Intentar explicar esto es un poco como volver a los orígenes. Una de las primeras piezas que firmé en EL PAÍS, cuando se estaba negociando la Constitución, se refirió a la conveniencia de optar por una vía autonómica frente a la federal. El tema salió de una conversación en mi condición de estudiante con uno de mis maestros, en esto y tantas otras cosas, Manuel García Pelayo, que entonces no era aún primer presidente del Tribunal Constitucional, puesto que este no existía. Nunca he logrado recuperar ese artículo que debió aparecer solo en alguna de las ediciones.
Se refería a la línea mantenida por García Pelayo, en la estela de la de Ortega y Gasset en 1931 durante el debate sobre la Constitución de la República y posteriormente sobre el Estatuto de Catalunya, en el sentido de que la gran diferencia entre ambos sistemas no es tanto los contenidos, sino el origen -la soberanía- y el nombre de las unidades, en general “Estados” (ahí cabe un “Estado propio”) aunque no siempre, pues en Suiza son los cantones, en Alemania, los Länder (alguno ciudad-Estado como Hamburgo), y en la Federación Rusa (por no hablar de en la antigua Unión Soviética) caben diversos tipos de entes. La gran diferencia está en el origen: la soberanía de los territorios que se federan (o en los que se federa un territorio que se divide). Por ello, se opuso Ortega al federalismo. Porque consideraba indivisible la soberanía. Probablemente la situación sea hoy algo diferente, con la relativización del concepto de soberanía que ha supuesto la integración europea y la globalización.Pero al cabo, agazapada, sigue estando la cuestión de la soberanía, lo que en términos de democracia es la cuestión del pueblo.
El
dictamen del Consejo de Estado de febrero de 2006 sobre cuatro posibles puntos de reforma constitucional explicaba bastante bien las diferencias conceptuales. El sistema autonómico, señala, “otorga a nuestras Comunidades una potestad que les permite tanto impulsar el cambio a través de la reforma de sus Estatutos, como impedirlo, vetando las que consideren inadecuadas. Esto excede no solo de la potestad de autoorganización de que disfrutan muchos entes dotados de autonomía administrativa, sino que, en cierta forma, va incluso más allá de la que las Constituciones federales reconocen a los Estados miembros para la reforma de sus propias Constituciones. (…) no cabe deducir que la facultad de autodisposición de las Comunidades Autónomas sea menor que la de los miembros de una Federación, por la buena y simple razón de que los Estatutos de aquellas tienen un alcance mucho más amplio que el de las Constituciones de estos, e inciden sobre relaciones que en las Federaciones están disciplinadas solo por la Constitución federal.”
Es decir, que en algunos terrenos el Estado de las Autonomías supone más poderes para las CC AA que un Estado federal. Las CC AA tienen mucho más poder fiscal que, por ejemplo, los Länder alemanes. Pero la cuestión fiscal nos podría llevar aún más lejos, al problema de qué es ese federalismo fiscal del que carece la UE, pero que es necesario para nivelar crisis y desarrollos territoriales. Lo que nos debe llevar a recuperar ese principio de la subsidiariedad (que está en la Constitución de Suiza y es una creación vaticana), según el cual hay que actuar no al más bajo nivel posible, sino al mejor para lograr los resultados buscados y ayudar al que está necesitado de ella, sea ciudadano o territorio.
El reparto de competencias entre el centro, la federación, lo federal, y los Estados federados, varía mucho. Así en EE UU hay Estados que mantienen la pena de muerte y otros que no, después que el Tribunal Supremo la volviera a instaurar en 1976 tras cuatro años de suspensión. El derecho penal ni siquiera es único. No digamos el civil.
La confederación es otro animal. En una columna, casi 20 años después –la Historia es muy terca- que titulé “buscando una confederación desesperadamente”, señalaba que “esa forma política parece haber desaparecido del mapa. Quizás en algún rincón de la Micronesia pueda existir algún Estado confederal. Pero entre los países importantes, o relativamente importantes, que sepamos, ninguno. Por ello sorprende ese concepto de España como ‘Estado plurinacional de tipo confederal’ contenido en la Declaración de Barcelona (suscrita en julio de 1998 por nacionalistas catalanes, vascos y gallegos
Confederaciones ha habido en la historia, pero como algunas partículas subatómicas, son inestables. Sirven para unirse (como pasó en EE UU) o para separarse. No para permanecer juntos mucho tiempo. El Tribunal Constitucional alemán, en su famosa sentencia de 1993 sobre
el Tratado de Maastricht definió como una "confederación de Estados
democráticos tendente a un desarrollo dinámico". Porque avanza hacia una
mayor unión, no hacia menos.
En el medioevo en España -hacia los que se vuelven algunos en busca de modelos- puede considerarse que sí las hubo, antes del concepto mismo, en forma de unión de Reinos. Pero estamos en otros tiempos. En los que, sin embargo, algunos dicen “federal” cuando en realidad piensan “confederal”.
Sí, ya sé. Está la Confederación Helvética, vulgarmente llamada Suiza. Pero la constitución (la última de 1999) de ese país se titula “Constitución Federal de la Confederación Helvética”. Es decir (como ya lo era desde 1848), que la Confederación Helvética es una federación.
A pesar de todo esto, hoy el problema planteado en España es casi más que el punto de llegada, que no es poca cosa, el camino a recorrer. A ampliar. Otro día.