Lluis Bassets

La flor de los secretos

Por: | 19 de diciembre de 2010

El secreto exige singularidad. Debe ser una excepción. Sin publicidad no hay secreto. Cuando nadie tiene posibilidad alguna de conocer cómo funciona un Gobierno ya no hay secretos porque el propio sistema es un secreto inextricable. Cuando todo es secreto no existen secretos singulares ni la posibilidad de revelarlos. El régimen opaco genera la reivindicación de transparencia, la glásnost de Mijaíl Gorbachov con la que abrió el régimen soviético. Queremos conocer los secretos porque vivimos en regímenes que predican de sí mismos la transparencia.

Todo lo que es exagerado es insignificante, dice la sentencia atribuida a Talleyrand, el más camaleónico y maquiavélico de los políticos que dio la Revolución Francesa. Lo dijo para ensalzar la expresión moderada de los sentimientos y de las ideas. Era una lección de retórica política. Pero su sentencia vale también en una aproximación estrictamente científica, de estricta teoría probabilística de la información. El exceso, la exageración, mata la significación. Demasiado impuesto mata el impuesto: estimula el fraude. Vale también para nuestro caso. Descartado el régimen de la total opacidad, demasiado secreto mata el secreto.

Es lo que ha sucedido con las filtraciones de Wikileaks. Más de dos millones y medio de funcionarios tienen acceso en Estados Unidos a informaciones clasificadas, fuera del alcance del público. Se ha estimado a ojo de enorme cubero que diariamente la Administración y sus agencias pueden fabricar unos 30.000 secretos. Las tecnologías digitales han incrementado el volumen de la documentación reservada, pero a la vez también se ha incrementado el acceso de los funcionarios a los documentos y la posibilidad de que se produzcan fugas. El alcance de las filtraciones se amplifica gracias al correo electrónico, a la posibilidad de copiar, almacenar y comprimir información en enormes cantidades y a la utilización de buscadores potentísimos capaces de rastrear y escanear cualquier documento a su alcance.

Wikileaks enseña muchas cosas, pero la más notable quizás es que hay que definir de nuevo y acotar la calidad y la cantidad de los secretos. Todos podemos entender que los Gobiernos mantengan en secreto algunas informaciones sensibles. Pero es difícil aceptar que la actividad política se organice en un mundo paralelo basado en el secreto, que nada tiene que ver luego con su expresión pública. La transparencia perfecta no pertenece al reino de este mundo. Pero si no se pueden evitar los secretos, que sean los menos posibles. Si se quiere que se mantengan en secreto, que estén en pocas manos. Y si finalmente se desea salvar los muebles, deberá ser siempre bajo un escrupuloso control de su conveniencia y su legalidad.

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es periodista. Director adjunto y columnista de EL PAÍS. Tiene a su cargo la edición de Cataluña.

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