Patricio Fernández

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. Escritor y periodista. Director y fundador de la revista The Clinic y theclinic.cl. Además, se le puede escuchar todas las mañanas en radiozero.cl.

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Patricio Fernández

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Los Neonazis y el crimen de Daniel Zamudio

Por: | 30 de marzo de 2012

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El martes 27 de marzo, a las 19.45 hrs, mientras buena parte de la ciudad de Santiago se encontraba sin luz a causa de un corte en el suministro eléctrico, murió el joven Daniel Zamudio. Veinticinco días antes, mientras dormía la borrachera cerca de un árbol del Parque San Borja, al final de una fiesta, cuatro tipos de más o menos su misma edad (24 años), lo golpearon brutalmente durante largo rato. El motivo: su condición de homosexual.

  Acusados

Recién detenidos, y aún sin imaginar que su víctima moriría días más tarde, los neonazis entregaron su versión de los hechos. Dos de ellos tenían antecedentes de ataques xenófobos contra peruanos, otro acumulaba delitos comunes, y sólo uno mantenía limpio su prontuario. No es necesario aclarar que ninguno de la patota era de sangre aria. Raúl López Fuentes, uno de los inculpados, hizo un relato descarnado de lo que había sucedido, aclarando, eso sí, que él sólo le dio “un par de patadas en las piernas y cabeza”. Dijo que “el muchacho sangraba por la nariz y por la cara. Alejandro (otro acusado) le rompió una de las botellas en su cabeza, y como ya estaba muy inconsciente viene el ‘Pato Core’ (Patricio Ahumada Garay) y le marca con el gollete una svástica, que es signo nazi”.

“Alejandro Angulo Tapia (26) agarró una piedra grande que estaba ahí y se la tiró en la guata unas dos veces, después la tomó y se la tiró en la cabeza. Después, Fabián Mora Mora (19) tomó la piedra y la lanzó como 10 veces en las piernas de la víctima”. López Fuentes agregó que “hicieron como una palanca y ahí se quebró, sonaron como unos huesos de pollo, y como ya el muchacho estaba muy mal, nos fuimos cada uno por su lado”.

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La bestialidad del hecho generó conmoción pública. De todos los sectores salieron a condenar el espanto, y, a medida que el estado de salud de Daniel Zamudio se agravaba, la sensibilidad fue en aumento. Por las redes sociales se repetían mensajes del tipo “¡Fuerza Daniel!” , “Estamos contigo”, etc., etc. Luego de un paro cardíaco vino la inminente muerte cerebral. A un cierto punto, todo indicaba que el daño neurológico era inmenso e irreversible. De sobrevivir, lo más probable era que terminara vegetal. A las puertas del hospital en que se encontraba llegaron muchos a hacer vigilia y prender velas. Parecía que Chile entero reaccionaba ante la intolerancia homofóbica, cuando tan sólo semanas antes la mayor parte de los parlamentarios oficialistas se habían manifestado en contra de una ley antidiscriminación. Temían que luego sirviera para exigir legalizar el matrimonio gay. Algo parecido ocurre por estos días con la negativa a legislar sobre el aborto terapéutico, esta vez por temor a estar avanzando hacia una legalización del aborto a secas. Chile tiene, al respecto, una de las legislaciones más restrictivas del mundo. Ni siquiera la mujer a la que se le ha diagnosticado un feto inviable, de vida imposible, más un engendro que un proyecto humano, puede decidir interrumpir su embarazo. En materia de respeto a las libertades individuales, continuamos en el Pleistoceno. Sospecho que somos el orgullo del Vaticano.

 

El crimen de Daniel Zamudio, la crueldad exhibida ahí, la barbarie, la impiedad, ha llevado a que algunos pidan las penas del infierno contra los agresores. Los familiares de la víctima, sin embargo, se han encargado de insistir en que no es ése el sentimiento que a ellos los embarga. Diego, su hermano mayor, declaró que no le interesaba responder con la misma moneda. La justicia dista mucho de la venganza.

