Hay algo inquietante en la recuperación de las ruinas de Palmira para la civilización. Lo más inmediato, que quien se pone la medalla es un dictador como Bachar El Asad, responsable de la guerra civil devastadora que sufre Siria desde hace cinco años. Podría ponérsela directamente Vladimir Putin, el artífice de la estrategia vencedora, que ha consolidado al régimen baasista en el poder y le ha proporcionado la silla en las negociaciones de paz.
Las inquietudes no deben ocultar el alivio. Palmira es un nudo de comunicaciones desde donde el Estado Islámico controlaba el 30 por ciento de su territorio. Su yacimiento arqueológico y su museo, como todos las antigüedades que han caído en sus manos, eran también una fuente de financiación en el mercado del tráfico internacional de arte. Y, sobre todo, era un potente símbolo propagandístico utilizado por el califato. El ISIS utilizó Palmira como instrumento de su propaganda terrorista, para amedrentar a los enemigos y atraer reclutas. Destruyó templos, arcos de triunfo y estatuas, saqueó el museo, profanó sus soberbios escenarios con ejecuciones en masa y decapitó en público al director de las excavaciones, Jaled Asaad
La recuperación de Palmira ha suscitado un natural entusiasmo en el mundo de la museología y la arqueología. Ya circulan proyectos de restauración y despuntan los debates acerca de su alcance. Las técnicas de restauración digital, con impresión en tres dimensiones, permiten imaginar la duplicación de cualquiera de los objetos destruidos. Pero este es también un asunto prematuro, en el que es difícil avanzar sin rozar la obscenidad cuando sigue la matanza, se mantiene el flujo de quienes huyen y ni siquiera se ha empezado a resolver el destino de los refugiados en los países donde pueden estar a salvo.