Recientemente, me he asomado al proceloso mundo de los uniformes escolares. Un amigo muy cercano me ha comentado lo que cuesta el uniforme del colegio, concertado, esto es, sufragado con dinero público, además de las cuotas -otro día hablamos de la aportación voluntaria- al que va a llevar a su hija de cuatro años. Dios santo.
No hace mucho, escribió en este mismo blog nuestra amiga Ana Pantaleoni sobre la introducción de uniformes en los colegios públicos catalanes. No voy a entrar en la justificación de la medida en la “dignificación” –como diría Millás, ¿qué diablos significa dignificación?- de la escuela o en un pretendido sentimiento de orgullo de pertenencia del alumno al centro, que defienda sus colores o fomente una sana competencia con otros centros; no voy a entrar en si es práctico o no -a mi, como padre, me da que lo es, bastante me comía yo la cabeza para decidir qué llevar puesto y eso que no tenía ni la décima parte de ropa que puede tener hoy un niño-; tampoco voy a entrar en las modas, en las envidias que los atavíos de unos pueden suscitar en otros; no voy a entrar en las obsesiones estéticas de los chavales, en si necesitarán a partir de primaria un asesor de moda o un cool-hunter de cabecera. No, amigos. Donde yo quiero entrar es en el precio.