  

Mañana viernes, a las 11.30hrs de la mañana, Daniel será enterrado en el Cementerio General de Santiago. El cortejo arrancará desde la puerta de su casa, en la calle “El Trovador”, donde durante todo el día de hoy han sido cientos los que han llegado a dejar una flor, un cartel, o encender un cirio. El presidente de la república, que se halla de gira por Oriente, envió a su edecán a entregar las condolencias, y pidió ponerle urgencia a la tramitación de la ley antidiscriminación, hoy conocida como Ley Zamudio. Está por verse cómo harán sus antiguos detractores para seguir combatiéndola o, lisa y llanamente, darse vuelta la chaqueta. No es fácil para un político llevarle la contra a la opinión pública, por muy veleidosa que ésta sea.

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El féretro hará un largo recorrido por la capital antes de llegar al nicho. Pasará frente a la Pérgola de las Flores (privilegio de los notables), y las floristas le darán una inmensa lluvia de pétalos. Serán muchísimos los que saldrán a las veredas para despedirlo, la mayoría de ellos horrorizados por un acontecimiento que, a decir verdad, está bien lejos de ser el primero en nuestra larga lista de abusos sectarios. Otros han quedados dañados de por vida por sesiones de tortura, si no iguales, bien parecidas, y apenas han hecho noticia. El pueblo mapuche tiene hartas historias al respecto, y ni hablar de los travestis callejeros, los inmigrantes de tez morena, “los raros”, para usar el título de un libro en que Rubén Darío se refiere a sus autores favoritos.

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Está por verse cuánto dura esta corriente respetuosa. Una señora mayor, entrevistada en la calle, se preguntaba ante las cámaras que, si a él lo habían matado a golpes por ser como era, “¿a mí me pueden matar por viejita?”. No fueron pocos aquellos que percibieron en este “crimen de odio” una amenaza. Un amigo comenzó a temer por su hijo down. ¿Y si a uno de estos canallas les da por maltratarlo?

En fin, los homosexuales pueden hoy, paradójicamente, deambular más tranquilos que ayer. Lo que ocurrió no fue una violencia nueva, aunque muchos por primera vez se dignaran verla, aquilatarla, tomarla en serio. El MOVILH (Movimiento de Integración y Liberación Homosexual) -organización a quien la familia de Daniel Zamudio le entregó la vocería durante todo lo que ha durado este calvario-, recién ayer, para un porcentaje nada despreciable de compatriotas, era visto como un grupo de izquierdistas degenerados. Tuvieron que pasar cerca de 30 años para que se les comenzara a mirar con la atención y deferencia que merecían. En sus anales son numerosísimos los casos de maltratos, violaciones de derechos y abusos de todo orden que han debido atender y denunciar, recibiendo, por lo general, el desdén como respuesta. La barbarie neonazi, si bien ha contado en estas tierras extremeñas con representantes supuestamente cultos y hasta admirados por lo que ciertos bobos consideran una excentricidad, no es, en mi parecer, el centro del problema. Estos asesinos que se hacían llamar así, en último término, pertenecen a las huestes del lumpen, la ignorancia, el abandono y el resentimiento. Desde siempre, la carne de cañón, los carniceros de todo fanatismo. Sus biografías están llenas de una violencia para nada teórica.

Lo realmente de temer son aquellos comportamientos y convicciones que, desde lugares de prestigio e influencia, pregonan la superioridad de unos sobre otros, dividen el mundo entre rectos y desviados, desprecian lo desconocido, condenan lo “anormal”, y juran saber cuál es el modo en que debemos vivir, sin conceder derecho a réplica.

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La Insatisfacción chilensis

Por: | 16 de marzo de 2012

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Anoche fui a un concierto de Joe Cocker. Nunca he sido muy de ir a conciertos, pero últimamente han pasado por Santiago algunos imperdibles. Durante las últimas tres semanas he asistido a tres: Morrissey, Roger Waters y ahora Cocker. Todos a estadio lleno. Acá no hay crisis económica. Decir que son tiempos de bonanza sería exagerar, pero en los grandes números, esos en los que los individuos se pierden y las realidades simplifican, se supone que no andamos tan mal. El desempleo es bajo; la vida, sin embargo, se ha encarecido de manera significativa. La comida ha subido su precio. Por una coliflor que recién costaba doscientos o trescientos pesos, hoy pagamos más de mil en cualquier verdulería de barrio. No es esto, en todo caso, lo que tiene revuelto el ambiente.

