Si Davos es una bolsa de cotizaciones sobre el poder y la influencia internacionales, España viene cotizando históricamente muy por debajo de su realidad económica, política y cultural. Veamos las pruebas. Basta con ver la lista de los participantes y sobre todo de las intervenciones públicas en las que ciudadanos españoles figuran en los paneles de discusión o en la moderación de los debates: muy pocos banqueros, escasísimos empresarios, algunos economistas y poco más. Suelen estar siempre, naturalmente, los que cuentan internacionalmente: Joaquín Almunia, aún comisario de Asuntos Económicos y Monetarios que tomará posesión de la cartera de Competencia dentro de una semana; Jaime Caruana, director general del Banco Internacional de Pagos de Basilea, y naturalmente algunos de los ministros vinculados a los temas del Foro: este año la vicepresidenta Elena Salgado.
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Sus armas son los virus, troyanos o simplemente el spam, todo lo que pueda perturbar o incluso destruir las comunicaciones digitales. Crecen de forma exponencial. Quienes los lanzan albergan intenciones muy diversas: desde la obtención de un beneficio económico a través de alguna forma de fraude hasta objetivos estrictamente bélicos, de destrucción material del enemigo, pasando naturalmente por el espionaje en todas sus formas: comercial, industrial o directamente político y militar. El problema más preocupante es que se trata de un enemigo que no se identifica como tal. La atribución del ataque es la mayor dificultad a la hora de defenderse. China no se reconoce en los ataques cibernéticos que Google le atribuye para cesar sus actividades allí. Los ciberatacantes suelen utilizar una dirección o IP ajeno para ocultar su identidad, infectando ordenadores mal protegidos, distribuyendo software o incluso mediante la difusión de pendrives. Es la guerra, la nueva guerra, y Davos no podía ser ajena a su análisis, naturalmente.
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No es sólo China. También Brasil e India, naturalmente. Pero no termina ahí la lista ni la exhibición de poder e influencia que realizan en Davos los emergentes, o imparables, esos nuevos países que ya cuentan y que van a contar mucho más en lo que queda del siglo XXI. Latinoamérica entera, desde la pobre y castigada Haití hasta el gigante brasileño, es también un continente emergente, cuya presencia en el Foro Económico Mundial crece de año en año. Lula, que debía hablar esta mañana, anuló su viaje por problemas de salud. Su discurso, pronunciado después de intervenir en el Foro Social de Porto Alegre, iba ser la intervención estelar de Davos. El protagonismo latinoamericano fue para Felipe Calderón, el presidente de México, en cuyas manos se halla la organización de la nueva cumbre del clima, después del fracaso de Copenhague en diciembre.
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En mi país las nubes estaban arriba y llego aquí y quedan abajo. Es una de las cosas que contó el presidente Jacob Zuma en Davos, en su presentación de la Copa del Mundo de Fútbol. Tuvo mayor éxito al día siguiente en su respuesta a Fareed Zakaria sobre la poligamía: es una cuestión de identidad cultural y en su caso trata muy bien a sus tres mujeres. El relativismo cultural se abre paso con facilidad entre las cumbres: siempre ayuda la obligada presencia de una buena ristra de profesionales de la religión (el rabino, el monje budista o el ulema) o de un político tribal tan polémico y demagógico como el sudafricano. Pero lo que me interesa ahora es escribir sobre las nubes que suelen cubrir los valles. Desde las alturas cuesta ver la realidad y la visión de las cosas queda distorsionada por el aire puro y el frío, tal como explicó magistralmente Thomas Mann en su novela davosiana.
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Veinte años de la caída del Muro, veinte años del fin del apartheid y pronto veinte años del Choque de Civilizaciones, el ‘clash’ de civilizaciones de Samuel Huntington. El profesor norteamericano ya fallecido fue el primer pensador que intentó explicar cómo sería el mundo después de la Guerra Fría, con el resultado de que su teoría se convirtió en un juguete intelectual de moda, controvertido y citado por todos: al fin de la historia de Francis Fukuyama, otro juguete teorizado en los mismos años, le sucedería el enfrentamiento entre civilizaciones, religiones e identidades. Huntington ofrecía incluso unos catálogos de estas identidades, que eran todavía más discutibles. Como corolario, el profesor acuñó una expresión feliz, aunque probablemente poco analizada: los asistentes al Foro Económico Mundial conforman el hombre de Davos, el prototipo humano característico de la globalización, al que pronto se opuso el hombre de Porto Alegre como prototipo de su enemigo, el antiglobalizador de izquierdas.
