Tengo que confesarlo: tengo miedo. Se ha despertado de nuevo ese miedo a raíz del caso de Diego, que conocí la semana pasada cuando se hizo pública la desgarradora carta que escribió a sus padres antes de quitarse la vida porque ya no podía soportar más el acoso que sufría en el colegio. Me aterra que cualquiera de mis hijos sea víctima de acosadores y me aterra igualmente, casi más, que cualquiera de ellos se ponga al otro lado y se convierta en acosador. Que experimenten o inflijan a otro el sufrimiento que Diego no pudo soportar, ni el colegio o los padres detectar. Las burlas, los insultos, las amenazas, los chantajes, quizá los golpes, aunque me da que no son lo peor, los golpes se quitan, las heridas físicas se curan, a lo mejor las otras no, tardan más en cerrar, pueden ser indelebles, igual no se curan nunca.