Porque el ambiente, sin duda, está revuelto. Un buen lote de liceanos, numeroso pero no multitudinario, salió ayer a protestar por el centro de la capital. La intendencia no los había autorizado a marchar –por no cumplir los plazos requeridos para el permiso, según argumentaron-, y, como era de esperar, la protesta terminó en enfrentamientos, gases lacrimógenos, detenciones y destrozos. Camila Vallejo, la más emblemática de los dirigentes universitarios del año pasado, encabezó junto a otros militantes de las juventudes comunistas la toma de la sede de la Udi, el partido pinochetista por excelencia de la coalición en el poder, según algunos, para no perder protagonismo en una jornada de movilizaciones que no la involucraba. Los más altos dirigentes del PC aseguraron que no compartían esas formas de lucha, aunque para nadie es un misterio que en esas organizaciones tan jerarquizadas nadie actúa por su cuenta así como así.

 

No se trató, en lo que a la capital respecta, de una día particularmente inquietante, pero tampoco apasible. Horas antes de los disturbios sociales se discutió en el parlamento la “idea de legislar” acerca del aborto terapéutico. En Chile, para quienes no lo saben, interrumpir incluso el embarazo de un feto inviable constituye delito. Si una mujer lleva en su vientre un engendro desprovisto de toda posibilidad de vivir, algo más parecido a un tumor que al sueño de un niño “defectuoso” -el embarazo, digamos, de una muerte irremediable-, debe parirlo igual. La palabra “aborto” se halla tan satanizada por estos lados, que la esperanza de un milagro continúa pesando más que cualquier argumento científico.

El gobierno declaró que era pro vida y que estaba “en contra del aborto, incluyendo el así llamado terapéutico”. Su ex vocera, Ena Von Baer -actual senadora designada en reemplazo de otro parlamentario llamado al gabinete-, aseguró que la mujer en estado de gravidez “presta el cuerpo”, por lo que no tiene derecho a terminar con una existencia sagrada. En las redes sociales la ‘hicieron bolsa’, como decimos por acá cuando a alguien se le ataca con saña hasta dejarlo tendido en la lona, siendo que a decir verdad, esta ultra conservadora no hizo más que verbalizar el argumento final de quienes piensan que el feto, a partir de la gestación, merece consideraciones que exceden a la madre. El asunto es que, todo indica, la mayoría del parlamento se negará incluso a la posibilidad de poner el asunto en tabla. Somos, al respecto, uno de los países más atrasados del mundo. “Nos metieron mucho Concilio de Trento/ Mucho catecismo litúrgico”, escribió el poeta Maquieira. “Y tanto le debíamos a los Reyes Católicos/ Que acabamos con la tradición/ Y nos quedamos sin sueños/ Nos quedamos pegados/ Pero bien constituidos;/ Matrimonios bien constituidos/ Familias bien constituidas./ Y así, entonces, nos hicimos grandes:/ Aristocracia sin monarquía/ Burguesía sin aristocracia/ Clase media sin burguesía/ Pobres sin clase media/ Y pueblo sin revolución”.

No viene al caso argumentar, para aquellos que habitan donde el debate se ha dado con creces, las razones para respetarle a una mujer la libertad de disponer de su cuerpo.

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En Aysén, 1625 kilómetros al sur de Santiago, una de las ciudades más importantes de la Patagonia chilena, la cosa está que arde. Cuenta con cerca de 36.000 habitantes, de los cuales en torno a un 10% vive en sectores rurales, algunos de ellos tan aislados, desvalidos o aventureros, que la imaginación novelesca, de pretender recrear sus condiciones, tendría que renunciar a la verdad para volverse creíble. El sacrificio abismante de sus pescadores, no tiene recompensa. Todo es carísimo en esa región extrema. Todo es difícil.

Han hecho lo posible por negociar con el gobierno un acuerdo que les facilite la existencia, mientras grandes inversionistas, sin considerar verdaderamente la opinión de los lugareños, gastan migajas en convencerlos de que cualquier moneda extra es un beneficio inconmensurable, al mismo tiempo que las auténticas riquezas de la zona, su patrimonio natural, sus árboles catedralicios, sus ríos soberanos y descontrolados, caen bajo el dominio de inversionistas que sólo saben de rentabilidades huidizas y ajenas.

