Patricio Fernández

Un nuevo año político y la carta de Roger Waters

Por: | 09 de marzo de 2012

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Recién comienza el año político en Chile. Acaba de terminar el período de vacaciones, y el primer estallido de movilizaciones sociales, no vino del lado de los estudiantes. El 2012 fueron ellos los que hicieron noticia. Camila Vallejo, su rostro más emblemático, llegó a ser elegida personaje del año por The Guardian, y recientemente, junto a Michelle Bachelet, una de las 100 mujeres más valientes del mundo para la revista Newsweek. Cómo miden la valentía, no lo sé.

Alcanzaron a salir cerca de 200.000 personas a la calle apoyando estas demandas. Prácticamente todos los colegios públicos y los subvencionados estuvieron en paro, y lo mismo con las universidades. Muchos de estos recintos se mantuvieron durante meses en toma. Hubo cerca de cincuenta marchas numerosas convocadas por la CONFECH -Confederación de Estudiantes de Chile-, en un comienzo admirablemente pacíficas, pero con el paso del tiempo, con el desgaste, la frustración y las rencillas, sin nunca perder enteramente su encanto, le cedieron territorio a los slogans rimbombantes y a la rabia irracional.

El movimiento no terminó contento con sus logros que, de hecho, en lo gremial de sus demandas, se limitaron a un aumento de recursos para engordar el mismo sistema. El gobierno no movió un centímetro la ruta por la que avanza el modelo educacional chileno. ¿Neoliberal? Si la batalla llegara hasta aquí, quizás habría que decir que la educación pública perdió. Hoy es menos apetecida por quienes concretamente buscan un colegio o una universidad. Apenas acomodando los argumentos, la oferta privada podría publicitarse como un lugar donde aprender en paz.

De ahí que sea tan importante lo que acontezca este año que comienza. El reclamo por una mejor educación para todos, sin distinción, fuera de los márgenes de los nichos de negocio, es un reclamo tan pendiente hoy como el día de la primera marcha. Pero es apenas una de las formas que el virus del inconformismo social chileno podría tomar en lo sucesivo.

Las primeras movilizaciones sociales este año se produjeron en Aysén, una ciudad de la Patagonia chilena, la misma donde Endesa, empresa supuestamente española, aunque por esos tinglados del movimiento de corporaciones y capitales, harto italiana, (hasta donde entiendo), asociada con otra gran empresa nacional, aspiran a construir Hidroaysén, un complejo de centrales hidroeléctricas que también ha sido resistido con protestas numerosísimas, y por la mayoría de la población, según indican las encuestas. Esta vez, sin embargo, Aysén se halla sublevado por otros motivos: reclaman que la vida allá es carísima, que el combustible cuesta muchísimo más que en Santiago, que viven en el abandono.

En Chile, el poder y la riqueza se hallan extremadamente concentrados. Conglomerados que se cuentan con los dedos de una mano poseen en torno al 80% del producto. Según Forbes, las cuatro principales fortunas del país suman más de cuarenta mil millones de dólares. Entre ellas está la del Presidente de la República. Todos viven en Santiago.

Las regiones funcionan poco menos que como predios de la capital. Tienen un bajísimo nivel de autogobierno. No eligen a sus principales autoridades. Sus destinos los decide un patrón, en todo sentido, distante. El intendente vendría siendo algo así como un capataz de La Moneda en los campos apartados. A un costado de donde se extrae o refina el petróleo, la bencina es más cara que en el lejano Santiago. Los pehuenches que vendieron sus tierras ancestrales para construir la central del Alto Bio Bio a fines de los 90, hoy gastan buena parte de sus ingresos en pagar las cuentas de luz. Inundaron sus cementerios, vieron salir a flote los huesos de sus antepasados y hoy viven en cotas altísimas de la Cordillera de los Andes, donde apenas las piedras resisten los rigores del invierno.

Es esperable que la fiebre democratizadora que desde hace algún tiempo cunde entre los chilenos, tome la forma de protestas regionales. A mí no deja de extrañarme que ciudades como Calama, de cuyos alrededores –donde está Chuquicamata, la mina de cobre a tajo abierto más grande del mundo, cuentan en la escuela- proviene buena parte de la fortuna del país, no se conviertan en pujantes y atractivos polos de desarrollo. En el origen de California está la fiebre del oro, y alrededor de las pepitas crecieron el comercio, los servicios, inteligencia y literatura. El cobre de Calama, en cambio, se va por un tubo, como si tuviera que huir lo antes posible de ese peladero indeseable que es el desierto de Atacama. El alcalde de la ciudad ya dijo que por allá comenzarían luego las protestas.

La llegada de grandes empresas con capitales ajenos al lugar, es poquísimo lo que le aporta al crecimiento del sitio donde se instalan. Es más, en buena medida neutralizan las fuerzas locales. Los almacenes sucumben ante las cadenas de supermercados. Las técnicas de construcción autóctonas son caras al lado del uso de placas prefabricadas a gran escala. La originalidad, en vez de recibir un impulso, choca con la lógica de la producción en serie y las mayores rentabilidades inmediatas.

Ahora resulta que hasta el uso de las semillas de los cultivos tradicionales debe pagar una patente a no sé qué magnate que les compró el alma, por obra y gracia de un mercado incomprensible. Como si el mundo estuviera volteado, la periferia subvenciona al centro y los aislados a los confortables. Un cuento repetido, en realidad, pero que por momentos recupera su capacidad de escandalizar.

Los habitantes de Aysén se aburrieron. Pagan por vivir en el frío precios de lujo. Conste que se trata de una región derechista, con una mayoría que votó por Piñera y un segmento de la población, entre los que se cuentan varios de los más exaltados, que proviene de ex marinos y militares de la era pinochetista. La carretera que unió Aysén al resto del país, la Carretera Austral, comenzó a ser construida en tiempos de la dictadura. Fue, en gran medida, una obra del ejército. Pinochet admiraba a los emperadores romanos (sus hijos se llaman Augusto y Marco Antonio), y como ellos, dejó su propia via Apia. Algunos de esos colonos militares estaban hasta ayer enfrentando a los carabineros de las fuerzas especiales que el Ministerio del Interior ha enviado para mantener el orden público. Según reporteó un periodista de la revista The Clinic, combaten de manera profesional a la policía que los reprime. Tienen tipos encargados de neutralizar las bombas lacrimógenas, recogiéndolas en cuanto son lanzadas y echándolas en baldes con agua. Descubrieron el grifo donde se abastecía el “Güanaco”, o lanza aguas, y rodaron el hilo de su boquete. Desde entonces, el “Güanaco” debe viajar largas distancias para licuar su barriga. Durante los últimos días se llegó a una tregua y los ayseninos desbloquearon los caminos. Precisamente hoy, el ministro de energía se halla reunido por segundo día consecutivo en una mesa negociadora con los representantes del movimiento social. Las últimas informaciones no hablan precisamente de llegadas a puerto. 

La protesta de estos patagónicos bien podría constituir la primera de varias rebeliones provinciales, siempre de origen ciudadano y desprovistas de una institucionalidad democrática que las conduzca. Mal que mal, como reclaman allá en el sur, no tienen interlocutores válidos en sus respectivas administraciones. Sus gobernadores, como en el Chile de la colonia, provienen de la metrópoli. A la discusión sobre el sistema político y electoral que ocupó parte de los titulares durante el 2011, debiera este año sumarse con fuerza el reclamo por la descentralización. Algo tienen que decir los habitantes de un terruño sobre el destino de lo que ahí acontezca.

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P.D.: El sábado 3 de marzo se realizó en el Estadio Nacional el concierto The Wall, de Roger Waters. Fue verdaderamente fenomenal. Se lo dedicó a Víctor Jara, al cura Woodward y a todos los detenidos desaparecidos de los tiempos de Pinochet. También leyó un papelito en el que decía: “Presidente, escuche a su pueblo”. Mientras estuvo en Chile se reunió, entre otros, con Sebastián Piñera. A la salida del palacio de La Moneda, prácticamente no hizo declaraciones. Hoy, 9 de marzo, uno de sus contactos en Chile recibió una carta suya que al músico le interesaba hacer pública. Su traducción ha deambulado por distintos sitios electrónicos y por las redes sociales.

AQUÍ LA CARTA

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Se va el Caimán, se va el Caimán, se va para Barranquilla

Por: | 01 de marzo de 2012

                                                                   Para Ricardo, Jaime, Natalia, Ximena, Carlos, José Luis,                                                                     Milena, Roberto, Mirtha, Alan y los otros chicos y chicas                                                                     del montón.

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    El martes 21 de febrero en la tarde, mientras se realizaba el entierro de Joselito, abandoné Barranquilla, la principal ciudad del Caribe colombiano. Joselito es la encarnación del carnaval, y ese día, tras una vida de cuatro jornadas disolutas, moría de borrachera, alegría e irresponsabilidad. Desde el bus en que partí a Cartagena, vi hombres y mujeres de negro llorándolo de manera histriónica. Eran las últimas energías de una fiesta que horas atrás parecía interminable. Fantásticamente interminable.

 

         Si bien el sábado es el primer día de carnaval (el de la Batalla de las Flores), ya a finales del viernes comienza la parranda. Cunden los sitios con orquestas de cumbia, salsa, ritmos de la Sierra, reggaetón, champeta… Los parlantes salen a las calles. Como siempre hace calor, no hay de qué abrigarse. Está a punto de ser leído el bando que, en nombre del rey Momo, descendiente del Caos e hijo de la Noche, inaugura el tiempo de las leyes prohibidas, ésas que ordenan dejarse llevar sin oponer resistencia, y que de no cumplirse, condenan al “usted se lo pierde”.  “Quien lo vive es quien lo goza”, asegura su lema principal. 

