Patricio Fernández

Se va el Caimán, se va el Caimán, se va para Barranquilla

Por: | 01 de marzo de 2012

                                                                   Para Ricardo, Jaime, Natalia, Ximena, Carlos, José Luis,                                                                     Milena, Roberto, Mirtha, Alan y los otros chicos y chicas                                                                     del montón.

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    El martes 21 de febrero en la tarde, mientras se realizaba el entierro de Joselito, abandoné Barranquilla, la principal ciudad del Caribe colombiano. Joselito es la encarnación del carnaval, y ese día, tras una vida de cuatro jornadas disolutas, moría de borrachera, alegría e irresponsabilidad. Desde el bus en que partí a Cartagena, vi hombres y mujeres de negro llorándolo de manera histriónica. Eran las últimas energías de una fiesta que horas atrás parecía interminable. Fantásticamente interminable.

 

         Si bien el sábado es el primer día de carnaval (el de la Batalla de las Flores), ya a finales del viernes comienza la parranda. Cunden los sitios con orquestas de cumbia, salsa, ritmos de la Sierra, reggaetón, champeta… Los parlantes salen a las calles. Como siempre hace calor, no hay de qué abrigarse. Está a punto de ser leído el bando que, en nombre del rey Momo, descendiente del Caos e hijo de la Noche, inaugura el tiempo de las leyes prohibidas, ésas que ordenan dejarse llevar sin oponer resistencia, y que de no cumplirse, condenan al “usted se lo pierde”.  “Quien lo vive es quien lo goza”, asegura su lema principal. 

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         Barranquilla es una ciudad inaudita. Arquitectónica y urbanísticamente no es ninguna maravilla. No tiene fecha de fundación. Hacia ese borde del río Magdalena se dirigieron desde fines del siglo XVII los libertos -ex esclavos-, los mestizos, los mulatos. Si Cartagena de Indias era la ciudad de las iglesias y los abolengos hispanos, Barranquilla creció como un refugio para descastados. Durante el siglo XIX se le sumaron inmigrantes judíos, protestantes, sirio-libaneses, palestinos, alemanes e italianos, así como gente del campo y los cerros. Durante la época de la Independencia, se distinguió por el apoyo de sus habitantes a la causa libertadora. Fue la primera comunidad de Colombia en poseer un cementerio universal, donde cualquier muerto tenía cabida. Presume de ser la ciudad más republicana del país. 

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    El sábado de la Batalla de las Flores, desfilan comparsas de enmascarados: las tradicionales Marimondas, los Monocucos (que era como originalmente se ocultaban los ricos que pretendían seducir plebeyas, varilla en mano para espantar a quienes se les acercaran con el fin de identificarlos) y el Rey Momo, pero también avanzan bailando y sudando como unos posesos todo tipo de animales, demonios, curas y monjas ridiculizados, organizaciones de barrios con sus miembros vestidos como cardenales extravagantes, con mitras descomunales y colorinches, plumas y atuendos, personajes de la televisión, la farándula, la guerrilla, los paramilitares…La calle se inunda de fantasmagorías, para convertirse en algo semejante al diván sicoanalítico y teatral de la cultura “costeña”. Uno de los amigos con los que avancé borracho como cuba, ese primer día de carnaval, advirtió que me fuera preparando, porque cuando durmiera, tendría “sueños sabrosos”.

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Y eso que apenas transcurría la primera jornada de las carnestolendas. En lo sucesivo, los espacios públicos y privados conseguirían ir rompiendo parte de sus fronteras. Individuos de todas las edades se reunieron a las puertas de sus casas, con música, cerveza, ron o aguardiente, muchísimos de ellos disfrazados. Allí, el aguardiente es una especie de anís, y el baile prácticamente el estado natural de los cuerpos, un estado en el que los cuerpos se comunican unos con otros, y cada uno consigo mismo.

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En este gigantesco rito sanador, durante el cual el tiempo se suspende, cada cual es quién se le da la gana. Es sabido que la máscara es más lo que muestra que lo que esconde. Los poderes son ofendidos más que los poderosos, porque durante esos días, incluso quienes los ejercen pueden burlarse de ellos. Colombia es un país de clases sociales marcadas. Un cartagenero de clase alta jamás se casaría con una negra del arrabal. Y no obstante, durante estos días, son todos lo mismo, o casi lo mismo. Se realizan múltiples fiestas privadas, algunas que reúnen a lo más selecto de la sociedad bogotana, o “cachacos”, como les llama, algo despectivamente, la gente de la costa. Cada clan tiene su fiesta, pero la ciudad entera también tiene la suya, y en ella todos participan por igual. Un detalle, sin embargo, llama la atención: hasta hoy, la reina del carnaval nunca ha sido morena.

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En algunos poblados de Chile, lo más lejanos que uno pueda imaginar de la sensualidad caribeña, el domingo siguiente a la Pascua, celebran el Cuasimodo. El cura del pueblo, seguido por toda su feligresía, sale en una carreta a repartir la comunión a los enfermos. Pues bien, así como allá la comunidad visita los hogares para llevarle a los que no pueden salir la vida eterna, en el Barrio Abajo de Barranquilla, una orquesta, seguida por buena parte del vecindario enloquecido, se allega a las casas con las puertas cerradas, para llevarles el carnaval. ¡Qué vida eterna ni qué nada! La turba parece gritar “¡aquí y ahora!”

