El vacío es enorme. Un gran actor acaba de desaparecer del escenario político internacional. Este hombre ha dado horas de gloria al espectáculo de la política, un blasón que pocos profesionales pueden lucir en esta época más bien gris y desangelada. Y las ha dado más por sus cualidades personales, sobre todo la espontaneidad y viveza torrencial de su verbo fácil que por sus ideas o por una meditada estrategia. Es más virtuosismo que guion, más calidad actoral que dirección, más instinto que inteligencia, aunque esta tampoco le ha faltado a la hora de alcanzar el poder, y sobre todo de mantenerlo y de concentrarlo en sus manos.
Tenía dos virtudes básicas en un político: instinto y voluntad de poder. Sin instinto no se puede aprovechar la oportunidad, el regalo que la fortuna proporciona en dosis variables pero que solo unos pocos saben utilizar cuando se recibe. Sin voluntad de poder no se puede dar un golpe militar, sobrevivir a otro, ganar cuatro elecciones, un referéndum revocatorio y otro de reforma constitucional, para terminar políticamente invencible en la cama, abatido solo por la enfermedad y no por el enemigo, a pesar de la fantasía sobre un cáncer inducido por Estados Unidos lanzada por el vicepresidente Nicolás Maduro.