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         Barranquilla es una ciudad inaudita. Arquitectónica y urbanísticamente no es ninguna maravilla. No tiene fecha de fundación. Hacia ese borde del río Magdalena se dirigieron desde fines del siglo XVII los libertos -ex esclavos-, los mestizos, los mulatos. Si Cartagena de Indias era la ciudad de las iglesias y los abolengos hispanos, Barranquilla creció como un refugio para descastados. Durante el siglo XIX se le sumaron inmigrantes judíos, protestantes, sirio-libaneses, palestinos, alemanes e italianos, así como gente del campo y los cerros. Durante la época de la Independencia, se distinguió por el apoyo de sus habitantes a la causa libertadora. Fue la primera comunidad de Colombia en poseer un cementerio universal, donde cualquier muerto tenía cabida. Presume de ser la ciudad más republicana del país. 

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    El sábado de la Batalla de las Flores, desfilan comparsas de enmascarados: las tradicionales Marimondas, los Monocucos (que era como originalmente se ocultaban los ricos que pretendían seducir plebeyas, varilla en mano para espantar a quienes se les acercaran con el fin de identificarlos) y el Rey Momo, pero también avanzan bailando y sudando como unos posesos todo tipo de animales, demonios, curas y monjas ridiculizados, organizaciones de barrios con sus miembros vestidos como cardenales extravagantes, con mitras descomunales y colorinches, plumas y atuendos, personajes de la televisión, la farándula, la guerrilla, los paramilitares…La calle se inunda de fantasmagorías, para convertirse en algo semejante al diván sicoanalítico y teatral de la cultura “costeña”. Uno de los amigos con los que avancé borracho como cuba, ese primer día de carnaval, advirtió que me fuera preparando, porque cuando durmiera, tendría “sueños sabrosos”.

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Y eso que apenas transcurría la primera jornada de las carnestolendas. En lo sucesivo, los espacios públicos y privados conseguirían ir rompiendo parte de sus fronteras. Individuos de todas las edades se reunieron a las puertas de sus casas, con música, cerveza, ron o aguardiente, muchísimos de ellos disfrazados. Allí, el aguardiente es una especie de anís, y el baile prácticamente el estado natural de los cuerpos, un estado en el que los cuerpos se comunican unos con otros, y cada uno consigo mismo.

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En este gigantesco rito sanador, durante el cual el tiempo se suspende, cada cual es quién se le da la gana. Es sabido que la máscara es más lo que muestra que lo que esconde. Los poderes son ofendidos más que los poderosos, porque durante esos días, incluso quienes los ejercen pueden burlarse de ellos. Colombia es un país de clases sociales marcadas. Un cartagenero de clase alta jamás se casaría con una negra del arrabal. Y no obstante, durante estos días, son todos lo mismo, o casi lo mismo. Se realizan múltiples fiestas privadas, algunas que reúnen a lo más selecto de la sociedad bogotana, o “cachacos”, como les llama, algo despectivamente, la gente de la costa. Cada clan tiene su fiesta, pero la ciudad entera también tiene la suya, y en ella todos participan por igual. Un detalle, sin embargo, llama la atención: hasta hoy, la reina del carnaval nunca ha sido morena.

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En algunos poblados de Chile, lo más lejanos que uno pueda imaginar de la sensualidad caribeña, el domingo siguiente a la Pascua, celebran el Cuasimodo. El cura del pueblo, seguido por toda su feligresía, sale en una carreta a repartir la comunión a los enfermos. Pues bien, así como allá la comunidad visita los hogares para llevarle a los que no pueden salir la vida eterna, en el Barrio Abajo de Barranquilla, una orquesta, seguida por buena parte del vecindario enloquecido, se allega a las casas con las puertas cerradas, para llevarles el carnaval. ¡Qué vida eterna ni qué nada! La turba parece gritar “¡aquí y ahora!”

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Un dato maravilloso: en el transcurso de estas jornadas de descontrol, disminuyen los delitos. Hay menos robos y menos muertos que durante el mismo lapso de tiempo en cualquier otro momento del año. Yo no vi nunca, durante los cuatro días, escenas de violencia. Seguro que en otros rincones estaría aconteciendo más de alguna riña de borrachos, pero el ambiente general estaba marcado por la calma. Una locura calma. En mi país, hasta cuando gana un equipo de fútbol aparecen grupos de festejantes que rompen semáforos, saquean locales comerciales y se enfrentan con la policía. Nada más peligroso y explosivo que una sociedad reprimida.

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Es raro lo que sucede en Colombia, una comunidad amable, alegrísima, próxima, pacífica, sana, diría, en la que no cuesta encontrar amigos entrañables, convive con el fantasma de violencia, que cada tanto sale a penar. El carnaval, a su manera, lo exorciza. Incluso las fuerzas criminales son representadas de manera esperpéntica. Años atrás, cuenta Juan Gossain, “harapientos, desnutridos, piojososos, pero con unos horribles fusiles de palo, llevaban en hombros un pedazo de helicóptero hecho de cartón (…) con letras de brocha gorda le habían escrito ‘FAC. Fuerzas Ambrientas de Colombia`” Cuando a uno de los marchantes le hicieron ver que “ambre” no se escribía así , “Ya lo sé, mi hermano –contestó-. Pero es que teníamos tanta hambre que nos comimos la h.” Cierta vez, al palco del presidente Carlos Lleras Restrepo se acercó un personaje de apariencia inofensiva a pedirle permiso para representarle su espectáculo: “Adelante- lo autorizó Lleras, que no sabía ni sospechaba que el pantalón del hombre estaba descosido de la bragueta hasta la espalda.” De buenas a primeras su show consistió en hacer bailar un trompo. “¿Y esa es toda la gracia?”, preguntó el presidente, “No –contestó con aires de triunfo-. En la política, como en la vida, la gracia no está en bailar el trompo, si no en saberlo recoger…” “En ese momento, contó el presidente, usted no se imagina lo que vi.”

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El carnaval es un acto político de proporciones. Existen los grupos que cantan letanías contingentes –“Qué contraste el de mi tierra/ que en su eterna calentura/ hay plata para la guerra/ pero no para la cultura”-, y no faltan los que hacen de sus disfraces una denuncia, pero son los menos. Su verdadero peso político radica en el acto mismo, en el hecho de que mientras dure, no hay autoridad que valga. Viene a recordarle al poderoso que quiera verlo, que bajo los órdenes aparentes, hay fuerzas que no pueden controlar. Mientras dura, la muerte no existe. Alguien lo dijo por ahí: el carnaval sucede lejos de las utopías. No se sustenta en ningún discurso; es lo que es, y dura lo que dura. Como la vida, podría agregar alguien por ahí.

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Ya ha pasado más de una semana desde que regresé a Santiago, y el carnaval de Barranquilla no ha logrado salir de mi cabeza. Ya no son los ritmos musicales, sin embargo, los que retumban. Quizás porque se fundieron todos con las caderas ondulantes, los miles de personajes, el alcohol y la hierba, los sueños y las pesadillas, las conversaciones extraviadas, las complicidades, etc., etc., es que se volvió silencio, como sucede con los grandes libros, que quedan reverberando más allá de sus anécdotas.

A pocos kilómetros de Barranquilla, en las Sierras Nevadas de Santa Marta, los mamos, los más sabios de las tribus de los Coguis o los Arawacos, se internan en cavernas oscuras durante sus períodos de formación. Pasan dieciocho años en total sin ver la luz. Visten enteros de blanco. Buscan la pureza, mientras a una hora de camino, en la ciudad “de los libres”, otros renuncian a la perfección.

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La Importancia del juez Garzón

Por: | 02 de febrero de 2012

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Yo dirijo una revista que, junto a otros amigos, fundamos el año 1998, pocas semanas después de que Pinochet fuera detenido en una clínica de Londres, por orden del juez español Baltazar Garzón. La revista se llama THE CLINIC, y nuestro logo es una réplica casi exacta del cartel que cuelga en la entrada de The London Clinic, donde el dictador llegó a operarse de una hernia, según cuentan, motivado por su amiga Margaret Thatcher.

En sus comienzos, en realidad, no era una revista; era un panfleto sin futuro que salió a las calles, en último término, para festejar el enjuiciamiento a Augusto Pinochet. El hombre lucía entonces el cargo de senador vitalicio. Habían pasado casi diez años desde la recuperación de la democracia, y ese mismo individuo que clausuró el Congreso a balazos, por aquellos días ocupaba un escaño de honor en su interior, sin que nadie lo eligiera, sencillamente porque así lo determinaba la constitución política vigente, diseñada, por cierto, durante su mandato.

La transición democrática estuvo marcada por el miedo. Fue liderada por una generación que luego de intentar transformaciones profundas, conoció de cerca los rigores del golpe de estado. Retomaron el poder con el terror latente de lo que habían vivido, y con la sensación, en el fondo, de que antes se les pasó la mano, de que los militares –aunque con una brutalidad inconcebible-, reaccionaron frente a tanta irresponsabilidad revolucionaria. Hay una viñeta de El Roto que dice “sé que di mi vida por una buena causa, pero no me acuerdo cuál era”. La Guerra Fría llegaba a su fin. Debían ponerse de acuerdo, como si fuera poco, demócratas cristianos partidarios del golpe, con upelientos (como se le llamaba despectivamente a los defensores del gobierno de la UP, o Unidad Popular) que arrastraban toneladas de muertos, torturados y exiliados.

La dictadura de Pinochet fue desconcertante y traumática para Chile. La intervención de los militares era una posibilidad cierta a comienzos de los setenta, con la que muchos jugaban sin tomarle verdaderamente el peso, como si al final todo pudiera arreglarse con empanadas y vino tinto, según decía el compañero presidente. Por eso cuando los milicos salieron a matar, sacaron gente de sus casas, abrieron campos de concentración y tortura, y el sálvese quién pueda retumbó como un campanazo en el desierto, lo que se experimentó fue algo semejante a un electro shock. La verdadera revolución en Chile no la hizo Salvador Allende, sino Augusto Pinochet. Fue él quien produjo un corte radical en la historia. Esta vez la guillotina estuvo en manos de la derecha.