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Un dato maravilloso: en el transcurso de estas jornadas de descontrol, disminuyen los delitos. Hay menos robos y menos muertos que durante el mismo lapso de tiempo en cualquier otro momento del año. Yo no vi nunca, durante los cuatro días, escenas de violencia. Seguro que en otros rincones estaría aconteciendo más de alguna riña de borrachos, pero el ambiente general estaba marcado por la calma. Una locura calma. En mi país, hasta cuando gana un equipo de fútbol aparecen grupos de festejantes que rompen semáforos, saquean locales comerciales y se enfrentan con la policía. Nada más peligroso y explosivo que una sociedad reprimida.

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Es raro lo que sucede en Colombia, una comunidad amable, alegrísima, próxima, pacífica, sana, diría, en la que no cuesta encontrar amigos entrañables, convive con el fantasma de violencia, que cada tanto sale a penar. El carnaval, a su manera, lo exorciza. Incluso las fuerzas criminales son representadas de manera esperpéntica. Años atrás, cuenta Juan Gossain, “harapientos, desnutridos, piojososos, pero con unos horribles fusiles de palo, llevaban en hombros un pedazo de helicóptero hecho de cartón (…) con letras de brocha gorda le habían escrito ‘FAC. Fuerzas Ambrientas de Colombia`” Cuando a uno de los marchantes le hicieron ver que “ambre” no se escribía así , “Ya lo sé, mi hermano –contestó-. Pero es que teníamos tanta hambre que nos comimos la h.” Cierta vez, al palco del presidente Carlos Lleras Restrepo se acercó un personaje de apariencia inofensiva a pedirle permiso para representarle su espectáculo: “Adelante- lo autorizó Lleras, que no sabía ni sospechaba que el pantalón del hombre estaba descosido de la bragueta hasta la espalda.” De buenas a primeras su show consistió en hacer bailar un trompo. “¿Y esa es toda la gracia?”, preguntó el presidente, “No –contestó con aires de triunfo-. En la política, como en la vida, la gracia no está en bailar el trompo, si no en saberlo recoger…” “En ese momento, contó el presidente, usted no se imagina lo que vi.”

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El carnaval es un acto político de proporciones. Existen los grupos que cantan letanías contingentes –“Qué contraste el de mi tierra/ que en su eterna calentura/ hay plata para la guerra/ pero no para la cultura”-, y no faltan los que hacen de sus disfraces una denuncia, pero son los menos. Su verdadero peso político radica en el acto mismo, en el hecho de que mientras dure, no hay autoridad que valga. Viene a recordarle al poderoso que quiera verlo, que bajo los órdenes aparentes, hay fuerzas que no pueden controlar. Mientras dura, la muerte no existe. Alguien lo dijo por ahí: el carnaval sucede lejos de las utopías. No se sustenta en ningún discurso; es lo que es, y dura lo que dura. Como la vida, podría agregar alguien por ahí.

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Ya ha pasado más de una semana desde que regresé a Santiago, y el carnaval de Barranquilla no ha logrado salir de mi cabeza. Ya no son los ritmos musicales, sin embargo, los que retumban. Quizás porque se fundieron todos con las caderas ondulantes, los miles de personajes, el alcohol y la hierba, los sueños y las pesadillas, las conversaciones extraviadas, las complicidades, etc., etc., es que se volvió silencio, como sucede con los grandes libros, que quedan reverberando más allá de sus anécdotas.

A pocos kilómetros de Barranquilla, en las Sierras Nevadas de Santa Marta, los mamos, los más sabios de las tribus de los Coguis o los Arawacos, se internan en cavernas oscuras durante sus períodos de formación. Pasan dieciocho años en total sin ver la luz. Visten enteros de blanco. Buscan la pureza, mientras a una hora de camino, en la ciudad “de los libres”, otros renuncian a la perfección.

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Hay 9 Comentarios

Excelente visión de nuestra idiosincracia. El carnaval es eso que describes, y nosotros un pueblo que trata de ser feliz en medio de tanta miseria y tantos problemas. Pero, ajá, ¿cómo se hace? Tenemos que luchar por ser felices (al menos hacer lo posible por conquistar el pedacito de cielo que nos merecemos en la tierra).
Con mis felicitaciones, un abrazo,
Javier Correa. Barranquilla-

Una explicacion sencilla y espectacular, muchas felicidades por el articulo.

qué hermosa visión del carnaval.. gracias por hacerme sentir orgullosa de mi cultura..

¡Que viva Barranquilla y su carnaval!

Excelente!!! Orgullosa de ser Barranquillera

Gracias por el artculo como me he reido con el cuento de la h y del trompo Viva el Carnaval de Barranquilla

¡Excelente! ¡Alienta a seguir carnavaleando de por vida!

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Sobre el autor

. Escritor y periodista. Director y fundador de la revista The Clinic y theclinic.cl. Además, se le puede escuchar todas las mañanas en radiozero.cl.

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