Hoy, la gente de Aysén se halla en pie de guerra. El gobierno les pidió desbloquear los caminos y terminar con las manifestaciones callejeras antes de negociar. Ellos aceptaron. Cuando se les tildó de violentistas, respondieron “no, no somos violentistas”. Simpatizantes de los más diversos sectores políticos, muchísimos de los cuales votaron por Sebastián Piñera, están unidos bajo esta causa común. El mismísimo senador Horvath, del partido del presidente, ha reconocido que la demandas de los ayseninos son justas. Las negociaciones han sido pésimamente mal llevadas. Reina la torpeza. La obsesión del gobierno por el “orden público” le impide empatizar con las demandas más sentidas de la zona.

La furia se apoderó una vez más de la Patagonia. La Moneda está repitiendo aquí los mismos errores que el 2011 cometió con el movimiento estudiantil. Nuevamente, su diagnóstico se limita al ámbito de la disciplina, al convencimiento de que una buena administración es aquella que no permite desbordes en la fila. Todo esto mientras acá, en el país más lejano del mundo, el hambre democrática muerde hasta las piedras.

Cuanto acontece es virtuoso. A ratos, como es natural, esta fuerza se revela sin delicadeza. Más burdo, en todo caso, es no entender que se trata de una energía dignificante. Son cada vez menos los dispuestos a soportar el acontecer como una condena. El asunto es contradictorio: como hemos avanzado, ya no bastan las migajas. Décadas atrás, entendíamos por democracia recuperar la posibilidad perdida de elegir a nuestros gobernantes. Habiendo tanta pobreza, el chorreo de los ricos era un lujo. Se supone que nos casábamos vírgenes. Como ni el divorcio estaba permitido, en lugar de separarnos jugábamos con la ficción de no haber estado nunca juntos. Bastaban unos testigos que aseguraran que nada había ocurrido en realidad. No existían los sacerdotes perversos. El Papa era el mejor hombre del mundo. En las casa de las poblaciones marginales, su foto reemplaza frecuentemente la de Cristo mismo. Llegaban pocos libros. La prensa local era casi tan restrictiva como sigue siendo, pero sin internet. Endeudarse era una ventana desconocida a bienes inalcanzables. Hasta que nada fue tan bello, y asomados a la pandereta, pudimos ver la cordillera.

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Antes de dormir

Por: | 13 de marzo de 2012

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Durante la tarde, Rivera, un ex compañero de colegio al que no veía hace muchos años, me contó que estaba jodida la cosa. Que los empleados ya no se conformaban tan fácilmente. A él le parecía bien. Consideraba que Chile había dado un paso. Le hablé de otros países de América Latina. “No jodas, me dijo, no es lo mismo. Acá la gente está pidiendo más.” Y aunque me molestó la soberbia de su respuesta, tenía razón. Latinoamérica es un continente extraordinario. Injusto. Excéntrico. En determinados rincones, tan simpático como escandaloso. Algunos podrán reírse de Chile. Somos los más aburridos de todos. Apenas bailamos. Nacemos con las caderas y los hombros apernados. No tenemos carnaval. Los mapuches no la olvidan, pero el resto perdimos la historia. No somos tan malos. No sabemos lo que somos. Ya no estamos llenos de pobres. Es todo muy discutible, pero no miserable. Campea la inseguridad, pero no los mendigos. La desigualdad es inmensa. Hay ricos riquísimos, y endeudados a morir. Pero tiene razón Rivera: aquí suceden cosas que ya nadie está dispuesto a soportar. Ni siquiera el último pelafustán.

Un nuevo año político y la carta de Roger Waters

Por: | 09 de marzo de 2012

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Recién comienza el año político en Chile. Acaba de terminar el período de vacaciones, y el primer estallido de movilizaciones sociales, no vino del lado de los estudiantes. El 2012 fueron ellos los que hicieron noticia. Camila Vallejo, su rostro más emblemático, llegó a ser elegida personaje del año por The Guardian, y recientemente, junto a Michelle Bachelet, una de las 100 mujeres más valientes del mundo para la revista Newsweek. Cómo miden la valentía, no lo sé.

