Edificio Alto Río. Concepción, Chile, 2010
Hace dos años ya y los recuerdos tiemblan todavía. Lo que pasó fue esto:
“A las 3.34 de la mañana del 27 de enero de 2010 Chile sufrió un terremoto de magnitud 8.8 en la escala de Richter.
El sismo modificó el eje de rotación de la Tierra y el día se acortó en 1.26 microsegundo.
La ciudad de Concepción se desplazó 3.04 metros hacia el oeste, en dirección al mar. Santiago se desplazó 27.7 centímetros. Los GPS tendrán que ser ajustados para reubicar a estas ciudades movedizas.
El terremoto duró siete minutos en su epicentro y fue percibido como una subjetiva forma de eternidad en diversos lugares. Esto lo convierte en uno de los más largos de la historia.
El sismo tuvo su epicentro a noventa kilómetros de Concepción. A un terremoto con epicentro marino le sigue un maremoto.
Desde la Estación Espacial Internacional el astronauta japonés Soichi Noguchi fotografió el cataclismo y mandó un mensaje: Rezamos por ustedes”.
Juan Villoro estaba ese día en Santiago y lo cuenta así en el libro 8.8: el miedo en el espejo. Una crónica del terremoto de Chile. En Chile lo publicó la maravillosa editorial de la Universidad Diego Portales; en España, Candaya, que ya había dedicado al escritor mexicano un estupendo volumen colectivo (basta ver la película que lo acompaña para descubrir la altura del escritor mexicano, que, por cierto, acaba de poner guión –a medias con Nicolás Echevarría- a un cómic dibujado por BEF –La calavera de cristal (Sexto Piso)- y en abril publicará en Anagrama nueva novela: Arrecife. Fin del aviso).
A los pocos días del seísmo, el 6 de marzo, Villoro publicó en el diario argentino La Nación El sabor de la muerte, un texto recogido recientemente en la Antología de crónica latinoamericana actual, preparada por Darío Jaramillo para Alfaguara. El sabor de la muerte es una suerte de embrión de 8.8: el miedo en el espejo, que desarrolla las horas que vivió su autor en un hotel acompañado de escritores que, como él mismo, acudían a un congreso de literatura infantil. Allí relata su parsimonia con el doble nudo de los zapatos en medio del temblor –“Los obsesivos morimos así”-, reflexiona sobre lo que un francés llamaría poética del pijama y recuerda su experiencia sísmica como mexicano. También habla del relato de Heinrich von Kleist El terremoto en Chile.
Ese relato acaba de aparecer en edición de bolsillo en Akal junto a El cántaro roto y La marquesa de O.... La traducción es de Emilio J. González García, que dice esto en el prólogo: “El terremoto en Chile llevaba originariamente el nombre de sus protagonistas como título, Jerónimo y Josefina, cuya relación con el destino es, en definitiva, el auténtico tema del cuento. Dos amantes son condenados a muerte por causa del embarazo de ella. Poco antes del ajusticiamiento se produce el terremoto que libera a Jerónimo de la prisión. El motivo de las catástrofes naturales se había popularizado en la literatura a raíz del terremoto de Lisboa, en 1755, aunque en este caso el desastre no es más que el marco en el que se desatan todo tipo de pasiones, las más sublimes y las más terribles, una historia desoladora de poco más de quince páginas de admirable concentración”.
El magistral comentario de Villoro al relato de Kleist, que sitúa la acción en 1647, es una mezcla perfecta de trabajo de campo, literatura comparada –ficción y realidad- y ensayo filosófico: la abolición del azar, la moral, el destino. Esas cosas. Analiza también una pregunta recurrente en todos los que han sobrevivido a un drama colectivo: ¿por qué ellos sí y yo no? Y subraya una evidencia al pensar en la ayuda –desinteresada, suele añadirse- que reciben los protagonistas del cuento: “No todo es egoísmo en la catástrofe”.
Yo añadiría una glosa a la glosa de Villoro: casi nada lo es. Si la torpeza –por ser suaves- de los políticos no ha terminado ya con este planeta es gracias al sentido común de la gente, que se multiplica cuando más hace falta. Acaso para demostrar lo que todavía tenemos de animales. En el mejor sentido. Hace dos años –disculpen la primera persona- yo estaba en Chile. Y, con permiso de Joe Brainard y Georges Perec, me acuerdo de Grimanesa Verdugo, que sonreía (y sonríe); de Fernando, el Mono, el Lord; de Feño, que cumplía años; de Carolina y Enrique, que demostraron que, en efecto, casi nada es egoísmo en la catástrofe; y de Alicia, que sabe que la belleza también alivia los dolores. Y me acuerdo de Adriano Cecioni, geólogo, porque después de un bombero y un médico lo más útil en un terremoto es un sabio. Me acuerdo de él y del mensaje que, meses más tarde, anunciaba su muerte. Y, puede que sea absurdo, todavía me da pena.