Al fin, Turquía ha bombardeado al Estado Islámico. Cierto, el Estado Islámico (EI) había bombardeado antes a Turquía y concretamente dejó 32 cadáveres en un atentado en la localidad de Suruç este pasado lunes en la frontera siria.
Hasta ahora Turquía miraba los toros desde la barrera. Sobre el papel estaba en la coalición junto a Estados Unidos para atacar las huestes de Al Bagdadi en Siria por medios aéreos, pero en realidad había hecho de la ambigüedad y de la inhibición toda una política: miraba para otro lado ante la llegada de yihadistas de todo el mundo a través de su frontera; lo mismo hacía con el contrabando de petróleo con el que se financia el terrorismo; y se permitía observar a distancia como se zurraban los peshmergas kurdos y los soldados del califato, como sucedió en Kobane el pasado septiembre.
Ahora ha movido pieza. Ha puesto a disposición de la aviación estadounidense su base de Incirlik para bombardear al EI, ha pedido el apoyo político de la OTAN y quiere crear una zona tampón en territorio sirio fronterizo, a disposición de la resistencia moderada siria, donde podría refugiarse la población, con la cobertura aérea y artillera de su ejército (por cierto, entre los moderados están los guerrilleros de Jabhat al-Nusra, rama de Al Qaeda que no quisieron incorporarse al EI). Al mismo tiempo, en un gambito sangriento, como para compensar, la aviación turca ha atacado las posiciones del PKK, el partido de los trabajadores del Kurdistán, y de sus milicias en Siria, los únicos grupos armados que frenaban el avance del califato, rompiendo para ello una tregua que ha durado dos años.