Terminando 1998, hacia el ocaso del gobierno de Eduardo Frei Ruiz Tagle, nuestro país había experimentado un excitante crecimiento económico. Hasta antes de la Crisis Asiática, se conoció la plata dulce. Surgieron barrios de clase media con sus respectivos mall. Analistas hiperventilados decían que nos habíamos convertido en “los jaguares de América Latina”. La apertura a los mercados externos no llegó aparejada de un mayor diálogo cultural con el mundo. Pinochet seguía presente en la vida política. La derecha completa era pinochetista. Casi todos los que hoy gobiernan, le rendían pleitesía, lo visitaban con regalos el día de su cumpleaños y le cantaban “pero sigue siendo el rey”, el estribillo de la famosa canción mexicana de José Alfredo Jiménez, popularizada por Pedro Vargas.

Nadie realmente imaginaba que Pinochet pudiera ser detenido. Los Tribunales de Justicia eran un atolladero de denuncias por violaciones a los derechos humanos no resueltas. Aparentemente, no existía poder capaz de poner al dictador en su sitio. Tiendo a pensar que ni siquiera los más activistas, los familiares de los detenidos desaparecidos, lo creían realmente posible. Sus reclamos tenían, por lo mismo, un tono trágico, algo de coro griego.

El radio de influencia del tiranuelo excedía por mucho sus batallas expresas. Su presencia imponía mágicamente los límites de lo posible. Conseguir “la justicia en la medida de lo posible”, fue la máxima con que Patricio Aylwin, el primer presidente del retorno a la democracia, se propuso enfrentar el pasado. Con la perspectiva del tiempo, resulta evidente que Pinochet determinaba esa medida. Pero no sólo señalaba esa frontera, sino muchas más. Tras una década de democracia, aún no había ley de divorcio, era penada la sodomía, había senadores designados, existía censura cinematográfica. “La Ultima Tentación de Cristo” circulaba en grabaciones clandestinas y grupos de sediciosos se reunían a verla en secreto. La película se convirtió en un mito, y convengamos que no es para tanto.

La televisión no sólo era mala, como sigue siendo, sino además pacata. Si asomaba una teta era motivo de debate nacional. Se discutía en cámara la pertinencia o no de las relaciones sexuales pre matrimoniales. Aparentemente Chile parecía un convento, cuando en todas las esquinas estaban abriéndose burdeles. El reclamo cultural, a finales de los 90, era por más tolerancia. Cualquier diferencia se consideraba una rareza. Las opiniones que salían de la norma caían en el saco de “las irreverencias”. Nuestro panfleto quincenal, The Clinic, era eso: irreverente.

El 16 de octubre de 1998, cuando obedeciendo una orden de captura del juez Garzón, los bobbies ingleses se apersonan en la pieza de Pinochet convaleciente para comunicarle que se hallaba bajo arresto, acá tardamos en digerir la noticia. Los periódicos no titularon a la mañana siguiente “Detenido Pinochet en Londres”. Durante un par de días enredaron la perdiz. La prensa estaba enteramente en manos de sus partidarios. No explotó, de buenas a primeras, un carnaval por las calles. Primó la contención, o la perplejidad. Los pinochetistas se volvieron locos. Mantuvieron los meses que duró el juicio piquetes de fanáticos gritando en las puertas de las embajadas española y británica. Personajes públicos salieron llamando a no consumir whisky para boicotear a los malditos británicos, lo único que no se le puede pedir a la alta burguesía. Donar dinero para ir en su ayuda sí, pero dejar de tomar whisky, por ningún motivo. Un diputado se declaró en huelga de hambre hasta que liberaran a su general. Duró apenas una noche, pero de ese nivel de desquiciamiento estamos hablando. No faltaban quienes aseguraban que más allá de nuestras fronteras, el planeta estaba enfermo.

Fue por esos días que con un grupo de amigos sacamos The Clinic. Eran cuatro páginas que distribuíamos a través de conocidos, en bares, pequeñas salas de cine, librerías cómplices, etc., etc. Mientras los diarios editorialmente lamentaban esta falta de respeto a la soberanía, esta transgresión a nuestra dignidad patria, y argumentos iban y venían, con el gobierno de centro izquierda encabezando la campaña de rescate al dictador, nosotros hicimos de su captura una fiesta. Le disparábamos a todo lo que oliera a pinochetismo, con el desparpajo de unos mocosos a los que les quitan una mordaza. El intocable ahora era un anciano que se orinaba en los pantalones. El monstruo tras la cortina se revelaba como un vulgar delincuente en problemas. Sus redes de protección chilenas no tenían ningún poder allá. El que acá lo podía todo, allá no entendía ni lo que le decían. Muchos de los que ahora gobiernan, viajaron a visitarlo, a darle su apoyo. Nuestra primera portada estuvo dedicada a Baltazar Garzón. Hoy nos parece un monumento a la ñoñería, pero entonces causó incluso escándalo: Acicalarse chiquillas “GARZÓN VIENE A CHILE”.

La detención de Pinochet en Londres fue un hecho determinante para nuestra historia reciente. Tuvo que ser un juez español el que viniera a exorcizarnos de esa especie de demonio que no nos atrevíamos a encarar. Nos trajo la buena nueva de que la justicia no respetaba las fortalezas que un criminal fuera capaz de construir para protegerse. Se trató de una pésima noticia para todos los dictadores del mundo y de un impulso inconmensurable para nosotros, los chilenos, en el camino de reconstrucción de nuestra democracia. El mismo día que fue arrestado, algo empezó a cambiar por estos lados. Fue el comienzo del fin del prestigio que aún conservaba en Chile Pinochet. Después vinieron sus cuentas en el banco Riggs, que lo delataron también como ladrón de pacotilla. No alcanzó a ser condenado por sus crímenes de sangre, es cierto, pero ya nadie podría referirse a él omitiendo el escarnio que la comunidad internacional lo obligó a sufrir.

No se trata de andar endiosando a nadie, pero el juez Baltazar Garzón, hoy acusado de imputaciones que a muchos nos enorgullecerían, fue el hombre providencial para una sociedad que se hallaba en falta con sus deudos, amarrada de manos, entumida por equilibrios perversos, incapaz de mirar de frente la humillación en que la tuvo sumida el miedo a ese terrible padre castigador.

Muchísimas gracias, juez Garzón. Difícilmente llegará a entender usted lo que hizo por Chile. El panfleto del que aquí les he contado hoy es la revista más leída del país. Ya no le tememos a monstruo alguno. Le debemos el haber encendido la luz cuando aún su sombra nos causaba tiritones.

El fuego, la discriminación, y los mapuches

Por: | 12 de enero de 2012

Las-nanas    A algunos chilenos les cuesta demasiado aceptar al otro como igual. No como igual en lo externo – dígase riqueza, origen, color de piel, estilo, gustos, modos de hablar-, sino en lo medular, es decir, en que merecen idéntica valoración que ellos mismos. La cuna, el barrio donde se creció y la red de amistades son demasiado determinantes a la hora de concluir quién es quién. Cunde la clasificación, el clasismo, el racismo, los prejuicios autoritarios. Hoy menos que antes, por lo que se nota más y hasta escandaliza, pero aún imperan con mucha fuerza. En las marchas del año pasado, las estudiantiles y las otras, en las que salieron cientos de miles de chilenos a las calles, esto fue denunciado a los cuatro vientos. Durante la formación de un ciudadano (estaba en el subtexto de todas las pancartas) no es justo que se hagan diferencias. El que éstas sean brutales, es inaceptablemente injusto. Una de las noticias más comentadas a comienzos de este 2012 fue la que sacó a la luz pública el instructivo del Club de Golf de Chicureo –un nuevo suburbio santiaguino de la burguesía que se expande- donde se prohibía que las empleadas domésticas, familiarmente llamadas “nanas”, ingresaran sin uniforme y osaran meter un pie en la piscina del recinto. El hecho no tenía nada de novedoso: es un dato de la causa que en la clase alta, “las nanas”, por muy queridas que sean, no utilizan las piscinas de sus patrones, ni sus baños, ni sus comedores. Lo inusitado fue verlo por escrito en un código de comportamiento tribal. Antes de ayer salió a colación otra denuncia que apuntaba a un condominio del mismo sector, donde las cocineras, mucamas y trabajadores no pueden entrar a pie, para evitar los robos, según argumentan. Un bus debe trasladarlos por entre las casas, con las que les está prohibido rozarse. El que tiene pinta de pobre, es un ladrón potencial. ¿Y los ejecutivos de La Polar, digo yo, los gerentes de esa gran empresa que repactó, sin consultar, la deuda de miles y miles de chilenos, estafándolos? ¿Y los miembros de la mafia de los pollos?¿Hay alguien vigilante, sospechando de los que deambulan en autos lujosos? Sumando y restando, han robado muchísimo más que todos los rateros juntos.

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El meollo del conflicto con los mapuches, los habitantes originarios de Santiago al sur, a los que le cantó Alonso de Ercilla, Gabriela Mistral, Neruda y Parra (que, aunque a decir verdad no canta, creció con ellos), encierra algo de lo mismo. Para algunos, ellos son los intrusos dudosos que se pasean por un condominio llamado Chile. Pocos se detienen en el hecho de que habitan estas tierras desde antes. En el tono con que las autoridades se refieren a ellos, no hay rastros de respeto, ni qué hablar de admiración. La cultura que encarnan parece significar nada para las elites gobernantes. Cuando mucho, son parte del folclore, como también lo es el roto chileno (pueblerino patipelado de la patria), actualmente convertido en un presumible delincuente común. Los “indios” aparecen en los textos escolares y los espectáculos lumínicos –recuerdo una proyección en el frontis de La Moneda para el 18 de septiembre del bicentenario-, enteramente separados de su descendencia, como si se tratara de un pueblo muerto que dejó rondando fantasmas sucios. En la actualidad se les mira y trata con desdén, cuando no se les agrede directamente.

