Yo dirijo una revista que, junto a otros amigos, fundamos el año 1998, pocas semanas después de que Pinochet fuera detenido en una clínica de Londres, por orden del juez español Baltazar Garzón. La revista se llama THE CLINIC, y nuestro logo es una réplica casi exacta del cartel que cuelga en la entrada de The London Clinic, donde el dictador llegó a operarse de una hernia, según cuentan, motivado por su amiga Margaret Thatcher.
En sus comienzos, en realidad, no era una revista; era un panfleto sin futuro que salió a las calles, en último término, para festejar el enjuiciamiento a Augusto Pinochet. El hombre lucía entonces el cargo de senador vitalicio. Habían pasado casi diez años desde la recuperación de la democracia, y ese mismo individuo que clausuró el Congreso a balazos, por aquellos días ocupaba un escaño de honor en su interior, sin que nadie lo eligiera, sencillamente porque así lo determinaba la constitución política vigente, diseñada, por cierto, durante su mandato.
La transición democrática estuvo marcada por el miedo. Fue liderada por una generación que luego de intentar transformaciones profundas, conoció de cerca los rigores del golpe de estado. Retomaron el poder con el terror latente de lo que habían vivido, y con la sensación, en el fondo, de que antes se les pasó la mano, de que los militares –aunque con una brutalidad inconcebible-, reaccionaron frente a tanta irresponsabilidad revolucionaria. Hay una viñeta de El Roto que dice “sé que di mi vida por una buena causa, pero no me acuerdo cuál era”. La Guerra Fría llegaba a su fin. Debían ponerse de acuerdo, como si fuera poco, demócratas cristianos partidarios del golpe, con upelientos (como se le llamaba despectivamente a los defensores del gobierno de la UP, o Unidad Popular) que arrastraban toneladas de muertos, torturados y exiliados.
La dictadura de Pinochet fue desconcertante y traumática para Chile. La intervención de los militares era una posibilidad cierta a comienzos de los setenta, con la que muchos jugaban sin tomarle verdaderamente el peso, como si al final todo pudiera arreglarse con empanadas y vino tinto, según decía el compañero presidente. Por eso cuando los milicos salieron a matar, sacaron gente de sus casas, abrieron campos de concentración y tortura, y el sálvese quién pueda retumbó como un campanazo en el desierto, lo que se experimentó fue algo semejante a un electro shock. La verdadera revolución en Chile no la hizo Salvador Allende, sino Augusto Pinochet. Fue él quien produjo un corte radical en la historia. Esta vez la guillotina estuvo en manos de la derecha.
Terminando 1998, hacia el ocaso del gobierno de Eduardo Frei Ruiz Tagle, nuestro país había experimentado un excitante crecimiento económico. Hasta antes de la Crisis Asiática, se conoció la plata dulce. Surgieron barrios de clase media con sus respectivos mall. Analistas hiperventilados decían que nos habíamos convertido en “los jaguares de América Latina”. La apertura a los mercados externos no llegó aparejada de un mayor diálogo cultural con el mundo. Pinochet seguía presente en la vida política. La derecha completa era pinochetista. Casi todos los que hoy gobiernan, le rendían pleitesía, lo visitaban con regalos el día de su cumpleaños y le cantaban “pero sigue siendo el rey”, el estribillo de la famosa canción mexicana de José Alfredo Jiménez, popularizada por Pedro Vargas.
Nadie realmente imaginaba que Pinochet pudiera ser detenido. Los Tribunales de Justicia eran un atolladero de denuncias por violaciones a los derechos humanos no resueltas. Aparentemente, no existía poder capaz de poner al dictador en su sitio. Tiendo a pensar que ni siquiera los más activistas, los familiares de los detenidos desaparecidos, lo creían realmente posible. Sus reclamos tenían, por lo mismo, un tono trágico, algo de coro griego.
El radio de influencia del tiranuelo excedía por mucho sus batallas expresas. Su presencia imponía mágicamente los límites de lo posible. Conseguir “la justicia en la medida de lo posible”, fue la máxima con que Patricio Aylwin, el primer presidente del retorno a la democracia, se propuso enfrentar el pasado. Con la perspectiva del tiempo, resulta evidente que Pinochet determinaba esa medida. Pero no sólo señalaba esa frontera, sino muchas más. Tras una década de democracia, aún no había ley de divorcio, era penada la sodomía, había senadores designados, existía censura cinematográfica. “La Ultima Tentación de Cristo” circulaba en grabaciones clandestinas y grupos de sediciosos se reunían a verla en secreto. La película se convirtió en un mito, y convengamos que no es para tanto.
