No fue un tratado. Tampoco fue un compromiso formalizado en un documento rubricado por las dos partes. Se trata meramente de dos notas dirigidas por el secretario de Asuntos Exteriores británico, Edward Grey, a su homólogo francés, Paul Cambon, y un mapa coloreado. Pero vale como acuerdo, que fue comunicado a los gobiernos de Italia, Rusia y Japón, y muchos historiadores consideran como un tratado con efectos vinculantes que alcanzan hasta hoy mismo y al que se atribuyen casi todos los males que sufre la región.
Las dos notas llevan las fechas del 15 y del 16 de mayo de 1916, ahora acaba de cumplirse un siglo, pero su existencia no se conoció hasta noviembre de 1917, cuando vieron la luz gracias a Lev Trotsky, comisario de Asuntos Exteriores del gobierno soviético recién instalado tras la revolución bolchevique, que las dio a conocer a la prensa moscovita como denuncia del reparto secreto del mundo establecido por las potencias imperiales europeas a espaldas de las poblaciones afectadas, exactamente lo contrario al derecho de autodeterminación propugnado por los bolcheviques y por el presidente Woodrow Wilson.
Ahora hace un siglo la guerra europea se hallaba en su tercer año. Estados Unidos todavía no había entrado en liza. Y Francia y Reino Unido querían reforzar su alianza con el reparto de los despojos del imperio otomano, específicamente en la región donde el legendario T. E. Lawrence estaba preparando la revuelta árabe contra la Sublime Puerta. Unos y otros tenían el ojo avizor a una materia prima que prometía mucho, el petróleo, con la idea de trazar una línea que abriera paso a un oleoducto desde las primeras explotaciones en Mosul hasta el Mediterráneo.