 

    En su composición interna, los mapuches son tan diversos como cualquier pueblo: tienen sus locos de cabeza caliente, sus políticos, sus poetas, sus sinvergüenzas y sus virtuosos, pero un desprecio de clase y de raza los condena en conjunto. “El despojo, la usurpación de las tierras es algo que está en la memoria colectiva muy reciente. De los abuelos. No viene de la prehistoria”, le contó a Pablo Vergara, editor de la revista The Clinic, el padre de Matías Catrileo, el joven mapuche estudiante del prestigioso Liceo Lastarria asesinado hace tres años por un carabinero que le disparó a mansalva, con “exceso de celo”, según dicen ahora que lo dejaron libre. A Catrileo le dispararon por la espalda en medio de una trifulca entre miembros de la CAM, la más combativa de las organizaciones indígenas, y carabineros, sobre las colinas con pastizales de la Araucanía, una región que consideran propia tanto ellos como los actuales dueños de fundos. Refiriéndose a eso por lo que su hijo peleaba, Mario Catrileo agregó: “Está bien luchar por mantener mi idioma, mis costumbres; por mi tierra, porque de ella obtengo los productos y asegura la sobrevivencia de la próxima generación, y si no contamino, no sólo me va a beneficiar a mí, sino que a todos los que vengan después. Eso hoy tiene cada vez más validez.” Buena parte de la revitalización de la causa mapuche, dicho sea de paso, se debe a que los pocos miembros de esa comunidad que consiguen educarse, leer, crecer… en lugar de tomar distancia con vergüenza, regresan a su Itaca, hoy plagada de invasores arrogantes. INCENDIO 04

    La Coordinadora Arauco Malleco (CAM), a la que el gobierno atolondradamente optó por responsabilizar del incendio de Carahue, donde han muerto siete brigadistas - entre los que se cuenta un mapuche-, ya declaró que no tiene nada que ver con el asunto. ¿Han investigado si acaso no estamos ante quemas patronales para cobrar seguros? Porque si se trata de expandir sospechas al boleo, capaz que haya sido hasta el ministro del interior Rodrigo Hinzpeter quien mandó a un pirómano para hacerse de otro escándalo que le permitiera aplicar leyes de excepción. No sería la primera vez que el gobierno de Sebastián Piñera se entusiasma con tesis conspirativas, y con la excusa de una amenaza inminente recurre a normas de emergencia, de ésas que restringen libertades escudadas en la alarma.

    Lo cierto es que la derecha gobernante tiene un lio por resolver. En su interior se debaten fuerzas liberales y conservadoras. Estas últimas son las responsables de propuestas tan absurdas y vergonzosas como cambiar en los libros escolares el término “dictadura” por el de “régimen militar” para referirse al período de Pinochet. Mal que mal, participaron activamente, tanto, que hablar de “régimen militar” no sólo suena a limpieza de imagen de lo que fue un gobierno criminal, sino también de las propias culpas. Durante la dictadura pinochetista, hubo muchos civiles que jugaron un papel preponderante. Tras la polémica ocasionada, felizmente se consiguió que echaran pie atrás.

    Recién ayer los representantes de esa derecha dura cenaron en la casa del presidente de la república y le recordaron que no por nada habían votado por él, que la derecha chilena no era igual que la izquierda, que lo suyo era el orden, el crecimiento económico y la seguridad ciudadana, no las reformas políticas que buscaban mejorar la representatividad a riesgo de la estabilidad, ni los discursos garantistas que se preocupan del delincuente antes que las víctimas, ni los énfasis en el Estado en desmedro de las energías individuales y la así llamada “inversión”.

Incendio
    Vivimos tiempos de incendios. Durante las últimas semanas, varias decenas de miles de hectáreas de bosques han ardido. También de leñeras industriales. En el extremo sur, las llamas han devorado el hábitat de los huemules, cóndores, guanacos, pumas, zorros culpeos y chingues sobrevivientes. Aves como el ñandú, el caiquén, el cisne de cuello negro, el flamenco chileno y el carpintero están protagonizando una tragedia. La floresta más austral de Chile de lengas y ñirques hoy yace carbonizada. Más al norte, en la región del Bio Bio, se quemaron 162 viviendas y al menos 500 personas fueron evacuadas. Según cifras oficiales, en torno a la mitad de las quemas que nos afectan cada año en esta temporada son causadas por el hombre, accidentalmente. El resto se reparte entre fuegos inevitables y atentados de todo tipo, en su mayoría destinados a vengar conflictos particulares o cobrar seguros comprometidos en tiempos de vacas flacas. En lugar de apagar las llamas, La Moneda, esta vez, ha optado por buscar culpables. Se ha inclinado por identificar responsables, antes de controlar las llamas que siguen consumiendo arboledas y pastizales. En una de ésas hay un mapuche involucrado, sepa Dios, en los orígenes de estos incendios que nos abrasan y sobrecogen como un infierno amenazante. Se dijo que en Las Torres del Paine el causante del fuego había sido un israelí, y no faltaron los idiotas que vincularon a Israel entero. Diputados de la república llegaron ha intuir horribles planes sionistas. La reacción del gobierno, cuyo jefe de gabinete es paradójicamente judío, fue intolerablemente burda y estigmatizadora respecto de otra etnia muchísimo más cercana, tanto como la de los siúticos de Chicureo, que de puro recién llegados aún no descubren las riquezas permanentes. “Chicureo”, por si acaso, es una palabra del mapudungun que significa “lugar donde se arman lanzas”. ¿Habrá winkas -literalmente “asaltantes, ladrones, usurpadores”, y coloquialmente “chilenos blancos”- que quieren guerra? Porque una cosa son las llamaradas, y otras las lenguas de fuego. Difícil decir en estos momentos, cuáles son más peligrosas.

Las Falklands (o Las Malvinas)

Por: | 15 de diciembre de 2011

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Las Falklands, o Malvinas, no son un lugar fácilmente imaginable. Su realidad permanece oculta bajo el cascarón de la guerra y de la geopolítica. El modo en que se le llame a estas islas, parece constituir una toma de partido. Es un territorio en disputa, a miles de kilómetros de distancia. Yo hablaré de las Falklands, no porque crea que los ingleses tienen más derecho sobre este territorio que los argentinos, sino porque así le llaman sus residentes. De hecho, para la casi totalidad de quienes viven en Port Stanley, su capital – 2500 de un total de 3000 habitantes, sin contar el contingente de la base militar, que bordea la misma cifra-, los argentinos son enemigos. Un día, inesperadamente, les cayeron encima. Hay familias de varias generaciones que se sienten tan de ahí, como cualquiera en su patria. Se quejan de bloqueos aéreos y comerciales que les encarecen la existencia. En todo caso, el nivel de vida es bastante bueno. En los pubs, idénticos a cualquier otro de Inglaterra -cuatro o cinco en ese pueblo pequeño-, se encuentran todos con todos. Ahí adentro, nada recuerda América Latina. Nadie habla el español. A las 11 de la noche tocan la campana, advirtiendo que llegó la hora de la última pint of beer. Toman mucha cerveza, baratísima, por lo demás. Eso -junto con el bacon matutino, una dieta en base a cordero, el precio exorbitante de las frutas y verduras, y el frío que llama a las grasas-, ha de ser el motivo de la gordura femenina. Las mujeres son mayoritariamente gordas. Lo hombres, no tanto. Salvo en las esposas de ciertas autoridades locales que parecen concentrar bastante poder por esos lados y que constituyen una seudo aristocracia isleña, cunde el aspecto descuidado. La competencia por quién es más bella no ha entrado allá. De pronto, entre los lugareños, se distingue, por el corte de pelo y el estado físico, a un militar proveniente de la base de Mount Pleasant.

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Extraña la poca presencia de alimentos marinos. No existe allá una caleta de pescadores. Parte del pescado que llega se consigue con los barcos factoría españoles. De ahí salen atunes, congrios, peces Luna y otras especies ajenas al interés de la industria, que los de paladar refinado saben obtener. El toothfish, no obstante, está en la mayoría de los menús. Es un tipo de bacalao. A simple vista se ven los mejillones en los bordes pedregosos y cuentan que hay erizos por miles y bancos de ostras, pero a los kelpers (población nativa) parecen no interesarles. Su nombre proviene del kelp, un alga de la que está lleno el archipiélago, tanto, que atisbado el mar desde lo alto semeja un cielo con nubes. En Chile, le llamamos cochayuyo.

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El lugar está lleno de personajes, tiene playas caribeñas en las que sopla un viento glacial, recorridas por pingüinos -algunos con estampa humana, otros contrahechos y retorcidos que viven en cuevas de tierra al medio de potreros con el suelo blando, del que se asoman, de pronto, para curiosear-, elefantes marinos que pesan hasta 3,5 toneladas y reposan buena parte del día echados al sol (si es que aparece), ya sea a orillas de la playa o entre matorrales, espolvoreándose arena con las aletas. Sus cuerpos flojos, a medida que envejecen, aumentan el volumen pero no la musculatura, de modo que acaban mórbidos, como una inmensa gelatina de cuero. Los Sea Lions, que dan el nombre a una isla ubicada a 40 minutos en avioneta desde Stanley, son igualmente grandes, aunque mejor configurados. Pueden pararse sobre sus cuatro aletas y caminar erguidos hasta la punta de una roca, con la prestancia de sus homónimos africanos. Tanto los leones como los elefantes sufren de graves flatulencias. La hediondez es fuerte allí donde se reúnen.

