Muchos razonamientos son válidos en el debate sobre la independencia de Kosovo. En un sentido o en otro. Pero hay uno que no lo es: el de la moralidad, como mínimo tal como lo esgrimió a modo de proyectil ayer Putin en una rueda de prensa en Moscú. Los hechos son éstos: un país poderoso y bien armado decide prescindir de la voluntad de una parte de su población que se considera diferente, le sustrae todos los poderes locales, suprime sus instituciones, y luego más tarde deporta a los civiles, incendia sus pueblos y sus mezquitas, y termina asesinando a unos 3.000 de sus ciudadanos; no falta, como suele ser frecuente, la violencia irracional de la minoría, en una proporción, dicho sea de paso, infinitamente menor, que decide hacer frente con el terror al ocupante después de un persistente y fracasado esfuerzo pacifista; el final de la historia es la independencia de aquella parte maltratada de un país con el apoyo sino absoluto si mayoritario de la comunidad internacional. ¿No es ésta una historia moral? Por una vez, el crimen no recibe recompensa, al contrario, sufre el castigo por dónde más duele. Así, con esta merecida lección, termina la Gran Serbia de Milosevic y su proyecto criminal de limpieza étnica, para que vayan aprendiendo los aprendices de brujo. Fue en Kosovo donde empezó la escalada, antes de que cayera ningún muro y antes de que empezara la fragmentación balcánica, y en Kosovo es de esperar que termine todo. ¿Qué conclusión más aleccionadora podía esperarse?