Alcanzaron a salir cerca de 200.000 personas a la calle apoyando estas demandas. Prácticamente todos los colegios públicos y los subvencionados estuvieron en paro, y lo mismo con las universidades. Muchos de estos recintos se mantuvieron durante meses en toma. Hubo cerca de cincuenta marchas numerosas convocadas por la CONFECH -Confederación de Estudiantes de Chile-, en un comienzo admirablemente pacíficas, pero con el paso del tiempo, con el desgaste, la frustración y las rencillas, sin nunca perder enteramente su encanto, le cedieron territorio a los slogans rimbombantes y a la rabia irracional.

El movimiento no terminó contento con sus logros que, de hecho, en lo gremial de sus demandas, se limitaron a un aumento de recursos para engordar el mismo sistema. El gobierno no movió un centímetro la ruta por la que avanza el modelo educacional chileno. ¿Neoliberal? Si la batalla llegara hasta aquí, quizás habría que decir que la educación pública perdió. Hoy es menos apetecida por quienes concretamente buscan un colegio o una universidad. Apenas acomodando los argumentos, la oferta privada podría publicitarse como un lugar donde aprender en paz.

De ahí que sea tan importante lo que acontezca este año que comienza. El reclamo por una mejor educación para todos, sin distinción, fuera de los márgenes de los nichos de negocio, es un reclamo tan pendiente hoy como el día de la primera marcha. Pero es apenas una de las formas que el virus del inconformismo social chileno podría tomar en lo sucesivo.

Las primeras movilizaciones sociales este año se produjeron en Aysén, una ciudad de la Patagonia chilena, la misma donde Endesa, empresa supuestamente española, aunque por esos tinglados del movimiento de corporaciones y capitales, harto italiana, (hasta donde entiendo), asociada con otra gran empresa nacional, aspiran a construir Hidroaysén, un complejo de centrales hidroeléctricas que también ha sido resistido con protestas numerosísimas, y por la mayoría de la población, según indican las encuestas. Esta vez, sin embargo, Aysén se halla sublevado por otros motivos: reclaman que la vida allá es carísima, que el combustible cuesta muchísimo más que en Santiago, que viven en el abandono.

En Chile, el poder y la riqueza se hallan extremadamente concentrados. Conglomerados que se cuentan con los dedos de una mano poseen en torno al 80% del producto. Según Forbes, las cuatro principales fortunas del país suman más de cuarenta mil millones de dólares. Entre ellas está la del Presidente de la República. Todos viven en Santiago.

Las regiones funcionan poco menos que como predios de la capital. Tienen un bajísimo nivel de autogobierno. No eligen a sus principales autoridades. Sus destinos los decide un patrón, en todo sentido, distante. El intendente vendría siendo algo así como un capataz de La Moneda en los campos apartados. A un costado de donde se extrae o refina el petróleo, la bencina es más cara que en el lejano Santiago. Los pehuenches que vendieron sus tierras ancestrales para construir la central del Alto Bio Bio a fines de los 90, hoy gastan buena parte de sus ingresos en pagar las cuentas de luz. Inundaron sus cementerios, vieron salir a flote los huesos de sus antepasados y hoy viven en cotas altísimas de la Cordillera de los Andes, donde apenas las piedras resisten los rigores del invierno.

Es esperable que la fiebre democratizadora que desde hace algún tiempo cunde entre los chilenos, tome la forma de protestas regionales. A mí no deja de extrañarme que ciudades como Calama, de cuyos alrededores –donde está Chuquicamata, la mina de cobre a tajo abierto más grande del mundo, cuentan en la escuela- proviene buena parte de la fortuna del país, no se conviertan en pujantes y atractivos polos de desarrollo. En el origen de California está la fiebre del oro, y alrededor de las pepitas crecieron el comercio, los servicios, inteligencia y literatura. El cobre de Calama, en cambio, se va por un tubo, como si tuviera que huir lo antes posible de ese peladero indeseable que es el desierto de Atacama. El alcalde de la ciudad ya dijo que por allá comenzarían luego las protestas.

La llegada de grandes empresas con capitales ajenos al lugar, es poquísimo lo que le aporta al crecimiento del sitio donde se instalan. Es más, en buena medida neutralizan las fuerzas locales. Los almacenes sucumben ante las cadenas de supermercados. Las técnicas de construcción autóctonas son caras al lado del uso de placas prefabricadas a gran escala. La originalidad, en vez de recibir un impulso, choca con la lógica de la producción en serie y las mayores rentabilidades inmediatas.