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Las pingüineras son permanentemente sobrevoladas por albatros, cormoranes y cara cara que, apenas pueden, roban huevos o crías que luego devoran a pasos de sus madres. Los pájaros más emblemáticos, sin embargo, son los Upland Goose, gansos típicos de allá, muy dados a la vida en familia y cuyos hígados usan los isleños para preparar paté. Las orcas, continuando la cadena alimenticia, llegan hasta las rompientes persiguiendo cachorros de leones y elefantes. Las ballenas asesinas aparecen muy temprano, a eso de las cuatro de la madrugada, aunque se guardan lo mejor del espectáculo para poco antes de las seis, cuando asoma el sol.

 

No hay árboles en estas islas. El viento no lo permite. Hay pastos, musgos y arbustos. Hay unos riachuelos angostos y perfectamente encajonados que serpentean ocasionalmente entre las praderas, y canales y lagos secos repletos de piedras, como si el agua se hubiera congelado en roca, y luego estallado en millones de esquirlas. Las explicaciones para este fenómeno varían, pero todas se remiten a millones de años atrás.

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En las colinas de Darwin está el cementerio argentino con sus 230 cruces blancas. La grueso de las bajas en el conflicto armado de 1982, no se produjo en tierra. El hundimiento del Belgrano aportó la mayor parte de los más de 600 muertos que les dejó la Guerra de las Malvinas. Cerca del cementerio está Goose Green, uno de los cinco campos de batalla en que se enfrentaron ingleses y trasandinos. Son pastizales duros en los que sopla un viento helado y persistente. Si ahora, en verano, el frío era insoportable, la noche del 28 al 29 de mayo de 1982, en pleno invierno, bajo un sudario de nieve, debe haber sido inimaginable. Aún pueden verse pequeñas trincheras de un metro por un metro, ya muy cubiertas de tierra y hierba, de las que nadie ha osado sacar las frazadas con las que esa noche se cubrió un conscripto de 20 años de edad, si no menor. Su presencia ahí devuelve al instante en que la abandonó. Todo indica que la estrategia de los argentinos le resultó entre amateur y absurda a los legendarios ejércitos del Reino Unido. Al menos a mí, que tengo un buen número de amigos porteños con los que siento tanta o más cercanía que con muchos connacionales, se me secó la garganta imaginando el desamparo y terror que deben haber sentido esos muchachos regalados a la muerte. Me los figuré temblando en esos páramos, sin saber a quién llamar, con quien compartir el miedo, preguntándose qué diablos hacían ahí, mientras por el lugar menos pensado podía aparecer un gurca que les clavara una bayoneta en el cogote. Fowill resucita esas angustias y desconciertos en su novela Los Pichiciegos. Las trincheras individuales no estaban tan cerca las unas de las otras. Sólo a los gritos se hubieran podido comunicar, y ahí gritar es delatarse. Tras la rendición, 1500 de ellos fueron recluidos como prisioneros en unas barracas mal olientes que hasta hoy se utilizan para trasquilar ovejas. Los chilenos no tenemos ni recuerdos de haber participado en una guerra. La última fue la Guerra Civil de 1891. No, al menos, con ejércitos que se enfrentan, porque de violencia y crímenes militares, claro que tenemos recuerdos.

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Las Falklands son unas islas alucinantes. La vida cotidiana de un pueblo pequeño se pierde entre las ambiciones y cálculos de potencias internacionales. Para un importante país del norte tener territorios en el extremo sur, ha de ser altamente atractivo y no una chacota. Para los argentinos, que no tienen precisamente una historia de gran amistad con los ingleses (invadieron Buenos Aires a inicios del siglo XIX), ver estas islas que consideran propias en manos de los anglosajones, no les ha de causar ningún orgullo. Menos ahora que se está hablando mucho de petróleo en la zona. La versión oficial de los kelpers es que no se trata de gran cosa. Argumentan que el petróleo que hay está a demasiada profundidad, lo que encarece mucho su extracción. Nadie niega, sin embrago, de que existe por ahí. De hecho, hay trabajos en curso. Las soberanías pesqueras son otro punto de controversia. Al interior, mientras tanto, tienen un gobierno propio. Hay un parlamento electo de ocho miembros que, como es fácil deducir, no necesitan usar letreros en sus campañas. El tiempo le alcanza a los candidatos para hablar con cada uno de sus electores. Por lo demás, se conocen todos. El gobernador inglés tiene su pequeño mundo aparte. Es una autoridad pasajera que para las fiestas sale con un atuendo militar que lleva plumas en el gorro. Su rol, me explican, no es ejecutivo. Hace un poco las veces de la reina en Inglaterra. Debe visar, eso sí, las decisiones del gobierno local, aunque se supone que no las discute. En Las Falklands circula un dinero propio, la Libra de las Falklands, impreso especialmente para ellos. En sus monedas, sin embargo, figura la reina Isabel II y tiene paridad con la de Gran Bretaña.

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Las Falklands o Malvinas, están ubicadas a más de 700 km al noroeste del Cabo de Hornos. Son una reserva de vida marina extraordinaria. El archipiélago posee 776 islas desperdigadas. En una de ellas, una mujer que perdió el juicio, vivió encerrada por su marido durante siete años sin poder salir, y soportando los golpes que él diariamente le propinaba. Hoy deambula por algunos restaurantes de Stanley, apaciblemente, y le gusta hacer reír. Cuadras más allá vive su ex marido. Nadie roba. En la cárcel hay cinco presos, la mayoría por abusos sexuales bajo efectos del alcohol. Se trata de una comunidad amable, tranquila, british. Los jóvenes son pocos. Muchos de los que se van a estudiar fuera, no vuelven. Muchos de los que llegan a pasar una temporada, se quedan. Son islas del fin del mundo.

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NICANOR PARRA

Por: | 01 de diciembre de 2011

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Nicanor tiene 97 años y vive en Las Cruces, un balneario de la Costa Central, a menos de cien kilómetros de Santiago, ubicada entre la Cartagena de Vicente Huidobro y la Isla Negra de Pablo Neruda. Equidistante de ambos. Su casa pertenecía a una vieja familia conservadora, hoy dueña de un holding tecnológico. Las Cruces mantiene cierto aire de familia tradicional chilena, austera, muy católica, aunque nunca falte entre sus miembros un elemento disonante. Ronda el fantasma de sus antiguos residentes. Hay unas cuántas casonas en las que la vida palaciega murió hace décadas. El pasto ha cubierto las escaleras y los pasadizos. Donde antes se tomaba té, hoy reina la cerveza. Nuestra seudo aristocracia abandonó el balneario al comenzar la década de los 70. Sus actuales habitantes escuchan reggaeton y no tienen pedigrí.

Desde la terraza de Nicanor –posiblemente el poeta vivo más importante de la lengua española, Doctor Honorary Fellow de la Universidad de Oxford, desde hace años candidato al Premio Nobel y, desde hoy, Premio Cervantes–, se ve toda la bahía y varias de las siguientes hasta llegar a San Antonio, el puerto más activo de Chile. Su jardín, que se prolonga prácticamente hasta la arena, hace meses decidió que no lo podaría más. Los arbustos crecieron como energúmenos y el bosque que nació desordenado tuvo durante un buen tiempo fascinado al antipoeta. En la parte inferior del terreno, uno de sus nietos encontró unas ramas muertas con unas hojas tan secas que quedaron reducidas a esqueleto. Transparentes, únicamente estructura. Nicanor se obsesionó con ellas y las mandó a buscar todas.

Ahora último le ha bajado un intenso amor por los tordos que llegan a la baranda, pero como el bosque se llenó de gatos, los tordos no pueden permanecer. Parra les puso un plato con migas pegado a una antena instalada arriba de una silla equilibrada encima de una mesa, donde los felinos no pudieran llegar y los pájaros hallaran un espacio de solaz. Pero los gatos fueron más fuertes. Actualmente trabaja en una torre bastante más alta y compleja, aunque no por eso menos destartalada.

Nicanor parece que hizo un pacto con el diablo. No consigue envejecer. Su cabeza rehúye la nostalgia y cualquier endiosamiento del pasado. Sus músculos suben escaleras larguísimas y soportan caminatas exigentes. Lo he visto saltar cercas para visitar casas abandonadas, y agarrarse la cabeza a dos manos cuando un viejo enajenado nos dice una frase sin sentido. “¿Lo conoces, Nicanor?” “¡Por supuesto, por supuesto! Es Cronos”, contesta. Acto seguido se burla murmurando “Qué ridículo más grande”.

Según él, la respuesta a la pregunta de cuánto debe vivir el hombre, al menos en occidente, tiene una respuesta: 33 años. La dio Cristo, ni más ni menos. Así el hombre muere con toda su dentadura, sonriente, y no con un puro diente colgando como una campana. Semanas atrás aseguraba que el problema de los problemas era la gingivitis, una enfermedad que afecta las encías y que lo tenía sangrando a ratos por la boca. Como desconfía de los médicos a los que considera parte de “la mafia de la salud”, improvisó un remedio casero de su autoría: morder con fuerza la carne blanca en las cáscaras de naranja, con fuerza, de manera que la sustancia cubra todas las heridas.

Ha puesto en circulación varias recetas para llegar con semejante vitalidad al final de la centuria: el consumo periódico y sustancioso de ácido ascórbico (en polvo y a cucharadas); la lactancia materna prolongada (si mal no recuerdo, lo escuché decir que la suya había durado hasta los siete años); dormir en abundancia (él se acuesta a las diez de la noche, se levanta a las once de la mañana y duerme siesta de cinco a siete de la tarde); y finalmente, mover el esqueleto. No hay día que no salga de paseo, a pie, por la calle Lincoln, con un gorro de tela vieja como el de los exploradores y un bastón, que a veces es un palo y jamás un producto de la alta cultura.