La televisión no sólo era mala, como sigue siendo, sino además pacata. Si asomaba una teta era motivo de debate nacional. Se discutía en cámara la pertinencia o no de las relaciones sexuales pre matrimoniales. Aparentemente Chile parecía un convento, cuando en todas las esquinas estaban abriéndose burdeles. El reclamo cultural, a finales de los 90, era por más tolerancia. Cualquier diferencia se consideraba una rareza. Las opiniones que salían de la norma caían en el saco de “las irreverencias”. Nuestro panfleto quincenal, The Clinic, era eso: irreverente.
El 16 de octubre de 1998, cuando obedeciendo una orden de captura del juez Garzón, los bobbies ingleses se apersonan en la pieza de Pinochet convaleciente para comunicarle que se hallaba bajo arresto, acá tardamos en digerir la noticia. Los periódicos no titularon a la mañana siguiente “Detenido Pinochet en Londres”. Durante un par de días enredaron la perdiz. La prensa estaba enteramente en manos de sus partidarios. No explotó, de buenas a primeras, un carnaval por las calles. Primó la contención, o la perplejidad. Los pinochetistas se volvieron locos. Mantuvieron los meses que duró el juicio piquetes de fanáticos gritando en las puertas de las embajadas española y británica. Personajes públicos salieron llamando a no consumir whisky para boicotear a los malditos británicos, lo único que no se le puede pedir a la alta burguesía. Donar dinero para ir en su ayuda sí, pero dejar de tomar whisky, por ningún motivo. Un diputado se declaró en huelga de hambre hasta que liberaran a su general. Duró apenas una noche, pero de ese nivel de desquiciamiento estamos hablando. No faltaban quienes aseguraban que más allá de nuestras fronteras, el planeta estaba enfermo.
Fue por esos días que con un grupo de amigos sacamos The Clinic. Eran cuatro páginas que distribuíamos a través de conocidos, en bares, pequeñas salas de cine, librerías cómplices, etc., etc. Mientras los diarios editorialmente lamentaban esta falta de respeto a la soberanía, esta transgresión a nuestra dignidad patria, y argumentos iban y venían, con el gobierno de centro izquierda encabezando la campaña de rescate al dictador, nosotros hicimos de su captura una fiesta. Le disparábamos a todo lo que oliera a pinochetismo, con el desparpajo de unos mocosos a los que les quitan una mordaza. El intocable ahora era un anciano que se orinaba en los pantalones. El monstruo tras la cortina se revelaba como un vulgar delincuente en problemas. Sus redes de protección chilenas no tenían ningún poder allá. El que acá lo podía todo, allá no entendía ni lo que le decían. Muchos de los que ahora gobiernan, viajaron a visitarlo, a darle su apoyo. Nuestra primera portada estuvo dedicada a Baltazar Garzón. Hoy nos parece un monumento a la ñoñería, pero entonces causó incluso escándalo: Acicalarse chiquillas “GARZÓN VIENE A CHILE”.
La detención de Pinochet en Londres fue un hecho determinante para nuestra historia reciente. Tuvo que ser un juez español el que viniera a exorcizarnos de esa especie de demonio que no nos atrevíamos a encarar. Nos trajo la buena nueva de que la justicia no respetaba las fortalezas que un criminal fuera capaz de construir para protegerse. Se trató de una pésima noticia para todos los dictadores del mundo y de un impulso inconmensurable para nosotros, los chilenos, en el camino de reconstrucción de nuestra democracia. El mismo día que fue arrestado, algo empezó a cambiar por estos lados. Fue el comienzo del fin del prestigio que aún conservaba en Chile Pinochet. Después vinieron sus cuentas en el banco Riggs, que lo delataron también como ladrón de pacotilla. No alcanzó a ser condenado por sus crímenes de sangre, es cierto, pero ya nadie podría referirse a él omitiendo el escarnio que la comunidad internacional lo obligó a sufrir.
No se trata de andar endiosando a nadie, pero el juez Baltazar Garzón, hoy acusado de imputaciones que a muchos nos enorgullecerían, fue el hombre providencial para una sociedad que se hallaba en falta con sus deudos, amarrada de manos, entumida por equilibrios perversos, incapaz de mirar de frente la humillación en que la tuvo sumida el miedo a ese terrible padre castigador.
Muchísimas gracias, juez Garzón. Difícilmente llegará a entender usted lo que hizo por Chile. El panfleto del que aquí les he contado hoy es la revista más leída del país. Ya no le tememos a monstruo alguno. Le debemos el haber encendido la luz cuando aún su sombra nos causaba tiritones.