Obama se ha rebelado. Contra sí mismo. Contra la inercia que le hace seguir el surco trazado por Bush en su guerra global antiterrorista. No es una rebelión súbita, pero ha salido a la luz en su discurso de la pasada semana en la Universidad Nacional de la Defensa. Lleva gestándola al menos desde aquella foto que captó su gesto grave y su mirada intensa en la Situation Room, una noche de primavera hace dos años, cuando ordenó ejecutar a Osama Bin Laden. Y sobre todo, desde la muerte en Yemen de Anwar Al Awlaki, un dirigente terrorista con ciudadanía estadounidense, alcanzado por un misil junto a su hijo y a otro árabe, ambos también con pasaporte americano.
Obama no se gusta como comandante en jefe. Por las promesas que no ha podido cumplir, como el cierre de Guantánamo, pero también por los efectos indeseables de sus decisiones, como la muerte de civiles inocentes en los ataques con drones. "Estas muertes nos perseguirán mientras vivamos, al igual que nos perseguirán las víctimas civiles que se han producido en las guerras convencionales de Irak y de Afganistán", dijo en su discurso.