Italia siempre ha sido el laboratorio. Sus elecciones regionales, celebradas entre el domingo y el lunes, son más significativas que las francesas, que tuvieron lugar el anterior fin de semana. En ambos países juegan un papel similar este tipo de comicios: son unas elecciones de mitad de legislatura y por tanto una oportunidad para castigar al Gobierno. Berlusconi temía que pudiera sufrir una desautorización como la que le propinaron los franceses a Sarkozy y para evitarlo ha centrado toda su atención en evitar la campaña y adormecer la participación y el voto, gracias como siempre a su poder mediático y a su control sobre todos los resortes del Estado.
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La crisis política ha llegado hasta el Vaticano. E incluso hasta los aposentos papales. Como suele suceder en las crisis políticas serias, con acompañamiento de tormentas y riadas de barro. No es para menos. Afecta a la institución que se considera más sólida y perenne de la historia, una institución que reta a cualquier poder de este mundo en términos de eternidad y santidad. Hay mucha literatura, desde tiempos medievales, sobre monjes libidinosos y curas que aprovechan su poder para obtener favores sexuales de sus feligreses. También la hay, científica y novelística, sobre la promiscuidad homosexual en las instituciones de educación de niños y jóvenes. Pero a pesar de los abundantes conocimientos de la materia que nos da el caudal de la cultura popular, es extremadamente escandalizador que las instituciones a las que las familias católicas han confiado sus hijos hayan permitido, primero, que algunos de sus sacerdotes esclavizaran sexualmente a los jóvenes y, luego, hayan encubierto estos delitos en vez de denunciarlos ante la policía y los tribunales.
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Así se llamaba la columna. El nombre lo decía todo. Un día era un análisis del principal acontecimiento internacional y al siguiente la necrológica de un pintor o de un poeta. Todo lo que ocurriera en el planeta entero cabía en el folio y medio mecanografiado que solía escribir por la mañana, estrictamente al hilo de la actualidad. Era un periodista orquesta, que sabía de todo y de todo podía escribir. Y siempre rápido y bien. Una bendición para un periódico vespertino como era aquel Tele/eXpres en el que se formó una entera generación de periodistas, quien firma estas líneas entre muchos otros.
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La victoria de Obama ha sido trabajosa, lenta, obtenida con mucho esfuerzo y gracias a una obstinada fijación. Y ha sido mucho mayor porque también iban creciendo los obstáculos y la oposición a toda reforma del sistema de salud, hasta convertir la eventualidad de que el presidente mordiera el polvo en la bandera para arremolinar a las bases radicalizadas de un republicanismo todavía herido por la derrota de 2008. Queda mucho margen para calibrar la sustancia y los resultados de la reforma que dará acceso a la cobertura sanitaria a 32 millones de ciudadanos que carecían de ella. Habrá todo tipo de triquiñuelas para aplazar su aplicación o para impedirla, incluido el recurso a un Tribunal Supremo amoldado por las presidencias conservadoras. Y tardará en aplicarse en su integridad, cosa que no ocurrirá hasta 2014, al igual que la evaluación de sus efectos deberá esperar, según los expertos, hasta 2019 como muy pronto, cuando la presidencia de Obama —sea corta, hasta 2012, o larga, hasta 2016— será ya historia.
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Pocas banderas tienen tanto prestigio como la de la libertad, que unida a la idea de gratuidad, se convierte en imbatible. Poder blandirla en régimen de casi monopolio puede parecer una contradicción, pero es posible, y es lo que ha hecho Google, el mayor buscador de Internet del mundo. No sólo parece una contradicción; es una contradicción, pero funciona: para aspirar a dominar el mercado mundial, Google tuvo que avenirse a la censura, cosa que hizo desde 2006, cuando abrió la dirección china.cn, reconocida por el régimen de Pekín. Desde entonces, la empresa norteamericana ha expandido sus actividades en China hasta conseguir un 36% de la cuota de mercado en las búsquedas de Internet.
