“La bici no me molesta; es simplemente que no quiero verla ahí aparcada”, argumentaba mi vecina en la escalera porque mi Kastel invadía una minúscula parte de su espacio en el garaje. “No entiendo esa actitud mezquina”, le contesté dándole un último motivo para que me retirara, airada, la palabra. Había vuelto a ocurrir. La bicicleta me había ocasionado un conflicto (otro) con la comunidad de vecinos. La última vez hicieron Junta –nunca he ido pero me la imagino una mezcla de una reunión a lo Aquí no hay quien viva con los vecinos de Rosemary de La semilla del diablo- y decidieron que no podía dejar el velocípedo dentro del portal. No casaba con el estilismo setentero y kitsch del edificio. En otra ocasión el camarero macarra del bar de abajo consideró que mi bici interfería con su terraza. Este no sólo gritó para que la retirara, casi me tira una mesa (literalmente) para que desapareciese con ella. “No entiendes que molesta. Si te la han quitado de todos lados, ¿por qué te empeñas?”, decía. No es un empeño ni un capricho, es un anhelo: quiero ir en bici. Es, además, la reclamación de un espacio público en el que estar incluido y también es una opción de conciencia. Las conciencias, por lo menos, son algo que en el madrileño barrio de Salamanca, y en gran parte de la sociedad, se respetan mucho.