El artefacto que acaba de nacer solemnemente en París, en la víspera del 14 de julio, debe apuntarse en el haber de Nicolas Sarkozy. No consiguió, como se proponía, la foto de familia de los 27 socios europeos más los 16 mediterráneos. Tampoco que se saludaran todos y cada uno de ellos. Pero pudo apuntarse el tanto de la creación de una nueva institución, que revitaliza la política mediterránea de la UE y convierte a Francia en el bailarín que abre este baile presentado como grandioso e histórico. Sarkozy consiguió una buena asistencia, pero las ausencias fueron más notables de lo que se ha señalado en los medios estos días. No estuvo el rey de Marruecos: es muy difícil sentarle junto al presidente argelino. No estuvo Gaddafi, que quiso hacerle el desplante, después de haber acampado al lado del Elíseo y de haber comprometido al presidente francés. Tampoco el rey de Jordania, demasiado ocupado para entretenerse con los fastos republicanos en París. Atención, se suele olvidar a los que faltaron de la orilla norte. No estuvo el presidente checo, Vaclav Klaus: si le interesa poco la UE menos le puede interesar la UpM. Pero tampoco estuvo el primer ministro; ni siquiera el ministro de Exteriores: a los checos les bastó con mandar al viceministro de Asuntos Europeos. No fue el único, la vecina Bélgica tampoco mandó a su primer ministro, Yves Leterme, quizás en este caso porque su país está más bien por las desuniones que por las uniones y estaba preparando ya la dimisión que presentó el lunes por la noche.