Ahora resulta que hasta el uso de las semillas de los cultivos tradicionales debe pagar una patente a no sé qué magnate que les compró el alma, por obra y gracia de un mercado incomprensible. Como si el mundo estuviera volteado, la periferia subvenciona al centro y los aislados a los confortables. Un cuento repetido, en realidad, pero que por momentos recupera su capacidad de escandalizar.

Los habitantes de Aysén se aburrieron. Pagan por vivir en el frío precios de lujo. Conste que se trata de una región derechista, con una mayoría que votó por Piñera y un segmento de la población, entre los que se cuentan varios de los más exaltados, que proviene de ex marinos y militares de la era pinochetista. La carretera que unió Aysén al resto del país, la Carretera Austral, comenzó a ser construida en tiempos de la dictadura. Fue, en gran medida, una obra del ejército. Pinochet admiraba a los emperadores romanos (sus hijos se llaman Augusto y Marco Antonio), y como ellos, dejó su propia via Apia. Algunos de esos colonos militares estaban hasta ayer enfrentando a los carabineros de las fuerzas especiales que el Ministerio del Interior ha enviado para mantener el orden público. Según reporteó un periodista de la revista The Clinic, combaten de manera profesional a la policía que los reprime. Tienen tipos encargados de neutralizar las bombas lacrimógenas, recogiéndolas en cuanto son lanzadas y echándolas en baldes con agua. Descubrieron el grifo donde se abastecía el “Güanaco”, o lanza aguas, y rodaron el hilo de su boquete. Desde entonces, el “Güanaco” debe viajar largas distancias para licuar su barriga. Durante los últimos días se llegó a una tregua y los ayseninos desbloquearon los caminos. Precisamente hoy, el ministro de energía se halla reunido por segundo día consecutivo en una mesa negociadora con los representantes del movimiento social. Las últimas informaciones no hablan precisamente de llegadas a puerto. 

La protesta de estos patagónicos bien podría constituir la primera de varias rebeliones provinciales, siempre de origen ciudadano y desprovistas de una institucionalidad democrática que las conduzca. Mal que mal, como reclaman allá en el sur, no tienen interlocutores válidos en sus respectivas administraciones. Sus gobernadores, como en el Chile de la colonia, provienen de la metrópoli. A la discusión sobre el sistema político y electoral que ocupó parte de los titulares durante el 2011, debiera este año sumarse con fuerza el reclamo por la descentralización. Algo tienen que decir los habitantes de un terruño sobre el destino de lo que ahí acontezca.

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P.D.: El sábado 3 de marzo se realizó en el Estadio Nacional el concierto The Wall, de Roger Waters. Fue verdaderamente fenomenal. Se lo dedicó a Víctor Jara, al cura Woodward y a todos los detenidos desaparecidos de los tiempos de Pinochet. También leyó un papelito en el que decía: “Presidente, escuche a su pueblo”. Mientras estuvo en Chile se reunió, entre otros, con Sebastián Piñera. A la salida del palacio de La Moneda, prácticamente no hizo declaraciones. Hoy, 9 de marzo, uno de sus contactos en Chile recibió una carta suya que al músico le interesaba hacer pública. Su traducción ha deambulado por distintos sitios electrónicos y por las redes sociales.

AQUÍ LA CARTA

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Se va el Caimán, se va el Caimán, se va para Barranquilla

Por: | 01 de marzo de 2012

                                                                   Para Ricardo, Jaime, Natalia, Ximena, Carlos, José Luis,                                                                     Milena, Roberto, Mirtha, Alan y los otros chicos y chicas                                                                     del montón.

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    El martes 21 de febrero en la tarde, mientras se realizaba el entierro de Joselito, abandoné Barranquilla, la principal ciudad del Caribe colombiano. Joselito es la encarnación del carnaval, y ese día, tras una vida de cuatro jornadas disolutas, moría de borrachera, alegría e irresponsabilidad. Desde el bus en que partí a Cartagena, vi hombres y mujeres de negro llorándolo de manera histriónica. Eran las últimas energías de una fiesta que horas atrás parecía interminable. Fantásticamente interminable.