En su casa no hay calefacción; si hace frío, se abriga. La calefacción y los aires acondicionados –concluyó viviendo en Nueva York, como profesor invitado–, son fuente de enfermedades. Por eso se viste de modo particular: a veces, debajo del chaleco esconde varias capas de camisas y remeras. Ya no soporta los restoranes caros. Eso de que unos estén sentados comiendo mientras otros, uniformados, los sirven como esclavos, le resulta intolerable. Prefiere los boliches populares, donde los que atienden y los atendidos son iguales. Nicanor, dicho sea de paso, tiene una cierta aversión a los gordos. Todo lo que no le gusta de Chávez lo resume llamándole “El Gordo Chávez”. Alguna vez se entusiasmó con la candidatura política de Fernando Flores, un ex ministro de Salvador Allende y actual aliado de la derecha, pero al poco tiempo cayó en la cuenta de que no podía ser muy bueno, porque era gordo.

Políticamente hablando, Nicanor ha sido filo comunista, filo anarquista, apreciado y despreciado por la izquierda (a comienzos de los 70, según él embaucado, le aceptó una tacita de té en la Casa Blanca a la esposa de Nixon, y desde Cuba se piloteó su crucifixión), y liberal, en su sentido más originario, si por tal cosa se entiende al que no pierde de vista las luces y sombras del individuo. En Poemas y Antipoemas, a mediados de los años 50, escribió: “Yo soy el individuo./ Me preguntaron que de dónde venía./ Contesté que sí, que no tenía planes determinados./ Contesté que no, que de ahí en adelante.”

Hay pocos poetas tan inteligentes como Parra. Es científico (estudió física teórica en Chile, en EE.UU y en Oxford) y vivaracho. Fue de los primeros que se tomó en serio el ecologismo, cuando en nuestros países resultaba una extravagancia: “economía mapuche de subsistencia”, “Luz Natural o la Revolución de las gallinas: Hay que aprender de los que saben más: acostarse y levantarse temprano”, son parte de su ideario. Cuando ya todos comenzaron a suscribir esos principios, concluyó que en realidad el mundo no sucumbirá: “Lo salvarán los empresarios”, me dijo. “¿Sabes por qué? Porque cuando dejar de destruir sea más rentable que seguir haciéndolo, van a salvar el mundo”. La última vez que nos vimos, ya estaba dudando de esta aseveración. Antes sostuvo que el planeta tenía fecha de término. El cálculo apelaba a las reservas de petróleo y otras variables.

Defiende una máxima política fundacional: “CORRUPCIÓN SUSTENTABLE, VENCEREMOS”. El resto se lo deja a los ideólogos y a los operadores. A él le interesan “todas las cartas del naipe”. Para Nicanor, no sobra nadie, y hacer oído sordo a cualquiera de las voces que rondan es un pecado que bordea la estupidez. Está en las antípodas de los fanatismos y de las verdades reveladas. “¿Qué es la antipoesía?”, le preguntó mi hija el otro día, y él le contestó: “poesía”·. En su poema el Cristo de Elqui su personaje confiesa: “el verdadero Cristo es lo que es/ en cambio yo qué soy: lo que no soy”.

La obra de Nicanor ha sido admirada por los beatniks norteamericanos (Allen Ginsberg y compañía), por Harold Bloom y Roberto Bolaño, entre muchísimos otros. Lo han premiado casi hasta decir basta. Sus textos son estudiados en las más prestigiosas universidades del mundo. Viene de San Fabián de Alico –de Chillán a la cordillera–, y es el hermano grande de la Violeta Parra.

Poeta de las voces vivas; recopila frases y dichos, colecciona lugares comunes, lo conmueven las historias callejeras. Un jardinero vecino le contó que su mujer era algo fiestera, y que en su pueblo le hacían burlas insinuando que sus hijos no eran de él: “¿Y sabes lo que me dijo el jardinero? Que no le importaba, porque esos niños le decían ‘papá’.” Más tarde escribió La Sagrada Familia: Yo me llamo José Ella María / Y nuestro hijo idolatrado se llama Jesús / Se rumorea que yo no soy su padre biológico / Pero eso carece de importancia / Lo importante es que la Sagrada Familia está aquí / Yo me defino como su padre platónico / Qué quieren que les diga: / A mí me basta con que el caurito me diga papá / Animo! / PAZCUA FELIZ PARRA TODOS / Y muchas gracias por la atención dispensada.

 

 

Tortura, Pinochetismo y Democracia

Por: | 25 de noviembre de 2011

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Sólo pensar en la tortura, estremece, y acá en Chile hubo sitios especialmente habilitados para ejercerla. Casonas señoriales fueron transformadas en centros de interrogatorio a los que cada mañana llegaban seres humanos a martirizar a otros seres humanos. Algunos de esos lugares, como Villa Grimaldi, se han convertido en parques de recogimiento. Allí hubo personas que durante meses y hasta años despertaron cada mañana para ser atormentados de los modos más atroces –electricidad, ahogamientos, palizas, violaciones, colgamientos, inmundicias, etc., etc.-, por fríos profesionales del espanto.

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Eran recintos de detención administrados por la DINA –Dirección de Inteligencia Nacional-, la policía secreta de Pinochet. Muchos de los que llegaron ahí, nunca salieron. Miguel Krassnoff Marchenko, militar del ejército chileno, estuvo entre sus mandamases. Según cuenta Patricio Bustos, una de sus víctimas y actual director del Instituto Médico Legal, “Osvaldo Romo y él eran los únicos que usaban su nombre verdadero.” El Guatón Romo porque era un débil mental, y Krassnoff porque se juraba intocable. Osvaldo Romo tenía un aspecto repugnante. Cara muy redonda, estropeada, y con algo de esos monstruos fondeados, como el Jorobado de Notre Dame. Había sido militante de izquierda antes de convertirse en colaborador activo de los militares. Ostentaba una vulgaridad abismante. “Sácame fotos, sácame fotos, no más, huevón”, le gritaba a los reporteros gráficos saliendo de los Tribunales de Justicia, mientras era juzgado. Antes de morir concedió a la cadena Univisión una entrevista sin filtros. No se la quiso conceder a ningún periodista chileno, porque los encontraba tontos. Le preguntaron si volvería a hacer lo que hizo, y contestó: “Claro, y no dejaría periquito vivo. Todo el mundo pa' la jaula. Ese fue un error de la DINA, yo se lo discutí hasta última hora a mi general: ¡No deje a estas personas vivas! Fue terrible y ahora se ven las consecuencias.” A continuación, se refirió al mejor modo de hacer desaparecer los cuerpos. No lo convencía del todo arrojar los cadáveres al mar, porque el océano Pacífico tiene mucha corriente; prefería los volcanes. El Villarrica y el Llaima le parecían estupendos. Explicó en detalle algunas de las técnicas de tortura: "La parrilla es un somier metálico donde se les pone desnudos, una pata p'allá y otra p'acá, un brazo p'allá y otro p'acá, se les amarra y se le ponen perritos en la vagina, en los pezones, en la boca y en los oídos, y se le da vuelta a la máquina. Se les moja un poquito para que sea más fuerte el primer golpe y hablen rápido".

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Ése era Romo, el subordinado de Miguel Krassnoff, un tipo marcial, alto, de aspecto cuidado, un caballero, según la nomenclatura arribista de quienes hasta hoy lo defienden y ensalzan en actos de apoyo, como al que este lunes invitó el alcalde democráticamente elegido de la comuna de Providencia, una de las supuestamente más armónicas y civiles de Santiago, el ex coronel y guardaespaldas de Pinochet, Cristián Labbé.

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Cerca de 2000 personas –entre ellas víctimas directas y familiares de asesinados por él-, se reunieron a las puertas del evento para encarar a sus cómplices y sostenedores que asistieron. Krassnoff participó de las torturas a Osvaldo Andrade, actual presidente del Partido Socialista, y a Gabriel Salazar, Premio Nacional de Historia, sólo por nombrar a los más famosos de su larga lista de martirizados. Hay quienes rumorean que tuvo en sus manos incluso a la ex presidenta Michelle Bachelet.

Según acaba de contar el médico Patricio Bustos, Krassnoff “gritaba y agredía a las personas amarradas, vendadas, de todas las edades. Ahí llegó Carmen Andrade, la ex subsecretaria del Sernam (Servicio Nacional de la Mujer), con uniforme escolar. Ahí llegaban niños de dos años, ancianos de más de 80, maltratados (…) Krassnoff nos torturó juntos. Nos tiraron a la parrilla eléctrica, desnudos, amarrados a un somier metálico con aplicaciones de electricidad. También me desnudaron, me golpearon con pies y manos y me aplicaron electricidad, me quemaron con cigarros.”

 

Miguel Krassnoff, Prisionero por Servir a Chile, según reza el título del libro que este 21 de noviembre fue lanzado por cuarta vez en el Club Providencia, como excusa para glorificarlo. En la página web que lo publicita aseguran que “El libro promete una lectura entretenida y la historia verídica de un Cosaco ruso que ha dado todo por nuestra Patria.” El linaje del torturador es de una sola línea. Su abuelo es Piotr Nikolaevich Krasnov, militar ruso furiosamente anticomunista que durante la Segunda Guerra Mundial se puso al servicio de los nazis. Tanto el viejo Piotr como su hijo Semion, el padre de Miguelito, fueron enjuiciados y condenados a muerte en su país como criminales de guerra y traidores a la patria, luego de participar en la eliminación masiva de judíos como miembros de la célebre Waffen SS.

