Un presidente mediocre puede dejar una poderosa huella y condicionar el futuro de su país tanto o más que otros presidentes más brillantes. Este es el caso de Bush, como ha podido comprobar su sucesor, Barack Obama. A la dificultad de terminar las guerras que dejó abiertas en Irak y Afganistán se añade la maraña legal que le sirvió para lanzar su guerra global contra el terror: Obama todavía no ha conseguido desenredarla, como se está demostrando con el campo de detención de Guantánamo, donde tiene a un centenar de presos en huelga de hambre que le han obligado a resucitar la promesa de clausurarlo.
Más que las guerras libradas y los cambios legales, en el legado presidencial pesan las ideas que amoldan la época. Estados Unidos, gracias a Bush y a pesar de Obama, sigue en guerra contra el terror, una guerra indefinida que sigue autorizando al comandante en jefe a realizar acciones fuera de la legalidad internacional, o incluso nacional, como asesinar a distancia a conciudadanos sospechosos de terrorismo.