 

         Si bien el sábado es el primer día de carnaval (el de la Batalla de las Flores), ya a finales del viernes comienza la parranda. Cunden los sitios con orquestas de cumbia, salsa, ritmos de la Sierra, reggaetón, champeta… Los parlantes salen a las calles. Como siempre hace calor, no hay de qué abrigarse. Está a punto de ser leído el bando que, en nombre del rey Momo, descendiente del Caos e hijo de la Noche, inaugura el tiempo de las leyes prohibidas, ésas que ordenan dejarse llevar sin oponer resistencia, y que de no cumplirse, condenan al “usted se lo pierde”.  “Quien lo vive es quien lo goza”, asegura su lema principal. 

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         Barranquilla es una ciudad inaudita. Arquitectónica y urbanísticamente no es ninguna maravilla. No tiene fecha de fundación. Hacia ese borde del río Magdalena se dirigieron desde fines del siglo XVII los libertos -ex esclavos-, los mestizos, los mulatos. Si Cartagena de Indias era la ciudad de las iglesias y los abolengos hispanos, Barranquilla creció como un refugio para descastados. Durante el siglo XIX se le sumaron inmigrantes judíos, protestantes, sirio-libaneses, palestinos, alemanes e italianos, así como gente del campo y los cerros. Durante la época de la Independencia, se distinguió por el apoyo de sus habitantes a la causa libertadora. Fue la primera comunidad de Colombia en poseer un cementerio universal, donde cualquier muerto tenía cabida. Presume de ser la ciudad más republicana del país. 

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    El sábado de la Batalla de las Flores, desfilan comparsas de enmascarados: las tradicionales Marimondas, los Monocucos (que era como originalmente se ocultaban los ricos que pretendían seducir plebeyas, varilla en mano para espantar a quienes se les acercaran con el fin de identificarlos) y el Rey Momo, pero también avanzan bailando y sudando como unos posesos todo tipo de animales, demonios, curas y monjas ridiculizados, organizaciones de barrios con sus miembros vestidos como cardenales extravagantes, con mitras descomunales y colorinches, plumas y atuendos, personajes de la televisión, la farándula, la guerrilla, los paramilitares…La calle se inunda de fantasmagorías, para convertirse en algo semejante al diván sicoanalítico y teatral de la cultura “costeña”. Uno de los amigos con los que avancé borracho como cuba, ese primer día de carnaval, advirtió que me fuera preparando, porque cuando durmiera, tendría “sueños sabrosos”.

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Y eso que apenas transcurría la primera jornada de las carnestolendas. En lo sucesivo, los espacios públicos y privados conseguirían ir rompiendo parte de sus fronteras. Individuos de todas las edades se reunieron a las puertas de sus casas, con música, cerveza, ron o aguardiente, muchísimos de ellos disfrazados. Allí, el aguardiente es una especie de anís, y el baile prácticamente el estado natural de los cuerpos, un estado en el que los cuerpos se comunican unos con otros, y cada uno consigo mismo.

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En este gigantesco rito sanador, durante el cual el tiempo se suspende, cada cual es quién se le da la gana. Es sabido que la máscara es más lo que muestra que lo que esconde. Los poderes son ofendidos más que los poderosos, porque durante esos días, incluso quienes los ejercen pueden burlarse de ellos. Colombia es un país de clases sociales marcadas. Un cartagenero de clase alta jamás se casaría con una negra del arrabal. Y no obstante, durante estos días, son todos lo mismo, o casi lo mismo. Se realizan múltiples fiestas privadas, algunas que reúnen a lo más selecto de la sociedad bogotana, o “cachacos”, como les llama, algo despectivamente, la gente de la costa. Cada clan tiene su fiesta, pero la ciudad entera también tiene la suya, y en ella todos participan por igual. Un detalle, sin embargo, llama la atención: hasta hoy, la reina del carnaval nunca ha sido morena.