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(El abuelo de Krassnoff dirigiéndose a las tropas aristas)

No hay mucho que discutir respecto del descriterio que implica andar festejando carniceros condenados por los Tribunales a ciento y tantos años de prisión, mientras una buena lista de sus maltratados siguen vivos, sin contar a los parientes de los que asesinó. Nada, salvo recordarnos que muerta la perra no se acaba la leva, como pensaba Pinochet refiriéndose a la muerte de Allende. ¿Por qué ha vuelto a surgir ahora, que se supone que un ciclo político se cierra y un listado de nuevas demandas tiene tomada la agenda, la sombra de la dictadura y sus macabrerías? Ha de ser que sepultada la transición, corresponde discutir los pilares del período que comienza. El miedo ha desaparecido. Nada tiene que negociar la democracia con la tiranía, ni el delito con la ley, ni la justicia con el abuso. No es excusa el pragmatismo para tranzar los principios básicos sobre los que se desarrolle una sociedad decente. De ahí para arriba, que los políticos jueguen sus fichas. Se viven en Chile, sin embargo, tiempos constituyentes, de discusiones medulares y no anecdóticas que, dentro de poco, salvo que prime el inmovilismo interesado, debieran quedar plasmados en una nueva constitución sin trancas (no como la actual, nacida entre cuatro paredes en 1980), hija legítima de la democracia que nos regirá el siglo XXI. A la hora de escribirla, estaremos de acuerdo, los verdugos no tienen la palabra.

Chile hoy: entre el entusiasmo y el miedo

Por: | 15 de noviembre de 2011

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   En el último tiempo han presentado conciertos en Chile varios de los músicos más admirados del planeta. Desde Paul McCartney a Justin Bieber. Ringo Starr, Eric Clapton, Faith No More (Mike Patton), Coldplay, Radiohead, Beady Eye, The Killers, Jamesons, Jane’s Adidction, Fatboy Slim, Ben Harper, Belle and Sebastian, Calle 13, Sepultura, y este fin de semana vinieron a “Maquinaria”, un encuentro rocanrolero que congregó a cerca de 60.000 personas por día en el Club Hípico, Chris Cornell, Alice in Chains, etc., etc.

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    Acaba de terminar el festival Primavera Fauna, donde asistieron varios de los conjuntos más relevantes del pop actual. Pronto le toca a Jean Luc Ponty y Roger Waters. Entre medio, montones de bandas que sus respectivos seguidores consideran lo máximo de lo máximo han llenado teatros o arenas sin acaparar titulares. Las universidades de prestigio están trayendo, como nunca, a estudiosos y teóricos connotados a nivel internacional. Antonio Negri y Julia Kristeva se cruzan sin saber el uno de la presencia del otro. A Puerto de Ideas, congreso cultural que se realiza en Valparaíso, también vino el historiador Carlo Ginzburg, el antropólogo Marc Augé y el artista Alfredo Jaar. El Gran Teatro Chino ya pasa desapercibido.

    Se realizan simposios económicos con estrellas de las finanzas y la administración. Norman Foster, Peter Zumthor y el brasileño Marcio Kogan, tres de los arquitectos más relevantes en la actualidad, tienen proyectos por estos lados. Mini cursos de guionistas exitosos como Robert McKee y Guillermo Arriaga colman con escritores emergentes los auditorios donde se presentan. Vino Nick Vujicic, el hombre sin extremidades más famoso del mundo, a conversar con Felipe Camiroaga (después de Don Francisco, el animador más popular de la TV chilena) justo antes de que cayera el avión CASA 212 en que viajaba a la Isla de Juan Fernández -donde literariamente naufragó Robinson Crusoe- y muriera junto a todo el resto de la tripulación.

 

    Gael García está rodando en Chile una película sobre el plebiscito del 88, donde el triunfo del NO terminó con la dictadura de Pinochet. Los documentales audiovisuales estrenados este año en Chile han conseguido ir más allá de la denuncia que los caracterizaba, para convertirse en un género amplio, fresco y atractivo. Dentro y fuera de la Feria del Libro, clausurada el domigo, circulan escritores del otro lado de la cordillera de los Andes con una familiaridad que hasta recién no existía. Hay mendocinos (provincia argentina) que viajan a Santiago para ver a César Aira o Alan Pauls. Basta levantar una piedra para descubrir un panel de discusión sobre el rol de la cultura, los retos de la democracia, el Estado, la crisis de la política, etc. Los debates teóricos han sobrepasado el ámbito del claustro. Hay bares donde acontecen discusiones de expertos sobre el rol de la educación pública, ante audiencias que las escuchan tomando cervezas y fumando mientras tanto.

    Hasta hace menos de una década, quejarse de la ausencia de actividad cultural en Chile era un lugar común entre los poetas de todo tipo. La letanía finalizaba con un “¡¿y qué queremos, si vivimos en el culo del mundo?!” , o algún comentario acerca de lo profundo que había sido el daño causado por la dictadura. Hoy nadie podría lamentarse como entonces. La abundancia de acontecimientos es tal, que para el conjunto pasan desapercibidos. Entiendo que incluso comercialmente estos esfuerzos se justifican, porque las funciones, en un altísimo porcentaje, consiguen repletarse. Se ven llenos los restaurantes y pubs. Las noches se han multiplicado.

    Pero algo pasa que toda esta efervescencia no consigue filtrar la oficialidad. Los noticieros de la televisión no dan cuenta de esta actividad nutriente. Son de una vulgaridad, provincialismo y bobería vergonzosas. Leer El Mercurio, el principal periódico nacional, es la mejor manera de desinformarse, y, esta vez, no porque mienta –como rezaba una famosa leyenda desplegada en el frontis de la Universidad Católica a fines de los 60, durante la Reforma-, sino porque distrae. El Chile de sus páginas enormes no tiene nada que ver con el de las avenidas del país. Sigue radicado en los salones del poder tradicional, donde nadie se roza con las multitudes que están irrumpiendo.

    La Concertación -oposición de centro izquierda- está presa de discusiones absurdas y miserables, y el gobierno, con el apoyo de la totalidad de los grandes medios de comunicación, nos intenta convencer de que vivimos un ambiente de violencia preocupante. Nunca antes anduvo más gente en bicicleta por las veredas y parques, pero se supone que habitamos un mundo amenazado.

    Los robos, que han ido en aumento, ya no parecen preocupar tanto a la derecha como en tiempos de campaña, cuando Piñera aseguraba que con ellos al mando del país, “se le acababa la fiesta a la delincuencia”. Del incremento en los delitos han responsabilizado a las manifestaciones sociales (por desviar la atención policiaca) y a la mano blanda de los jueces a la hora de condenar. Suponen que llenando cárceles, disminuyen los malandras. Hay un cuento del brasilero Machado de Asis que narra la historia de un pueblo donde todos acaban presos, menos el único culpable: el carcelero.

    Ahora el ministro del interior se halla obsesionado por unas bombas de menor cuantía, en su mayor parte de ruido solamente. La más noticiosa, y convengamos que el asunto es inquietante, no alcanzó a estallar en la decimotercera banca de la Catedral metropolitana. Estaba al interior de una mochila negra que recogió José Vega Arriagada, el custodio de turno. Luego que el 24 de julio de 2004 un loco decapitara ahí mismo al padre Faustino Gazziero apenas terminaba una prédica sobre el apóstol Santiago, los deanes del templo deambulan alertas. La bombaen cuestión consistía en un extintor con reloj, muy parecida a la que sí detonó en dependencias de COPESA, la empresa periodística dueña del diario La Tercera, días más tarde. Se supo también de otras por el estilo, pero ninguna pasó de romper vidrios. Por acá nadie quiere esas bombas, pero están lejos de constituir el gran dilema nacional.

 

    El movimiento estudiantil –especialmente en sus primeros impulsos, porque a medida que la frustración crece, también aumenta su grisura–, lejos de plantearse amenazante, inauguró una fiesta civilizatoria. Ellos, y todo el resto de las marchas que han circulado, pusieron en órbita una pregunta que al cabo del tiempo podría traducirse como “¿qué sociedad queremos?”. Es uno de esos problemas que no se presentan con fuerza a cada rato. Siempre rondan, pero de pronto emergen. El tema brotó en medio de un mundo convulsionado y falto de respuestas robustas. No estamos solos en esta encrucijada. Únicamente para los cobardes o los enconados defensores del statu quo semejante ambiente de cuestionamiento puede significar una tragedia. Sin embargo, si las fuerzas políticas no son capaces de ver el lado virtuoso del proceso, corren el peligro de seguir transformando su savia en hiel.

    Este jueves, los estudiantes vuelven a la calle. La oposición que reúne al centro y la izquierda está por presentar un proyecto de solución al conflicto educacional. Hay visos de acercamiento entre los estudiantes y grupos parlamentarios. “Visos”, digo, porque la desconfianza en el sistema político es tal, que estamos muy lejos de verlos abrazados. Camila Vallejo, junto con Giorgio Jackson los principales líderes del movimiento estudiantil, aseguró que aquellos a quienes representaba no sacrificarían la esencia de esta batalla que ya avanza hacia los 7 meses. No se ve fácil la solución. Es, mal que mal, un debate profundamente ideológico. Ideológico en el mejor sentido: ése que pone en controversia las maneras de ver el mundo e imaginar la sociedad. En estas tierras extremeñas, desde hace rato que tal disputa venía siendo postergada. La recuperación de la democracia convivió con el miedo a los desbordes, con el pavor a los desacuerdos, con la búsqueda constante de los consensos. Esa era terminó. Hoy, nadie salvo un puño de iluminados, habla de revoluciones, ni de volver a fundar el mundo desde cero. Pero los énfasis tienen un poder de transformación tan fuerte, como un pequeño giro de timón en un transatlántico que cruza el océano. La pregunta todavía sin respuesta, es cómo hacer para que este momento de vitalidad democrática y expresión de deseos respetables, en lugar de llevárselos el viento, hinchen velas en esta historia.

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El tema de la Educación Chilena se halla en un Pantano

Por: | 07 de noviembre de 2011

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La semana pasada se cumplieron seis meses desde que el movimiento estudiantil chileno salió a la calle. En lo sucesivo, no ha dejado de hacerlo. El petitorio se resume en la pancarta “Educación Pública de Calidad para Todos”. Saben que no se puede conseguir de golpe, pero esperan señales claras de que el buque navegará hacia allá. Las propuestas abundan, pero las respuestas se hacen esperar. El gobierno no ha podido encontrarle todavía un camino de solución al conflicto. No tiene siquiera claridad interna. Se instaló en el tema policiaco.