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El discurso del Estado de la Unión tiene un único objetivo, de corte casi ceremonial pero con profundas consecuencias para la vida política americana: que una vez al año el presidente pueda decir a sus compatriotas que, a pesar de las circunstancias, en guerra o en paz, durante una depresión o en mitad de una fase de bonanza, la salud de la Unión es buena. The state of the union is strong es la frase estereotipada que el primer magistrado de Estados Unidos debe pronunciar en un momento u otro de su discurso a las dos cámaras reunidas.
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Un Estado que al final es el que lo ha hecho todo: la nación, la ciudadanía, la igualdad, la libertad incluso, el camino de la unidad europea por supuesto. Y que ahora deberá ir más lejos todavía hasta reparar el sistema capitalista. No es un invento socialista, ni una quimera de izquierdas. Tampoco es una ocurrencia reciente ni obra de la imaginación posmoderna. Es anterior a la división del mundo político en dos hemisferios, y obra del intendente del rey de Francia, Jean-Baptiste Colbert (1619-1693), auténtico creador de la idea francesa del Estado. En la época de la globalización triunfante, el colbertismo tenía que andar de tapadillo. Cuando se produce la avería, en cambio, es la hora de una nueva oportunidad, su oportunidad, para reparar el capitalismo y organizar la nueva gobernanza mundial.
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Davos significa ‘l’embarras du choix’, la imposibilidad de optar sin rechazar también una opción atractiva. Los gurús de cada tribu reúnen a sus devotos para escudriñar todos juntos el vuelo de los pájaros, las entrañas de una gallina o los posos de café. Aquí sucede algo similar con disciplinas en principio algo más serias. Algunos gurús tienen además una capacidad predictiva acreditada. Noureil Roubini, por ejemplo, uno de los pocos que supo ver la llegada de la crisis. Ayer se le escuchaba en la sala de congresos o ante las pantallas de televisión como la voz del profeta. Y lo que dijo no fue precisamente para salir bailando, al contrario, sobre todo los europeos y dentro de los europeos los españoles: a medio plazo el euro peligra y el riesgo viene por nosotros, con nuestra economía mucho mayor que la griega pero con enormes debilidades estructurales. Otros escucharon a Loic Lemeur, uno de los profetas de las redes sociales, que predica cada año en Davos y también consigue llenar las salas y dejar público en la puerta: confieso que a la hora de escribir estas líneas no he obtenido ninguna información relevante de las dichas redes sociales sobre la sesión matutina. Ya me enteraré por otros medios.
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Repensar, rediseñar, reconstruir. Esta es la letanía de Davos este año. La economía, por supuesto. Pero no sólo: las distintas políticas, las instituciones, los sistemas y el mundo. Re es el prefijo de 'reseting', reiniciar, la palabra clave para las nuevas relaciones entre Estados Unidos y Rusia. Pero se puede aplicar a prácticamente todos los campos porque, entre otras cosas, simboliza muy bien dos cosas: la reformulación de la política internacional de Obama durante su primer año presidencial, y el nuevo reparto de las cartas en el juego del poder.
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El más alto tribunal del país al fin ha decidido sobre uno de los temas controvertidos que afectan a la democracia. El partido en el Gobierno es el que más perjudicado va a salir de la sentencia, decidida por un solo voto de diferencia, entre dos posiciones que demuestran la amplitud de interpretaciones que ofrece la Constitución. ¿Qué hace el presidente? ¿Acata en silencio la sentencia como cabría esperar de quienes consideran que el árbitro constitucional está por encima del ejecutivo y del legislativo? En absoluto. El presidente arremete sin matices contra la sentencia, apoya la interpretación de la Constitución que ha resultado perdedora, e incluso va más allá; anuncia que va a hacer todo lo que sea posible, desde su capacidad ejecutiva y mediante sus iniciativas parlamentarias para eludir en la medida de lo posible el acuerdo del máximo órgano judicial hasta conseguir que se aplique su visión de la democracia en este capítulo de la vida política.
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