¡Qué misterioso país! Un solo juez lo hace todo. Perseguir terroristas, procesar piratas somalíes, rebuscar en las fosas del franquismo, desmontar las tramas de corrupción de los partidos, y todo eso después de procesar a Pinochet, revolver en los crímenes de Estado o golpear al narco. ¿Y qué hacen los otros jueces? A veces se diría que rabiar por lo mucho que trabaja el juez único e incluso dedicarse a buscarle las cosquillas para ver si se le puede pillar en fragrante prevaricación.
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La lucha por el poder, en esencia, poco ha cambiado a lo largo de las épocas, como tampoco varía mucho de un país a otro. Quítate tú que me pongo yo significa en el límite un combate en el que se juega el todo por el todo, con todas las armas y sin cuartel para nadie. En épocas primitivas era un mero combate de jefes, un duelo a muerte en el que ya se sabía que habría un vencedor y un vencido. Luego, en épocas por fortuna pretéritas, era un juego de astucia y crueldad que se resolvía por el engaño y la tajante resolución final que proporcionaban el puñal o el veneno. En nuestra época todavía aparecen de vez en cuando reminiscencias: con cadáveres auténticos en países como Rusia, con asesinatos simbólicos a través de los medios en los más civilizados. Pero la esencia del negocio sigue siendo la misma: la liquidación definitiva del adversario.
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Egos revueltos, los literarios que nos cuenta Juan Cruz en su libro felizmente premiado. Y egos fermentados, en metástasis e incluso podridos se diría los de la política, donde la satisfacción que exige el yo puede llegar a las mayores catástrofes. Nada que decir de los primeros, clave de la creación artística, y mucho que lamentar, en cambio, de los efectos de los segundos sobre la pérdida de calidad de la democracia y de la vida política. Cuando hay democracia y vida política, porque en caso contrario, el ego se erige en epicentro volcánico de la dictadura.
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La violencia en el cine y en la televisión es un objeto de debate desde que existen cine y televisión pero también un enorme tema para el cine y la televisión. En ‘El hombre del traje gris’ (1956), de Nunnally Johnson, película inspiradora del serial televisivo ‘Mad men’, contrasta el flash back de los penosos recuerdos de guerra del protagonista con el entusiasmo de sus hijos pequeños ante las primeras imágenes violentas de la televisión que acaban de instalarse en las casas. En ‘Inglorious Basterds’ de Quentin Tarantino, contemplamos el goce infantil de los nazis ante la violencia mientras nosotros como espectadores nos vemos inducidos perversamente a gozar con la violencia ejercida sobre los propios nazis. En ‘Katyn’ de Andrzej Wajda, en cambio, la austera y rigurosa reproducción de cómo se hacían las ejecuciones mediante un tiro en la nuca desarma al espectador de cualquier veleidad retórica y consigue un efecto documental de un dramatismo insoportable.
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¿Necesitamos nuevos y mejores ejemplos del fracaso del periodismo? El globo plateado lleno de ligerísimo helio, que mantuvo en vilo a los medios de comunicación norteamericanos durante una hora y media el pasado 15 de octubre, en su viaje de casi 100 kilómetros por los cielos de Colorado, es la perfecta imagen de la deriva de este oficio.
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Mentiría si dijera que conozco Berlín como la palma de la mano. Sólo viví unos meses en lo que era todavía la ciudad dividida, en el invierno de 1979, en la parte occidental, y aunque me desplacé en varias ocasiones al Este, nunca estuve más que unas horas en las desoladas y siniestras calles y avenidas de lo que era entonces la capital de la República Democrática de Alemania. Después he visitado Berlín en muchas y variadas ocasiones, antes y después de la caída del Muro. La más reciente, hace apenas unas semanas, durante la campaña para las elecciones que han dado la victoria de nuevo a Angela Merkel y han liquidado la gran coalición. Recuerdo con especial entusiasmo los días que permanecí en Berlín poco después del 9 de noviembre de 1989, cuando corrían todavía los trabis y las gorras soviéticas y las chaquetas de los guardias fronterizos que se vendían en los tenderetes eran auténticas, y no como ahora que son prendas confeccionadas para la siempre próspera industria de la memoria.
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