La derecha extrema no es la extrema derecha. Al menos todavía. La primera es la radicalización, desacomplejada y populista, y esperemos que circunstancial, de la derecha de siempre; mientras que la segunda anida y vive en el cabo del fin del mundo ideológico, aunque en algunos casos, como ahora en Francia, intente salir de su soledad y apoderarse del espacio conservador entero.
Puede que Nicolas Sarkozy haya cruzado la línea roja que separaba ambos territorios y que Jacques Chirac, su predecesor en el gran partido de la derecha francesa, la Unión para un Movimiento Popular (UMP), y en la presidencia de la República, había trazado y mantenido celosa y enérgicamente desde los años 80, cuando empezó el ascenso electoral del Frente Nacional. Según un editorial de ayer de Le Monde, esto ya ha sucedido, puesto que ha adoptado "el lenguaje, la retórica, y por tanto, las ideas, o mejor dicho, las obsesiones, de la señora Le Pen" y atizado "los miedos de la sociedad francesa en vez de apaciguarlos, como es el caso de la estigmatización de las 'elites', lanzadas como pasto al 'pueblo'; o la denuncia del sistema, sobre el que cabe preguntarse si acaso no es la República de la que él mismo debería ser el garante".