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Ha tardado Sarkozy en saberse imperfecto, limitado y humano, pero estas elecciones regionales en las que tan poco poder político se jugaba le han dado al final la mala noticia. Tendrá que renunciar a muchas cosas: por ejemplo, a la tasa sobre las emisiones de CO2 que tan alegremente había imaginado; a la promoción de nuevos e inútiles debates como el de la identidad nacional; o a repetir ambiciosas maniobras de apertura en las que quiere brillar como un monarca por encima del bien y del alma, es decir, capaz de pillar en las filas y en las ideas tanto del socialismo como del lepenismo.
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Demostró que podía ganar y alcanzar la Casa Blanca. Que tenía todas las virtudes para ser presidente. Que un senador afro americano con escasa carrera política podía convertirse en el primer magistrado del país más poderoso del planeta. Los ciudadanos norteamericanos se dijeron que juntos podían, y lo consiguieron. Pero fue a través de su figura singular como quedó demostrado que Estados Unidos podía. ‘Yes we can’ no quería decir todavía ‘I can’. Eran los ciudadanos movilizados los que podían. Después de la votación nocturna del domingo, por un escaso margen de siete votos, arrancados penosamente, con medio año de retraso respecto al plan inicial y después de rebajas y concesiones, Obama ya sabe que también él es quien puede. La reforma del sistema sanitario es una demostración de la voluntad y de la fuerza política del presidente. Todos sabemos ahora que Obama puede. Y por eso escuece a los republicanos.
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El resbalón es mayúsculo, de los que quedan grabados en la memoria. Confundir a cinco bomberos catalanes con un comando de ETA le puede suceder a cualquiera. Pero tenerlos grabados por una cámara fija y difundir sus imágenes sin hacer antes todas las comprobaciones pertinentes va mucho más allá de lo que aconseja la más elemental prudencia. Algo tendrán que ver las prisas del Ministerio del Interior francés y la aguerrida actitud del presidente Sarkozy frente a ETA con la segunda vuelta de las elecciones regionales que se celebraban ayer, y en la que se confirmó la zurra propinada por el electorado al partido presidencial una semana antes.
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Netanyahu lo quiere todo, la paz, los territorios y la democracia. Pero es bien conocido el axioma: sólo cabe escoger dos de los tres términos. Tres son las combinaciones a que da lugar la elección. Si escoge la paz y la democracia, como desearían todos los amigos de Israel, optará por la entrega de los territorios, con los intercambios que haga falta para las colonias de mayor peso demográfico; y surgirá con ayuda de todos una Palestina al lado con unas fronteras seguras reconocidas por sus vecinos. Si escoge la paz y los territorios, deberá desposeer de derechos ciudadanos a los árabes que residan entre el Jordán y el Mediterráneo, para evitar que traduzcan su próxima mayoría demográfica en una mayoría política y así se convierta Israel en un estado binacional israelí-palestino, que termine con el sueño sionista. Si escoge los territorios y la democracia, posponiendo la paz, que es lo que está haciendo ahora, deberá seguir acrecentando su control militar sobre Cisjordania y cargando con el peso creciente del desprestigio internacional.
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Las clases medias son las que mandan. Al menos en los países democráticos, donde los gobernantes deben atender sobre todo a sus necesidades para ganar elecciones. Son muy distintas de un país a otro y más todavía de un continente al otro, pero en todas partes quieren finalmente lo mismo: paz, estabilidad y prosperidad; y traducido a cuestiones concretas: puestos de trabajo, salarios decentes, viviendas dignas, educación de calidad, pensiones razonables. A diferencia de las clases dominantes en periodos anteriores de la historia de la humanidad, éstas son amplias y extensas. Nada que ver con la aristocracia del Antiguo Régimen ni con la alta burguesía del capitalismo clásico, elitistas y cerradas, condenadas con frecuencia al solipsismo y a la decadencia. Puede darse que no sean democráticas en sus valores o por el sistema político en el que se encuadran, pero sí lo son sociológicamente allí donde son hegemónicas.
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