto de 20 años de edad, si no menor. Su presencia ahí devuelve al instante en que la abandonó. Todo indica que la estrategia de los argentinos le resultó entre amateur y absurda a los legendarios ejércitos del Reino Unido. Al menos a mí, que tengo un buen número de amigos porteños con los que siento tanta o más cercanía que con muchos connacionales, se me secó la garganta imaginando el desamparo y terror que deben haber sentido esos muchachos regalados a la muerte. Me los figuré temblando en esos páramos, sin saber a quién llamar, con quien compartir el miedo, preguntándose qué diablos hacían ahí, mientras por el lugar menos pensado podía aparecer un gurca que les clavara una bayoneta en el cogote. Fowill resucita esas angustias y desconciertos en su novela Los Pichiciegos. Las trincheras individuales no estaban tan cerca las unas de las otras. Sólo a los gritos se hubieran podido comunicar, y ahí gritar es delatarse. Tras la rendición, 1500 de ellos fueron recluidos como prisioneros en unas barracas mal olientes que hasta hoy se utilizan para trasquilar ovejas. Los chilenos no tenemos ni recuerdos de haber participado en una guerra. La última fue la Guerra Civil de 1891. No, al menos, con ejércitos que se enfrentan, porque de violencia y crímenes militares, claro que tenemos recuerdos.
Las Falklands son unas islas alucinantes. La vida cotidiana de un pueblo pequeño se pierde entre las ambiciones y cálculos de potencias internacionales. Para un importante país del norte tener territorios en el extremo sur, ha de ser altamente atractivo y no una chacota. Para los argentinos, que no tienen precisamente una historia de gran amistad con los ingleses (invadieron Buenos Aires a inicios del siglo XIX), ver estas islas que consideran propias en manos de los anglosajones, no les ha de causar ningún orgullo. Menos ahora que se está hablando mucho de petróleo en la zona. La versión oficial de los kelpers es que no se trata de gran cosa. Argumentan que el petróleo que hay está a demasiada profundidad, lo que encarece mucho su extracción. Nadie niega, sin embrago, de que existe por ahí. De hecho, hay trabajos en curso. Las soberanías pesqueras son otro punto de controversia. Al interior, mientras tanto, tienen un gobierno propio. Hay un parlamento electo de ocho miembros que, como es fácil deducir, no necesitan usar letreros en sus campañas. El tiempo le alcanza a los candidatos para hablar con cada uno de sus electores. Por lo demás, se conocen todos. El gobernador inglés tiene su pequeño mundo aparte. Es una autoridad pasajera que para las fiestas sale con un atuendo militar que lleva plumas en el gorro. Su rol, me explican, no es ejecutivo. Hace un poco las veces de la reina en Inglaterra. Debe visar, eso sí, las decisiones del gobierno local, aunque se supone que no las discute. En Las Falklands circula un dinero propio, la Libra de las Falklands, impreso especialmente para ellos. En sus monedas, sin embargo, figura la reina Isabel II y tiene paridad con la de Gran Bretaña.
Las Falklands o Malvinas, están ubicadas a más de 700 km al noroeste del Cabo de Hornos. Son una reserva de vida marina extraordinaria. El archipiélago posee 776 islas desperdigadas. En una de ellas, una mujer que perdió el juicio, vivió encerrada por su marido durante siete años sin poder salir, y soportando los golpes que él diariamente le propinaba. Hoy deambula por algunos restaurantes de Stanley, apaciblemente, y le gusta hacer reír. Cuadras más allá vive su ex marido. Nadie roba. En la cárcel hay cinco presos, la mayoría por abusos sexuales bajo efectos del alcohol. Se trata de una comunidad amable, tranquila, british. Los jóvenes son pocos. Muchos de los que se van a estudiar fuera, no vuelven. Muchos de los que llegan a pasar una temporada, se quedan. Son islas del fin del mundo.