El Congreso aparece y desaparece en esta historia, y por motivos tan diversos como anecdóticos. Recientemente, Camila Vallejo, la dirigente más visible del movimiento, aseguró que no confiaban en los acuerdos cupulares a que pudieran llegar los representantes de la derecha y La Concertación, oposición de centro izquierda. (Aquí datos de última encuesta) Descreen de los partidos tal como los ven. Mal que mal, durante la presidencia de Bachelet, aparecieron todos tomados de las manos festejando un acuerdo que, supuestamente, le pondría fin al problema. Así las cosas, salvo que nos organicemos en soviets u otro método de asambleas populares que reemplacen al Estado tal como lo conocemos, no aparecen visos de solución.

Son cerca de 400 los colegios que siguen en paro y 200 los que permanecen ocupados por sus alumnos. Los universitarios que perderán el año bordean los 6000. Más de la mitad de las universidades públicas se hallan en toma y no comenzarán el segundo semestre. La situación continúa, en lo concreto, como ese 28 de abril en que marcharon por primera vez.

Ha pasado de todo y no ha pasado nada. El tema de la educación y la irrupción de ciudadanos apoyando esa causa agudizó el convencimiento de que vivimos en una sociedad enfermamente desigual. La Polar (empresa de retail que cayó tras descubrirse sus cobros de intereses desmedidos a consumidores de bajos ingresos), entre medio, confirmó que reinaba el abuso. Los jóvenes instalaron en la agenda la urgencia de un cambio en nuestro sistema político y la necesidad de aumentar la carga tributaria, con claridad, al menos, para las grandes empresas y corporaciones a las que hoy pertenece un porcentaje desconcertante de la riqueza nacional.

Hablar de una nueva constitución dejó de ser un despropósito. Valga decir que nos sigue rigiendo la misma que se redactó en tiempos de Pinochet de espaldas a la población, y que fue aprobada por un plebiscito trucho (1980), en un contexto altamente represivo y con absoluta ausencia de libertad de expresión.

Es evidente que la democracia chilena requiere un aggiornamento, pero hasta aquí todo es blablá. Ninguna reforma importante en torno a estos asuntos se ha concretado, ni es fácil visualizar el camino que tomarán. Según mi amigo P.V., ejércitos de liceanos (as) y universitarios (as) podrían partir en el verano a reclamar en la playa de Zapallar, el más exclusivo de los balnearios chilenos, -u otros salones de la fortuna-, la parte del botín que necesitan para estudiar.

Si al movimiento no le sueltan algo convincente, nada indica que se detendrá. En caso de tomar vacaciones, regresará descansado el próximo año. Ahora quieren salir, como los canutos o los candidatos, a hacer puerta a puerta por los distintos rincones del país. Explicarle a la gente, cara a cara, en qué consiste esta batalla. Ellos mismos se están encargando de disolver la excusa de la violencia para no dejar oír los cambios que demandan. Si lo consiguen, el gobierno se quedaría sin plan. Ayer, sin ir más lejos, volvieron a reunirse cerca de 50.000 estudiantes con sus familias en el parque Almagro, uno de los más céntricos de Santiago, sin que se produjera ningún tipo de desmanes. ¿Se sabe de alguna nueva propuesta en curso, que no sea para sancionar con fuerza a los encapuchados?

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Hasta aquí, es como en la película El Día de la Marmota. Las jornadas se suceden, las huelgas continúan, las asambleas no cesan, declaraciones van y vienen, pero el barco no se mueve. Evelyn Matthei, ex senadora y actual ministra del trabajo, sostuvo tiempo atrás que habría que acostumbrarse a gobernar con marchas periódicas, como si se trataran de música ambiental. Ya son seis meses en que muchos días parecen el mismo día. Es verdad que así son los ritmos de la historia, pero la pequeña política requiere más agilidad. Por el momento se encuentra en un pantano, donde no reina el buen olor.

La Extraña Muerte de un Perro (Chilenos III)

Por: | 03 de noviembre de 2011

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Ayer regresé del campo. Mi padre tiene una parcela cerca de Graneros, un pueblo ubicado setenta y tantos kilómetros al sur de Santiago, y una casa grande en medio de un cerro –el Pan de Azúcar- repleto de cactus y espinos. El jardín es plácido. Hay una palmera grande que impone su sombra a la de los robles, cipreses y pimientos. En el llano están los cerezos, el meollo del asunto. Son de varias especies, y cada una de ellas tiene un nombre en inglés. Cosa que no deja de sorprenderme, se paga un royalty todos los años a empresas extranjeras por el uso de sus semillas. Ahora en Chile, todas las simientes tienen marca y dueño. Incluso los cultivos tradicionales deberán pagar por el uso de sus semillas, así las vengan auto cultivando desde hace mucho. Entiendo que sólo ciertos porotos quedaron liberados. Por estos días, algunos de los cerezos han comenzado a pintar sus frutos. Tímidamente, están sonrojándose.

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         La familia de los cuidadores la compone Ariel, un hombrón de aproximadamente 50 años, alto, macizo, lampiño, de cabeza grande y expresión infantil. Hará un par de años que llegó a trabajar a Graneros, proveniente del valle de Colchagua –la zona de los vinos chilenos por excelencia-, con su mujer, Catalina, de más o menos la misma edad, aunque se ve mayor. Ella es baja, para nada esbelta, usa anteojos con cadena y tiene moño en el pelo. Podría ser la madre de su esposo. No conoce el mal carácter ni el desgano. Es la cocinera de la casa, y ahora estaba sola, porque su marido se había visto obligado a viajar donde los parientes colchagüinos por motivos que no se preocupó de detallar. El hijo mayor de ambos es Ariel Ignacio, veinteañero, grandulón, de la estatura de su padre, sólo que más gordo. Estudia para ser chef. Antes de matricularse, le pidió a mi madre si podía hacerle de aval para el crédito con que se pagaría la carrera. Por sí solo no era un sujeto confiable. Actualmente, tiene tomada la cocina de la casa. No es raro verlo aparecer con una chaqueta cruzada estilo Cordon Bleu, mientras su mamá pica cebolla con tenida campesina. Discuten todo el tiempo. Ella defiende el modo en que vienen preparándose los platos desde antes de nacer, mientras él le tira nombres de cocciones francesas y salsas para ella impronunciables. Cuando Ariel Ignacio consigue imponerse, llegan a la mesa fuentes decoradas con sofisticaciones desconocidas en esos parajes. Son la demostración viva de una sociedad que evoluciona, ganando y perdiendo a la vez. Su hermana menor, La Cata, tiene quince, y es una más entre las niñas que deambulan por los pasillos cuando vamos de visita los hijos con los nietos.

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         Este fin de semana fue todo descanso y agrado. Apenas llegamos, sin embargo, se impuso el tema de la muerte del Toco, el perro pastor alemán que desde hace años participaba como otro integrante de la vida familiar. Era un perro grande y bonito. “De película”, decía un sobrino, y todavía joven. Según contó Catalina, lo más probable es que lo hayan envenenado. Ese martes fatal apareció en la puerta de entrada tiritando, inquieto, revolcándose de dolor, aunque sin aullar demasiado. Le dieron agua, le dieron leche, y Ariel Ignacio lo abrazó mientras vomitaba sangre. Llamaron al veterinario del pueblo, pero no contestó el teléfono. Al día siguiente lo encontraron duro como una estatua cerca del felpudo para sacudirse los pies. A eso del mediodía, el Toco yacía enterrado no muy lejos del horno de barro, a pasos de una mecedora semi abandonada.

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     El domingo anterior al Día de Todos los Santos, almorzamos en una mesa larga, debajo de la palmera. Clara, mi hija de 11 años, contó que entre los campesinos circulaba otra versión de la muerte del animal. Quienes se preparaban para la cosecha aseguraban que el Toco había fallecido producto de una golpiza propinada por Ariel. Entre los comensales había quienes conocían a Ariel de los tiempos en que trabajaba en el vino, y sacaron a relucir historias que por esos lados se contaban de él. No viene al caso mencionarlas, porque hasta aquí, como dice una canción chilena “son rumores, son rumores…” Pero palabras sacan palabras, y entre cuento y cuento fueron apareciendo las suposiciones, las lecturas de modos y gestos, la extremada cercanía con los menores, esa cosa tan extrañamente inmadura que le permite, a este hombrón, jugar de igual a igual con niños que aún no cumplen diez.

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         Durante la tarde, junto a las botellas de vino, también se habló de política y salieron a colación los conflictos familiares, las pequeñas historias que le estaban aconteciendo a sus miembros, en especial las desgracias y los descriterios. Bajo el perfecto orden y sosiego en que transcurrieron esos feriados, verdad o mentira, se ocultaba el fantasma de la fatalidad. Nadie estaba dispuesto a verlo. Hubiera sido mucho el desajuste. Del goce habríamos pasado a la preocupación. (”Cómo en Chile”, comentó un amigo cuando escuchó la historia.)            

Esa jornada duró hasta que se puso el sol y partí al pueblo con mis hijos disfrazados, la mayor de Morticia y el menor, según él, de zombi, aunque costaría imaginar algo menos aterrador que su aspecto. Por las calles de Graneros, muchas sin pavimentar, comuna que completa no llega a los 30.000 habitantes, deambulaban pandillas de princesas, vampiros y súper héroes gritando desde los portones oscuros de las casas: “¿¡Dulce o travesura!?” En su mayoría eran pequeños. La palabra Halloween les evocaba, seguramente, el nombre de un juego. “Jálogüin”, para ser precisos.

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Sobre el autor

. Escritor y periodista. Director y fundador de la revista The Clinic y theclinic.cl. Además, se le puede escuchar todas las mañanas en radiozero.cl.

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Patricio Fernández

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