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En algunos poblados de Chile, lo más lejanos que uno pueda imaginar de la sensualidad caribeña, el domingo siguiente a la Pascua, celebran el Cuasimodo. El cura del pueblo, seguido por toda su feligresía, sale en una carreta a repartir la comunión a los enfermos. Pues bien, así como allá la comunidad visita los hogares para llevarle a los que no pueden salir la vida eterna, en el Barrio Abajo de Barranquilla, una orquesta, seguida por buena parte del vecindario enloquecido, se allega a las casas con las puertas cerradas, para llevarles el carnaval. ¡Qué vida eterna ni qué nada! La turba parece gritar “¡aquí y ahora!”

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Un dato maravilloso: en el transcurso de estas jornadas de descontrol, disminuyen los delitos. Hay menos robos y menos muertos que durante el mismo lapso de tiempo en cualquier otro momento del año. Yo no vi nunca, durante los cuatro días, escenas de violencia. Seguro que en otros rincones estaría aconteciendo más de alguna riña de borrachos, pero el ambiente general estaba marcado por la calma. Una locura calma. En mi país, hasta cuando gana un equipo de fútbol aparecen grupos de festejantes que rompen semáforos, saquean locales comerciales y se enfrentan con la policía. Nada más peligroso y explosivo que una sociedad reprimida.

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Es raro lo que sucede en Colombia, una comunidad amable, alegrísima, próxima, pacífica, sana, diría, en la que no cuesta encontrar amigos entrañables, convive con el fantasma de violencia, que cada tanto sale a penar. El carnaval, a su manera, lo exorciza. Incluso las fuerzas criminales son representadas de manera esperpéntica. Años atrás, cuenta Juan Gossain, “harapientos, desnutridos, piojososos, pero con unos horribles fusiles de palo, llevaban en hombros un pedazo de helicóptero hecho de cartón (…) con letras de brocha gorda le habían escrito ‘FAC. Fuerzas Ambrientas de Colombia`” Cuando a uno de los marchantes le hicieron ver que “ambre” no se escribía así , “Ya lo sé, mi hermano –contestó-. Pero es que teníamos tanta hambre que nos comimos la h.” Cierta vez, al palco del presidente Carlos Lleras Restrepo se acercó un personaje de apariencia inofensiva a pedirle permiso para representarle su espectáculo: “Adelante- lo autorizó Lleras, que no sabía ni sospechaba que el pantalón del hombre estaba descosido de la bragueta hasta la espalda.” De buenas a primeras su show consistió en hacer bailar un trompo. “¿Y esa es toda la gracia?”, preguntó el presidente, “No –contestó con aires de triunfo-. En la política, como en la vida, la gracia no está en bailar el trompo, si no en saberlo recoger…” “En ese momento, contó el presidente, usted no se imagina lo que vi.”

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El carnaval es un acto político de proporciones. Existen los grupos que cantan letanías contingentes –“Qué contraste el de mi tierra/ que en su eterna calentura/ hay plata para la guerra/ pero no para la cultura”-, y no faltan los que hacen de sus disfraces una denuncia, pero son los menos. Su verdadero peso político radica en el acto mismo, en el hecho de que mientras dure, no hay autoridad que valga. Viene a recordarle al poderoso que quiera verlo, que bajo los órdenes aparentes, hay fuerzas que no pueden controlar. Mientras dura, la muerte no existe. Alguien lo dijo por ahí: el carnaval sucede lejos de las utopías. No se sustenta en ningún discurso; es lo que es, y dura lo que dura. Como la vida, podría agregar alguien por ahí.

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Ya ha pasado más de una semana desde que regresé a Santiago, y el carnaval de Barranquilla no ha logrado salir de mi cabeza. Ya no son los ritmos musicales, sin embargo, los que retumban. Quizás porque se fundieron todos con las caderas ondulantes, los miles de personajes, el alcohol y la hierba, los sueños y las pesadillas, las conversaciones extraviadas, las complicidades, etc., etc., es que se volvió silencio, como sucede con los grandes libros, que quedan reverberando más allá de sus anécdotas.

A pocos kilómetros de Barranquilla, en las Sierras Nevadas de Santa Marta, los mamos, los más sabios de las tribus de los Coguis o los Arawacos, se internan en cavernas oscuras durante sus períodos de formación. Pasan dieciocho años en total sin ver la luz. Visten enteros de blanco. Buscan la pureza, mientras a una hora de camino, en la ciudad “de los libres”, otros renuncian a la perfección.

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El País

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