Va este post para dar ánimos y solidarizarme con el mal rato que están pasando las familias a quienes les toca escoger escuela y pasar por el proceso de preinscripción. No hablo de la guardería, que son dos, máximo tres cursos. Me refiero a la educación de 3 a 12, cuando a los que somos de grandes ciudades parece que nos vaya la vida en la elección: estamos decidiendo dónde pasará nuestra descendencia buena parte de los próximos nueve años. Si pública, concertada o privada. En el barrio o fuera. Que tengamos puntos. Primar el proyecto educativo. O las instalaciones. Que tenga cocina propia. Que den importancia al inglés. La impresión que nos causa el Ampa. Que ofrezca ESO y Bachillerato o que nos gusten los institutos de referencia. Jugar la carta de la primera opción en las públicas. El precio, contando el comedor y la piscina. Uf, solo de pensarlo me pongo mala. De hecho, me puse mala en su día.
Hoy en día el viacrucis tiene en Google la primera estación: las páginas web de las escuelas. Hay auténticas virguerías y páginas de vergüenza ajena, cutres y sin actualizar. Aunque luego no tiene por qué traducirse en el día a día de los centros, la primera impresión cuenta. Como ayuda plantarse en la puerta de la escuela a la hora de entrar o de salir y observar a padres, profesores y alumnos.
Segunda estación: las jornadas de puertas abiertas. Una romería que estresa como pocas cosas. Cuadrar agendas por dos frentes: con el curro y con el padre. Escuelas que las realizan en horario escolar para que veamos la máquina en marcha. Escuelas que las hacen de tarde-noche, para que las familias puedan colocar a los niños y atender las explicaciones sin interrupciones. O a media tarde, con el riesgo de mix de padres que acuden con niños que dan la vara y otros que los han dejado con alguien. Esos saludos con padres que conocemos del barrio o de la guardería. Y esas miradas recelosas: esto es la selva y o te toca a ti o me toca a mi… Se trata de revelar la menor información posible sobre nuestros planes.
Uno de los momentos estrella es cuando el director o directora revela LA cifra: el número de hermanos que entrarán directamente a la clase de tres años. Ahí arranca un auténtico juego de estrategia: si nos la jugamos en el sorteo poniendo la escuela que más nos gusta como primera opción, o vamos a lo seguro: una que no nos guste tanto pero que sepamos que entraremos.
Se hacen decenas de llamadas. A conocidos que han pasado por lo mismo. Conocidos que son ex alumnos de escuelas que nos gustan. Conocidos de conocidos que son, hoy, padres de la escuela… Yo hice barbaridades: pedí entrevista con la inspectora de una escuela que nos gustaba pero atravesaba una grave crisis, con un enfrentamiento entre un sector de padres y un sector del claustro.
Hay otro factor importante: en la elección de escuela ponemos sobre la mesa nuestros valores y prioridades. Que no siempre son los mismos que los de nuestra pareja. O los de su familia. Asistí al dramón que se montó en una pareja de amigos por culpa de un “cariño, mi familia lleva cuatro generaciones estudiando en La Salle y no voy a romper la tradición”.
Al final, hay que ponerlo todo en la batidora (o en un cuadro de Excel), pasar unas cuantas noches en vela, echarle valor y tener un poco de suerte. Aunque como dice un buen amigo: por mucho que hayas entrado en la escuela deseada, nunca te libras de la duda de si elegiste bien.