Y dijo Elena Poniatowska hace una semana en Alcalá de Henares al recibir el Premio Cervantes: “Los mexicanos que me han precedido son cuatro: Octavio Paz en 1981, Carlos Fuentes en 1987, Sergio Pitol en 2005 y José Emilio Pacheco en 2009. Rosario Castellanos y María Luisa Puga no tuvieron la misma suerte y las invoco así como a José Revueltas”.
Hablemos brevemente de Rosario Castellanos, que no pudo haber ganado el Cervantes porque murió en 1974, dos años antes de que se concediera el premio por primera vez (a Jorge Guillén). Murió en Tel Aviv el 7 de agosto –pronto hará cuatro décadas- y de la forma más tonta: quiso encender una lámpara al salir del baño con las manos mojadas y se electrocutó. Tenía 49 años. También le rindieron homenaje en el Palacio de Bellas Artes del D. F., como a García Márquez (que tampoco llegó a ganar el Cervantes, en su caso, porque no quiso).
Rosario Castellanos fue poeta, novelista, ensayista, profesora, diplomática, hija de terratenientes (devolvió su herencia a los indios de Chiapas), madre de tres hijos (murieron dos), feminista, esposa, mujer divorciada... Fue todo eso y fue también desgraciada. Cosas de su matrimonio –“poligámico”, dijo, por la parte de él- con el filósofo Ricardo Guerra. De todo eso habla su obra. “Tuvo, desde su infancia, una conciencia clara de lo que significaba ser blanca frente a los indios y mujer frente a los hombres”. Lo dice la poeta Amalia Bautista en el prólogo que puso a Juegos de inteligencia, la maravillosa antología de Castellanos que preparó hace tres años para la editorial Renacimiento.
Mujer frente a los hombres significaba, entre otras cosas, que sus colegas intelectuales la mirasen por encima del hombro. Blanca frente a los indios significaba, por ejemplo, que de niña tenía una esclava (otra niña) de su propiedad. Literalmente.
Habría sido bonito que Rosario Castellanos viviera para recibir el Premio Cervantes. Nunca podremos leer su discurso, pero podemos imaginar el tono que hubiera tenido leyendo su autorretrato. Este:
AUTORRETRATO
Yo soy una señora: tratamiento
arduo de conseguir, en mi caso, y más útil
para alternar con los demás que un título
extendido a mi nombre en cualquier academia.
Así, pues, luzco mi trofeo y repito:
yo soy una señora. Gorda o flaca
según las posiciones de los astros,
los ciclos glandulares
y otros fenómenos que no comprendo.
Rubia, si elijo una peluca rubia.
O morena, según la alternativa.
(En realidad, mi pelo encanece, encanece.)
Soy más o menos fea. Eso depende mucho
de la mano que aplica el maquillaje.
Mi apariencia ha cambiado a lo largo del tiempo
-aunque no tanto como dice Weininger
que cambia la apariencia del genio-. Soy mediocre.
Lo cual, por una parte, me exime de enemigos
y, por la otra, me da la devoción
de algún admirador y la amistad
de esos hombres que hablan por teléfono
y envían largas cartas de felicitación.
Que beben lentamente whisky sobre las rocas
y charlan de política y de literatura.
Amigas… hmmm… a veces, raras veces
y en muy pequeñas dosis.
En general, rehuyo los espejos.
Me dirían lo de siempre: que me visto muy mal
y que hago el ridículo
cuando pretendo coquetear con alguien.
Soy madre de Gabriel: ya usted sabe, ese niño
que un día se erigirá en juez inapelable
y que acaso, además, ejerza de verdugo.
Mientras tanto lo amo.
Escribo. Este poema. Y otros. Y otros.
Hablo desde una cátedra.
Colaboro en revistas de mi especialidad
y un día a la semana publico en un periódico.
Vivo enfrente del Bosque. Pero casi
nunca vuelvo los ojos para mirarlo. Y nunca
atravieso la calle que me separa de él
y paseo y respiro y acaricio
la corteza rugosa de los árboles.
Sé que es obligatorio escuchar música
pero la eludo con frecuencia. Sé
que es bueno ver pintura
pero no voy jamás a las exposiciones
ni al estreno teatral ni al cine-club.
Prefiero estar aquí, como ahora, leyendo
y, si apago la luz, pensando un rato
en musarañas y otros menesteres.
Sufro más bien por hábito, por herencia, por no
diferenciarme más de mis congéneres
que por causas concretas.
Sería feliz si yo supiera cómo.
Es decir, si me hubieran enseñado los gestos,
los parlamentos, las decoraciones.
En cambio me enseñaron a llorar. Pero el llanto
es en mí un mecanismo descompuesto
y no lloro en la cámara mortuoria
ni en la ocasión sublime ni frente a la catástrofe.
Lloro cuando se quema el arroz o cuando pierdo
el último recibo del impuesto predial.
Hay 6 Comentarios
Comparado con la chatarra de poemas que hoy a menudo leemos, es sencillamente el resultado de lo que escribe alguien como Rosario Castellanos que conoció su lugar en medio de la acrobacia de los que se ensalzan con cualquier texto que escriben.
Claro que merecía un nobel,
Publicado por: Aura | 30/04/2014 17:01:08
Estupendo descubrimiento en este bello y hondo articulo.!Menudo personaje, Rosario Castellanos!.....consiguió ser ella , viniendo del contexto del que venia, contexto de terratenientes.....!y le murieron dos hijos!..
http://intentadolo.blogspot.com.es/2014/04/agua-de-limon.html
Publicado por: soutelo1 | 29/04/2014 18:18:47
atticus:
El mundo de Cervantes y del Cervantes no es solamente España.
Nunca es tarde para descubrir la belleza.
Publicado por: Roberto González Guzmán | 29/04/2014 17:23:13
Dudo que hubiera ganado el Cervantes. En España era, y es, una completa desconocida.
Publicado por: atticus | 29/04/2014 15:07:12
Muchas gracias por el descubrimiento!
Maravillosa poeta que desconocía.
Publicado por: Judith Gallimó (arati) | 29/04/2014 13:42:46
Muy atinado comentario Javier, porque Rosario Castellanos es el personaje femenio de la literatura mexicana del siglo veinte, una especie de Sor Juana moderna, por la variedad de sus talentos. Otra que no desemerece es Elena Garro, como novelista y como personaje, y Luisa Josefina Hernández, gran novelista a quien se tiene a dejar de lado porque siempre rehuyó el barullo litererio.
Publicado por: luis eduardo rivera | 29/04/2014 9:39:23