Carlos Pujol murió el 17 de enero pasado. Había nacido en 1936 y, en un gremio en el que a todo el mundo le gusta hacerse el raro, el raro de verdad era él. Pese a trabajar en la sala de máquinas más lustrosa del negocio editorial, escribió y tradujo poesía como si no existiese la palabra best-seller. Abrir cualquiera de sus muchos libros hacía que el lector se olvidara al instante de que el autor era ese hombre flaco que cada octubre salía en la segunda línea de las fotos del jurado del premio Planeta.
El día que murió, sus amigos recordaron con emoción su amistad y su figura de escritor, traductor, profesor y crítico. Sus lectores, entretanto, recordaron, agradecidos, sus libros escritos sin darse importancia: sencillos, claros, de verdad, como salidos de la mano de alguien que había hecho toda la gimnasia en el bachillerato y desde entonces escribía sin esfuerzo. Y recordaron todo lo que les enseñó a distancia sobre literatura, y todo lo que le deben en español Shakespeare y Emily Dickinson, Baudelaire y Stevenson.
Meses antes de morir, Carlos Pujol publicó El corazón de Dios (Cálamo), que se abría con este poema:
No te voy a contar
nada nuevo: vivimos
en una casa demasiado llena.
Con muebles, versos, chismes,
perifollos y plantas de interior,
palabras que no quieren decir nada
y soberbias locuras
para pasar el rato.
Es lo que llaman calidad de vida.
El día en que nos llames estaremos
doblemente desnudos,
echando en falta en medio de la luz
el engaño a los ojos de las cosas.
El día que nos llames, decía. Es imposible releer ese libro sin pensar en lo que tiene de palabra final. Sobre todo al llegar al poema que lo cierra:
Muchas veces el tiempo
extravía las cosas de la vida,
las ideas más sólidas
que uno siempre ha tenido de sí mismo:
igual que si olvidáramos
incomprensiblemente
la luz de la mañana.
¿Miras hacia otro lado, que se apañen,
durmiendo se te olvida lo que somos?
¿Es eso? Deja al menos que lo diga
sin que nadie nos oiga una vez más.
Por ponernos pesados que no quede.
Claro que un día resucitaremos,
pero ahora, esta noche, ¿no es posible?
La misma casa Cálamo acaba de publicar Bestiario, el libro que Carlos Pujol envío al editor José Ángel Zapatero “quince días antes de su fallecimiento”. Los 28 poemas del volumen son un repaso a lo que podríamos llamar la zoología personal del poeta. En él se alternan los apuntes sobre animales vivos –del burro al halcón- con monólogos a cargo de las estatuillas que, imaginamos, poblaban la casa del poeta: un cocodrilo, un león, un pato. Hay incluso una imprecación contra el autor mismo: “En este zoo de mentirijillas / nadie pierde de vista a este señor / que sentado a su mesa nos preside. / Es un tipo curioso, presume de ser alguien / y escribe fantasías que supone / la verdad más profunda de sí mismo”. Aunque el libro tiene algo de juguete epigramático –“Autores de best-sellers y políticos / están muy por debajo de mis logros”, dice el papagayo-, salta a veces de sus páginas una melancolía que se acrecienta si pensamos que tanto como de tigres o peces, Bestiario trata del género humano: “No sé si soy un perro imaginado, / pero si puedo recordar existo”.
Tal vez sea eso lo último que podemos hacer: recordar. Los plantígrados echamos de menos a Carlos Pujol, que abrió su libro (hoy póstumo) con este poema:
Los osos descansamos de la vida
como quien juega a ser
muñecos de peluche.
Público no nos falta,
ir y venir de niños, un enjambre,
el ruidoso espectáculo que llena
nuestros ojos inmóviles de vidrio.
Ellos van a crecer, pero nosotros,
igual que Peter Pan, nos mantendremos
en nuestra edad exacta made in China.
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En la imagen, Carlos Pujol retratado por Susanna Sáez.
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