Cazados como conejos. Uno detrás de otro cayeron a decenas esos jóvenes noruegos convocados para formarse en las ideas socialdemócratas. Aislados, sin escapatoria, incapaces de protegerse o de defenderse de un solo hombre armado que estaba dispuesto a no dejar vivo ni a uno solo. El disfraz de policía, respetado por los pobres muchachos, le permitió adentrarse entre ellos y convocarles para que se acercaran, antes de empezar a disparar. La isla minúscula, idílica, paraíso socialdemócrata convertido en una ratonera, facilitó la tarea al asesino. También una cuidadosa y meditada preparación de la secuencia, fruto de una mente detallista y perversa: primero, un coche bomba ante la oficina del primer ministro, en el centro de Oslo, para concentrar la atención de la policía y los medios, hasta dar pábulo a un eventual atentado de Al Qaeda; y luego, apenas dos horas más tarde, la matanza de la isla de Utoya, hora y media de lenta cacería humana, sin dificultades, sin obstáculos, hasta el hastío, y con un balance de víctimas atroz.